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Así pintó en su portada el naufragio el diario parisino La Joie de la Maison el 6 de junio de 1895

Ocurrió el lunes 27 de mayo de 1895 y fue uno de los naufragios que mayor atención mediática despertó en su tiempo. No solo en Galicia. Ni en España. El suceso puso en letras de imprenta el (funesto) nombre de Corrubedo en periódicos de medio mundo. Otro día los traeremos aquí: los tenemos digitalizados.

Pero vamos a empezar por el principio. El trasatlántico francés Dom Pedro era un mastodonte de hierro de 104 metros de eslora por 12 de manga. Yéndonos a referencias que nos suenen familiares, el barco era tan largo como el campo del Santiago Bernabéu y tan ancho como el escenario de la Panorama. Su botadura tuvo lugar el 12 de octubre de 1878 en los astilleros que la sociedad Forges & Chantiers de la Méditerranée tenía en la próspera ciudad normanda de Le Havre. Se movía de forma mixta: a vela con una arboladura de dos mástiles y propulsado por una máquina de vapor de 1.300 caballos. Curiosa convivencia de tecnologías reflejo de un tiempo de transición: igual que si ahora pretendieses imprimir un libro en papel con tinta electrónica si es que tal cosa se pudiese hacer.

El buque en su esencia: 104 metros de eslora y dos palos

El Dom Pedro, bautizado así en honor al emperador de Brasil, tenía un hermano gemelo llamado Pampa. Ambos pertenecían a una pujante compañía, Chargeus Réunis, que fue fundada en 1872 y aún se mantiene a flote. Desde 1889 el Dom Pedro hacía la ruta entre Europa y América del Sur. Transportaba emigrantes en busca de fortuna y regresaba con carne congelada. Eran tiempos duros en este continente nuestro viejo y cansado. Las clases menos pudientes estaban siendo arrojadas de sus empleos vencidas por la irrupción de las máquinas y muchos, muchísimos, cruzaban el océano Atlántico soñando con un pedazo de tierra fértil sobre el que poder prosperar. Argentina, que llegó a ser apodada el «Granero del Mundo», estaba entre los mayores objetos de deseo merced a su generosa política de acogida.

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Cartel ilustrativo del esplendor de la compañía Chargeurs Réunis

En el viaje fatal, el Dom Pedro había zarpado de su puerto base en Le Havre el 20 de mayo con 54 hombres de la tripulación y 41 pasajeros. Había hecho una primera escala en Burdeos, donde recogió a 28 personas más, y otra en Pasajes, donde subieron siete. El siguiente destino al que nunca llegó era Carril, al otro lado de la ría de Arousa, donde estaba previsto embarcar a otras 200 almas antes de iniciar la larga travesía transoceánica rumbo a La Plata.

El buque estaba al mando de uno de los marinos más experimentados de la compañía: el capitán Vincent Marie Créquer, de 46 años. Por eso, los periodistas que cubrieron el suceso no lograron comprender cómo pudo encallar a las cinco de la tarde con el cielo despejado y el mar en calma. Cómo coño lo pudo espetar contra los bajos de Praguiña, a dos millas del cabo Corrubedo —cual capitán Schettino pilotando el Costa Concordia—, un lunes de buen tiempo alegremente primaveral ante la mirada atónita de los pequeños barcos pesqueros que estaban faenando en la zona y que no daban crédito a lo que estaban viendo.

Los cronistas cuentan que el choque fue brutal y enseguida cundió el miedo. «Las mujeres cayeron en un ataque de pánico y —narra un gacetillero francés— todos los pasajeros se abalanzaron sobre las embarcaciones, las boyas y cualquier cosa que pudiera flotar ». No era para menos. El agua estaba entrando a borbotones en la bodega y el entrepuente. El mismo plumilla de antes, a nómina de La Joie de la Maison a la que pertenece la ilustración de portada que encabeza este post (ilustración que, dicho sea de paso, es muy posible que esta sea la primera vez que ve la luz en 120 años: la hemos encontrado tras bucear muy a fondo en la Biblioteca Nacional de Francia), cuenta que el barbado capitán decidió empuñar su pistola para llamar al orden pero sin resultado. «La confusión era indescriptible», escribe. El barco se estaba yendo rápidamente a pique.

«Las mujeres cayeron en un ataque de pánico y todos los pasajeros se abalanzaron sobre las embarcaciones, las boyas y cualquier cosa que pudiera flotar», cuenta un periodista galo.

En algún momento las calderas explotan, lo que acrecienta el terror. Uno de los pasajes más dantescos revividos por la prensa es el que recrea el dibujo de La Joie de la Maison. Algunos náufragos logran descolgar uno de los bateles auxiliares con tan mala suerte que la embarcación cae mal y es engullida por las olas con todos sus ocupantes. Cuenta otro diario galo, el Gil Blas, que solo una de las chalupas del buque logra amerizar sana y salva en las aguas de Praguiña. A bordo van 16 miembros de la tripulación —entre ellos el capitán Créquer— y nueve pasajeros. 25 personas en total. Los botes pesqueros que habían acudido raudos al lugar del siniestro logran rescatar a otras 22 hasta elevar a 47 la cifra de supervivientes. 47 de 130… y, como cantó García Lorca en un contexto bien distinto, «lo demás era muerte y sólo muerte a las cinco de la tarde».

La penúltima recalada nos lleva a la sede de la compañía Chargeus-Réunis en París. Allí se están viviendo «escenas desgarradoras» con familiares presos de la angustia que reclaman saber la identidad de los que se han salvado. Nada que nos suene extraño ni lejano. Aun esta semana, con toda la panoplia invencible de innovaciones tecnológicas a nuestro alcance, se vivieron situaciones muy parecidas tras el terremoto en Italia. Con o sin microchips, los humanos siempre seremos humanos. Por suerte.

La última visión es para un hombre sumido en su soledad, tal vez el más desgraciado de todos. El capitán Créquer, que después de haber perdido su barco sin morir con él todavía tendrá que ocuparse nada más poner pie en su tierra (lo hará en Brest el 10 de junio tras llegar a bordo del Suffren) de los trámites administrativos para la repatriación de los veinte tripulantes supervivientes (que son, para que quede constancia: Alexis-Marie Le Pape, Nicolas Collen, Joseph Aouslin, Yves-Marie Coic, Pierre Henty, Pierre-Marie Le Merer, Jean-Marie Fleury, Jules Ruault, Alain de Bouroa, Jean Ray, Camilie Tirel, Yves Marie Letournier, Joseph Ollivier, Louis Ropers, François Crem, Pierre Souix, Donatien Terrien, Desiré Boutel, Auguste Artois y Victor Duport). Y aún le estarán esperando negros nubarrones en forma de juicios, demandas y tribunales.

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El capitán Créquer, triste coprotagonista de esta historia

Hace 121 años y 3 meses desde el hundimiento. Y aquí sigue el pecio. Desintegrándose a cincuenta metros de profundidad mientras sueña su sueño argentino. Olvidado por todos salvo por los coleccionistas de naufragios y los buscadores furtivos de tesoros submarinos. Y aquí seguirá, seguro, hasta la destrucción total.

Antes del olvido definitivo, desde esta pequeña atalaya nos hemos propuesto rescatar esta y otras historias que duermen bajo el agua. Las vamos a hacer emerger y tras limpiarlas a conciencia las iremos revelando. Lentamente. Poco a poco. Porque si algo nos está enseñando la creación de este blog es a relativizar el tiempo. Tiempo de aliento largo como los sueños de un emigrante o la odisea del cadáver de Carlos Gardel, el último viaje del tanguista.