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La batalla del cabo Finisterre que enfrentó a los británicos con españoles y franceses

14 de septiembre de 1807. Lunes. El bergantín portugués El Señor de los Mares zarpa del puerto de Lisboa para cumplir un encargo de un comerciante gallego. Debe transportar barriles de vino y aguardiente hasta la ciudad coruñesa. El navío inicia su singladura con tiempo propicio, benévolo en aquellos últimos días de verano. Buena señal.

Sin embargo, a la jornada siguiente, las cosas se tuercen, y no precisamente por una desavenencia meteorológica. Aún en la costa lusa, el capitán Benito José Salgado divisa una goleta inglesa. De ella se arría un bote. Dentro van cinco hombres… armados. Mala señal.

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El corso, pintado en 1807 por Robert Lefèvre

Quién sino. El autoproclamado emperador Napoleón Bonaparte había puesto Europa patas arriba. Las amistades y enemistades entre las naciones del continente se tejían y destejían en función de este hombre más bien rechoncho con dolencias gástricas crónicas y 1,68 metros de estatura [bastante alto para su época, más de lo que parece insinuar el apodo de pequeño cabo («petit Caporal») que sus propios soldados le endilgaron en la campaña de Italia (1799-1800) y más —seis centímetros más— que su némesis el cegato almirante Nelson, lo que redobla la hipocresía de la siempre eficiente maquinaria propagandística inglesa, culpable de que incluso hoy en las películas suelan retratar al corso como un tipo canijo].

Por las fechas de aquel aciago día de mediados de septiembre, los españoles ya habían claudicado en sus pretensiones de neutralidad. Lo hicieron el 14 de diciembre de 1804, es decir, doce días después de la coronación de Napoleón en la catedral de Notre Dame por el papa Pío XII. Fue entonces cuando el gobierno de Manuel Godoy declaró formalmente la guerra a Gran Bretaña, poniéndose del lado de sus vecinos transpirenaicos, en compañía de los cuales cosecharon en los siguientes meses sendas sonadas derrotas navales: la de la batalla del cabo Finisterre (22-23 de julio de 1805) y, mucho más dolorosa, la de Trafalgar (21 de octubre de 1805). En la esquina opuesta del cuadrilátero, junto a los invencibles anglos, resollaban los rusos, los prusianos, los austriacos y también nuestros paisanos portugueses. Uno a uno y pese a los dos reveses citados, casi todos habían ido cayendo como fichas de dominó sobre el inconmovible mármol geopolítico, impotentes ante la clarividencia táctica de Bonaparte. Pero aún no los lusitanos: ellos iban a sucumbir un mes después, el 30 de octubre de 1807, día en que los franceses tomaron Lisboa mientras María I y el resto de la familia y de la corte real huían hacia Brasil guarnecidos en barcos de sus socios del Reino Unido.

Sea como fuere, los cinco hombres ingleses que se acercaron en el bote hasta el bergantín portugués no se anduvieron con chiquitas. Una vez a bordo, tomaron el gobierno de la nave desoyendo las protestas y súplicas del capitán Salgado. Habían descendido de una goleta corsaria. A diferencia de los piratas (ácratas sin trono ni reina cuya única ley era «la fuerza y el viento» como cantó Espronceda), los corsarios ejercían su oficio en condiciones muy estrictas bajo autorización escrita —las famosas patentes de corso— de uno de los reinos contendientes. Los mares de Occidente estaban infestados de ellos y el velero lusitano tuvo la mala suerte de toparse con uno que desconfió de la calidad ética de la misión comercial del buque. Porque, aliados sí, pero el vino y el aguardiente iban destinados a las gargantas del enemigo.

Total, que se decidió que el Señor de los Mares fuese enviado a Falmouth, en el sur de las islas británicas, para que allí se examinase la documentación y se determinase a quién pertenecía la carga: si a los lusos, como argüía el desesperado capitán, o al mercader gallego. Al mando se puso el jefe de los cinco ingleses, esto es, el cabo de presa, oficial encargado de llevar a puerto los barcos cautivos. El pobre sajón se iba a tropezar en su camino con los bajos de Corrubedo.

