
Decía el director de cine Cecil B. DeMille (Los diez mandamientos, Sansón y Dalila) que una película debe empezar por un terremoto y a partir de ahí ir hacia arriba.
Hagámosle caso.
El jueves 12 de noviembre de 1908 el diario pontevedrés La Correspondencia Gallega publicó una de esas noticias terribles que un padre o una madre jamás desearían recibir: la muerte de una niña de cuatro años engullida por una ola gigante. La pequeña, llamada Consuelo Martínez Ramos, estaba jugando en la orilla con otros críos mientras los adultos ponían sus barcas a resguardo de una furiosa tempestad. Y dijo el periódico: «Huyendo á la desbandada los demás niños dando gritos y cuando sus padres llegaron a la orilla era á tiempo que las olas devolvían el inanimado cuerpo de la pobre niña».
El suceso ocurrió en Corrubedo. Los vecinos aún se estaban reponiendo de la impresión cuando un emisario de los fareros llevó hasta el puerto otra malísima nueva. La del vuelco de una barca: sus cinco tripulantes estaban luchando desesperadamente contra las olas en su intento de llegar a tierra. Y aunque la trainera Sagrario partió de inmediato para auxiliarles, nada pudo hacer. «Ya habían desaparecido los infelices náufragos».
Y ahora vamos a prepararnos para ir hacia arriba.

Contó la Gaceta Departamental de Magdalena (noreste de Colombia) que el sábado 7 de noviembre de 1908 ingresó en la prisión de Santa Marta el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, veterano de la Guerra de los Mil Días, acusado de homicidio después de batirse en duelo con uno de sus antiguos soldados, Medardo Pacheco, por unas ofensivas palabras que aquel habría proferido acerca de la madre de este.
En realidad todo fue una confusión. Alguien dijo de la dama que le hacía el favor a muchos hombres y el coronel replicó: «¿Será verdad?». La frase voló de boca en boca y cuando llegó a oídos de la aludida se había dejado por el camino los dos signos de interrogación. Airada, obligó a su hijo a ir en busca del coronel para desafiarlo. Este aceptó el duelo. Y así, un lluvioso miércoles de octubre el coronel salió de su casa vestido de un pulcro blanco y anduvo hasta el domicilio del hombre que lo había retado. Lo encontró saliendo de la vivienda.
— Medardo, ¿estás armado?
— Sí, estoy armado.
— Prepárate, que nos vamos a matar.
Dicho y hecho. Dos balas hundidas en el pecho de Medardo Pacheco acabaron con su vida. Su cuerpo yaciendo inerte en el suelo de Barrancas. Bajo el aguacero.

El de 1908 fue un año de un tiempo malo. Hasta nueve huracanes y una tormenta tropical erizaron la dermis del océano Atlántico en una época en que aquellas inclemencias meteorológicas no tenían nombre propio (y para referirse a ellas la gente las señalaba con el dedo). El primero de los huracanes se desató en marzo —récord de precocidad— en las Pequeñas Antillas. La temporada ciclónica concluyó en octubre con la tormenta tropical barriendo las dos Carolinas de Estados Unidos.
De este lado del océano, el parte de daños de la primera semana de noviembre resultaba no menos desolador. Las Azores sufrieron serios destrozos por un horrible temporal. En Sanlúcar de Barrameda hubo inundaciones en los barrios bajos. Más al norte, en la península prusiana de Hel, el vapor SS Archimedes se hundió en medio de una furiosa tempestad provocando diez muertos. Y en la costa sur de Islandia, los marineros del arrastrero FV Japan sufrieron una espantosa experiencia de hambre y congelación hasta que recibieron el auxilio de los lugareños.
Pero vamos a lo nuestro. A los hechos relatados por el periódico pontevedrés La Correspondencia Gallega. Otro rotativo (este de Ferrol) aludió a la misma historia. Nos referimos a El Correo Gallego, que en su edición del 18 de noviembre le dedicó buena parte del texto de su primera página. Fue así como nos enteramos de que ocurrió el sábado 7 de noviembre de 1908: el mismo día en que el coronel, veterano de la Guerra de los Mil Días, ingresaba en prisión antes de tener que arrostrar un largo exilio, Corrubedo encaraba una de sus jornadas más dramáticas en el aún imberbe siglo XX.
