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Una cruz en Corrubedo recuerda a un muerto en el mar en una zona alejada de la parte turística

Manda carallo que hubiera sido un andaluz quien metió de lleno el término en la corriente meanstream de la época y, sin haberlo patentado, popularizó su uso entre los ciudadanos de a pie lo mismo que Gardel, presunto francés, estaba universalizando el tango no habiendo nacido argentino ni ser su primer cantor. Pero así son las cosas. Corría el año 1928 cuando José Mas y Laglera, nacido en Écija en 1885, publicaba su decimoquinta novela en medio de una respetable expectación mediática. El tema, la dura vida del marinero en el entorno de Malpica. El título, La Costa de la Muerte.

Hoy duerme en el olvido, pero el señor Más fue todo un bestseller que vio cómo sus obras se vendían a miles y eran traducidas al italiano, portugués, alemán, holandés, inglés y francés, un logro al alcance de muy pocos en España. El hombre tuvo una vida con ribetes novelescos (a los 12 años marchó solo y sin un duro a la isla de Fernando Poo a trabajar en la factoría de un potentado llamado Fernando Casajuana Riggs) y eso avivó mucho su imaginación. Basta con leer algunos de sus títulos: El baile de los espectros, Con rumbo a tierras africanas, En el país de los bubis, La piedra de fuego, En la selvática Brivonicia… Espíritu aventurero no exento de una punzante crítica social que tras la Guerra Civil acabó por apagar su buena estrella… Pero no tuvo mucho tiempo para paladear la desdicha: murió en 1941.

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Marketing literario estilo años 20 del siglo pasado

En el momento de lanzar la novela, el topónimo funesto llevaba un cuarto de siglo apareciendo en letra impresa unas veces aquí y otras allá, siempre machacón en la teima de comparar esta franja costera (muy difusa en sus contornos: para unos de Corrubedo a islas Sisargas, para otros de Vigo a cabo Prior) con un cementerio de barcos.

La primera aparición del término ocurrió el 14 de enero de 1904 en el diario coruñés El Noroeste a propósito de una concatenación de naufragios en Fisterra. Vale la pena echar un vistazo al texto, que, bajo el antetítulo «Siniestros marítimos», el titular «Tres buques náufragos» y el titulillo «La costa de la muerte», arranca: «Otra vez la peligrosa costa de Finisterre vuelve a ser teatro de siniestros marítimos, dramas del mar que cuestan la vida a infelices e irrogan grandes e irreparables perjuicios a las empresas navieras».

El avezado reportero, gran vendedor de sí mismo, se empeñó en averiguar la identidad de los tres buques accidentados «chapoteando por el barro, corriendo de un lado para otro, atravesando de extremo a extremo la población, subiendo aquí en un tranvía, apeándose más allá, ascendiendo a los pisos, penetrando en los despachos, visitando a todos los consignatarios establecidos en esta plaza y a los cónsules de Inglaterra y Alemania». Semejante tesón reportó sus frutos y dio con lo que estaba buscando: las embarcaciones eran el vapor inglés Kenmore, la draga holandesa Rosario nº2 y la goleta española Francisca Rosa.

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La primeira referencia escrita a la Costa de la Muerte tuvo lugar en 1904 en este diario coruñés

Apenas había pasado un mes cuando el término volvió a afluir con el hundimiento de dos nuevos barcos: los vapores ingleses Yeoman y Diligent. Pero esta vez la expresión alcanzó la capital del reino, donde fue empleada por los periódicos El Imparcial (13 de febrero: «este siniestro y los demás de la serie de naufragios ocurridos en esta costa, llamada de la Muerte, ocurren por falta de señales marítimas, constantemente reclamadas por la navegación») y Heraldo de Madrid (16 de febrero: «en la costa de la muerte se ha registrado ayer de madrugada otro naufragio, que hace el número cinco de los ocurridos este año»).

Y de dos diarios madrileños a un semanario de Barcelona: el 22 de febrero leemos en La Ilustración Artística las cuatro palabras malhadadas tras enroscarse en la pluma de doña Emilia Pardo Bazán:

«Existe en mi tierra una costa brava que recibe, en el lenguaje popular, el nombre de Costa de la muerte. Cada año la marina inglesa paga su tributo a los bajíos, escollos y arrecifes de la temible orilla. Allí, como en las costas de Bretaña, la niebla se condensa y espesa de tal modo, que el marino más experimentado corre al naufragio sin advertirlo. Dos cosas compiten para impresionar el ánimo: el riesgo espantoso y la perseverancia con que los ingleses lo afrontan. Han puesto en el mar su grandeza y se dan cuenta exacta de que en todo los que nos engrandece precede lucha mortal. El telégrafo nos dice que acaba de perderse un vapor inglés, quizás el Oravia, procedente de la América del Sur. La costa se halla desguarnecida de faros, señales, y la prensa regional riñe una campaña para que esta necesidad sea atendida. ¿Nos lo agradecerán los ingleses? ¿Verán en ello un indicio de nuestro «saneamiento» como nación?».