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La costa donde se desarrolla nuestra historia, en un mapa de 1799

Pues sí. Navegando enfrente de nuestro cabo, el bergantín tocó fondo y a punto estuvo de quedar encallado en las rocas. Enseguida pusieron a trabajar sus dos bombas de achique, pero no daban abasto. El navío se estaba anegando y a duras penas costaba mantenerlo a flote. Ante esta tesitura, unida a una preocupante escasez de víveres, el cabo de presa renunció al viaje Falmouth y devolvió el mando al capitán para que lo condujese al puerto más próximo.

Así pues, un reascendido Benito José Salgado giró rumbo al sur con la intención de atracar en suelo portugués: o bien en la fronteriza Caminha, de donde él era oriundo, o bien en Viana, unas millas al sur. Mas a la altura de las «islas de Bayona» [las Cíes] el bergantín se dio de bruces con una fragata de guerra inglesa.

Y vuelta a empezar.

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La Flota del Canal con mal tiempo en pintura de John Wilson Carmichael

No sabemos si la embarcación pertenecía a la temida Flota del Canal, asidua de estas costas. Lo que sí que, sordo a las amplias explicaciones de su compatriota el cabo de presa, el capitán de la fragata británica obligó a El Señor de los Mares a fondear cerca de las Cíes. Allí estuvieron dos días parados. Y ni la solicitud de un carpintero calafate para reparar la fea vía de agua ni la demanda de víveres fueron escuchadas por los de la Royal Navy. «Ambas cosas fueron denegadas con el mayor desprecio», se lamentaría más tarde el capitán portugués.

Al final, solo el maltrecho estado de la nave ablandó a los captores que, en vista de que no iban a sacar nada en limpio, mandaron de malos modos al bergantín y a sus ocupantes a donde les diese la gana [expresión literal]. Y la tripulación del velero, exhausta y hambrienta, montada en un ingenio que amenazaba con hundirse de un momento a otro, fió sus cartas a alcanzar Caminha. Ya estaban a punto de conseguirlo, ya casi habían llegado a la desembocadura del Miño para poder despertar de aquella pesadilla, cuando tuvieron que enfrentarse a una nueva adversidad. Y esta vez el mal trago fue doble.

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Punto de inflexión en las guerras napoleónicas

Primero, una goleta corsaria inglesa. Después, una fragata de guerra inglesa. Y ahora, dos lanchas corsarias españolas: el Arlequín, de dos cañones, y el Atrevido, de cuatro pedreros [pequeños cañones de pie y medio de largo y pulgada y medio de boca]. Como sufridos antihéroes que reciben en una película todas las bofetadas.

Los ocupantes del bergantín son hechos prisioneros, desembarcados en la playa de Camposancos (A Guarda) y confinados en una casa aislada. Al cabo de presa y al capitán portugués se les incomunica hasta que, pasados unos días, son conducidos ante el Ayudante de Marina del puerto de Vigo.

A partir de aquí, los meandros de la historia se difuminan en la niebla. Sabemos que el capitán portugués pudo exponer su aventura y argumentar su defensa frente a la autoridad olívica. Sabemos también que los armadores del Arlequín y el Atrevido tuvieron un enconado enfrentamiento entre sí ante el Consejo Supremo del Almirantazgo: ambos reivindicaban su derecho a la presa.

Por lo que respecta al oficial inglés y a sus compatriotas del bote, el investigador José Moreira Pumar —cuyo artículo publicado en Faro de Vigo en enero de 2010 al hilo del secuestro del Alakrana nos ha servido de base para este relato— sospecha que fueron encarcelados en A Laxe. Y que tras los acontecimientos del 2 de mayo de 2008 y el inicio de la Guerra de la Independencia, se les devolvió la libertad al convertirse los británicos en nuestros nuevos aliados.

En cuanto al Señor de los Mares, el moribundo bergantín que dejamos cerca del río Miño con una herida abierta en los bajos de Corrubedo, de él sí que no. De él no sabemos nada.

[Algunas fuentes consultadas: «Piratas y corsarios por la ría de Vigo» (Faro de Vigo, 3 de enero de 2010), «El corso vigués del siglo XVIII» (Boletín del Instituto de Estudios Vigueses, número 4), «Algunas anécdotas e incidencias de nuestros corsarios y guardacostas» (Todo a babor)]