El corresponsal va enseguida al grano con una información que, aun variando el punto de vista, encaja con lo que ya leímos: «El día 7 la lancha María de la Encarnación se encontraba en la mar, á la altura del cabo Corrubedo, luchando en medio de un gran temporal, según estaban observando los del faro, cuando de repente una manga de agua envolvió a la embarcación, haciéndola naufragar. Avisado el contramaestre Andrés Lorenzo Vargas, guardapescas de Corrubedo, dispuso el salir en una trainera tripulada por 32 marineros voluntarios».
Entonces el gacetillero opta por callarse y dejar que sea una carta firmada por todo el pueblo la que narre el suceso. Vale mucho la pena reproducirla en su integridad:
«Señor Ayudante de Marina: En el momento de haber sido avisados por los señores funcionarios del faro de que en las proximidades de la costa ocurría el naufragio de una lancha de pesca que una tromba envolvió y sumergió a eso de las nueve de la mañana del día 7, una sola voz partió de todos los hogares en demanda de favor hacia los pobres náufragos. Y al efecto, el señor contramaestre D. Andrés Lorenzo Vargas, guardapesca de este puerto, dispuso inmediatamente salir en su auxilio acompañado de 32 marineros de este puerto, que se prestaron gustosos quienes, apoderándose á porfía de los remos, salieron a una trainera á las órdenes de dicho señor Vargas. Todos se sintieron grandes ante el peligro, y el sentimiento de conmiseración hacia los náufragos se lo hizo arrostrar sin temor; pero al verlos avanzar intrépidos, envueltos por imponentes olas y chubascos durísimos, un temor general se apoderó de todos los que desde tierra presenciábamos tantísimo esfuerzo; y este temor aumentó cuando, llegados al lugar del siniestro, á donde había sido arrastrada por las olas hacia las inabordables playas de Basoñas, la lancha sumergida, observamos que sus esfuerzos se estrellaban contra la furia de los elementos que no les permitían volver al puerto, dando esto lugar á que todos los circunstantes prorrumpiesen en un segundo y general clamor, más intenso, si cabe, que el primero, porque mayor era el número de los que por salvar las vidas de sus semejantes, exponían las suyas propias.
Entonces en unión de los señores Torreros, y valiéndonos de una bandera que nos proporcionaron, les hicimos señales para que se acercasen a la ensenada de Balieiros á ver si con el auxilio de sus salvavidas y de las cuerdas necesarias podían salvarse; lo hicieron, pero el desembarco no prometía confianza por la mucha rompiente de las olas. Los de la embarcación que vieron esto, reanimados sin duda, por haberse puesto al habla con los de tierra, emprendieron de nuevo su intento de remontar el Cabo.
Fué una hora de amarga zozobra, de horrible ansiedad; y cuanto pudiéramos decir de ello, sería poco si se comparase con la realidad.
Los que vivimos en la costa acostumbrados á estos peligros, parece no debía causarnos ya tanta impresión el presenciarlos; no obstante señor Ayudante, resultaba imponente y aterrador el paso de la trainera que salvadora en un principio, la veíamos como náufraga… Por fin á las tres de la tarde próximamente pudo llegar á puerto.
La escena desarrollada en la playa entre las familias de los tripulantes fué de las que no se puede describir: solo el Sr. Vargas no encontró familia á quien abrazar, pero sí amigos que aplauden su generoso modo de proceder en bien de sus semejantes y que tan buen ejemplo da a la ruda clase marinera, valiente de suyo y con un instinto de nobleza que admira.