En fin. Para no ser pesados, resumamos en que con el mediatizado naufragio en 1905 del Cardenal Cisneros la expresión debutó en prensa especializada dentro de un amplio reportaje en la revista Vida Marítima; que en 1909 la escritora Annette M. B. Meakin —que ha pasado a la posteridad como la primera mujer británica en viajar a bordo del Transiberiano al Extremo Oriente— la tradujo al inglés en un libro cuyo título nos desconcierta un poco: Galicia, The Switzerland of Spain / Galicia, La Suiza de España («The seacoast formed by these Rias and the smaller inlets to the north of them is so dangerous to the ships that sailors call it the «coast of dead»»); y que las impresiones dadas por el marqués Fernando Gallego de Chaves y Calleja sobre una travesía que le llevó en 1920 por aguas de Sálvora y Corrubedo fueron editadas hasta en Ultramar (impresiones por cierto que rezuman muy mala leche contra la gente de nuestro pueblo). Alguno de estos episodios tendrá su post.

Pero… ¿Y a qué obedece el nombre en primera instancia? ¿Tuvo origen popular? ¿Se transmitió de boca a oreja? ¿De padres a hijos a la lumbre de una lareira? Para encarar esta duda recurrimos a la investigación de Jesús Ángel Sánchez García, profesor de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Santiago de Compostela y tal vez quien más ha profundizado en el tema. El profesor Sánchez explica en su estudio La leyenda de la Costa de la Muerte. Naufragios y faros como desencadenantes para la activación de un patrimonio marítimo que si bien hay quienes atribuyen al término un origen popular remontándolo incluso a la época celta no hay nada demostrado. Añade que sí constan, sin embargo, numerosas alusiones que apuntarían a una procedencia extranjera por marinos del norte de Europa y, aunque la cuestión sigue abierta, puede ser revelador el dato de que la primera identificación de nuestro litoral con un cementerio de barcos —la hizo el periodista y escritor Lisardo Barreiro en 1890— fue para indicar que al cabo Corrubedo se le llamaba «la tumba de los ingleses». La obra en la que se contiene tal asociación es Esbozos y siluetas de un viaje por Galicia. La hemos buscado, hemos encontrado la cita y nos ha gustado tanto y se asemeja de tal forma a nuestras propias sensaciones sobre el paraje en que vivimos que para terminar vamos a reproducirla íntegra:

«Estaba en Corrubedo: el playal de este cabo es inmenso, y en las orillas destácanse elevados promontorios de arena finísima, que parecen obeliscos hechos de náyades y tritones; hay sitios de la playa en los cuales la arena es de un color especial como si estuviese teñida por óxidos de hierro; las tierras que llegan a la ribera en tumbos imponentes y majestuosos siempre, dejan en las orillas infinidad de conchas hermosas y de nacarados colores, las que van a vender a Santiago, mujeres que se dedican a recogerlas: los arrecifes son incalculables y los bajos extiéndense desde Sálvora hasta la ría de Muros, opinándose que, las que hoy son temibles sirtes, fueron, en otras edades, ricas y habitables islas que se hundieron a causa de un pavoroso accidente geológico.

»La verdad es que estos lugares hubieron de ser visitados, en remota época, por aquellos emprendedores comerciantes de Tyro y Sydon que tanto gustaban de implantar factorías en nuestras costas, para realizar sus transacciones.

»En Corrubedo hay un faro de tercer orden cuya luz fija alcanza 15 millas; estos bajíos son muy renombrados por los repetidos siniestros marítimos que en ellos se suceden con desdichada frecuencia, llamándosele al cabo la tumba de los ingleses, por ser muchas las naves británicas que en esta parte de la costa naufragan.

»Allí el mar está siempre alborotado, estrellándose soberbiamente hasta pulverizarse contra las peladas rocas que hay en la costa; el rumor que producen las olas es ensordecedor, continuado, melancólico; el paisaje es agradable e infunde tristezas en el ánimo.

»Mirando a la líquida llanura que se confunde en las lontananzas con el azul del cielo, y contemplando éste, viénense a la memoria los versos de Castellanos que dicen:

»… Y el mar y el cielo…, dos inmensidades formando un solo abismo».

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Lisardo Barreiro dijo que a Corrubedo se le llamaba la tumba de ingleses

[Algunas fuentes consultadas: La leyenda de la Costa de la Muerte. Naufragios y faros como desencadenantes para la activación de un patrimonio marítimo (Jesús Ángel Sánchez García), Esbozos y siluetas de un viaje por Galicia (Lisardo Barreiro), Galicia, The Switzerland of Spain (Annette M. B. Meakin) y José Más, entre el costumbrismo y el compromiso (Manuel Bernal Rodríguez)]

Dedicamos este post a Leonard Cohen (1934-2016):

«And Jesus was a sailor when he walked upon the water
And he spent a long time watching from his lonely wooden tower
And when he knew for certain only drowning men could see him
He said all men will be sailors then until the sea shall free them
But he himself was broken, long before the sky would open
Forsaken, almost human, he sank beneath your wisdom like a stone»

Descanse en paz, señor Cohen.