También nos cabe el honor de hacer constar que el día 27 de Mayo, con cerrazón y exponiéndose a mil peligros, al oír la sirena de un vapor que pedía auxilio, salió otra trainera tripulada por marineros de este puerto a las órdenes del valiente y honrado contramaestre con el objeto de prestárselos; era aquel un torpedero de guerra austriaco que venía con la proa á tierra y de no haber ido la trainera hubiera ocurrido una catástrofe, que evitó haciéndole cambiar de rumbo.
Todos estos servicios y auxilios prestados, hermosos por lo que tienen de espontáneos y humanitarios, conviene hacerlos públicos; y nosotros, en esta creencia nos honramos en hacerlo así constar humildemente, poniéndolos en su superior conocimiento para los efectos que procedan.
A orillas del mar corría el celoso cuan virtuoso vicecura cumpliendo con su sagrado ministerio, auxiliando y elevando plegarias al divino hacedor.»
(Firma de todo el pueblo)

Y así es cómo, recogiendo el guante del cineasta DeMille, fueron hacia arriba los ahogados de la María de la Encarnación. De desaparecer en las profundidades marinas en la versión de La Correspondencia Gallega emergieron a la superficie auxiliados por manos amigas: no había agua ocluyendo sus extenuados pulmones y pudieron seguir respirando y continuar con sus vidas, venciendo en aquel duelo con la muerte (la hazaña está recogida en la carta del cura del Expediente Debonair, que indica que la lancha siniestrada era de A Pobra). En cuanto a la niña Consuelo Martínez Ramos, matada por una ola en las horas previas, nada hemos encontrado aparte de lo que puso el periodista del noticiero pontevedrés. Ojalá que también se hubiese equivocado en esto…
El cuento no acaba aquí. Porque, un año después, Gazeta de Madrid publicó una real orden del Ministerio de Marina por la que se recompensaba a los valientes que se lanzaron al salvamento de los tripulantes de la lancha María de la Encarnación. No habla de 32 sino de 29 marineros que se ofrecieron voluntarios para intentar el rescate. Todos fueron condecorados con la cruz de plata de la Orden del Mérito Naval con distintivo blanco [alguna debe de quedar en a saber qué casa]. Copiamos sus nombres para dejar constancia de ellos:
- José Lijó Civeira
- Indalecio Sampedro González
- Antonio Sampedro Suárez
- Eliseo García y García
- Jesús Brión Lojo
- Agustín García García
- Rogelio Fariño Martínez
- José María Franco
- Ricardo Prego Parada
- Camilo Prego Parada
- Ramón Lojo Ageitos
- Benigno Prego Vidal
- Isolino Brión Rodríguez
- José Manuel Prego
- Antonio Prego Sayar
- Manuel Vidal Rodríguez
- Abelardo Landeira Vidal
- Ramón Prego García
- Vicente Brión Chouza
- Pascual García Brión
- Jesús Prego Enríquez
- Francisco Fernández García
- Francisco Sayar Brión
- José Gude Silva
- Pascual Rodríguez Ramo
- Crisanto Martínez Lojo
- Pablo Sampedro González
- José Ramón Martínez
- José Manuel Maneiro

¿Algo más? Sí. Nos falta escribir del líder del dispositivo de salvamento. O sea, del contramaestre Andrés Lorenzo Vargas, recompensado también con la cruz de plata de la Orden del Mérito Naval pero con un aliciente en su favor del que nos disfrutaron los otros: el de que su insignia estaba «pensionada con dos pesetas 50 céntimos mensuales durante su servicio en activo».
No es demasiado lo que averiguamos sobre este hombre investigando en las hemerotecas. Allá por 1903 era tercer condestable de un crucero de la Armada llamado Vitoria. En 1906 fue enviado como contramaestre a Cartagena. En mayo de 1908 lo nombraron guardapescas en Camariñas, destino que no debió de ocupar apenas tiempo ya que seis meses después andaba tratando de salvar vidas por Corrubedo (por no hablar del episodio del torpedero austriaco). En 1916 ejercía de ayudante de marina de San Vicente de la Barquera. En 1917 embarca en la corbeta Nautilus, un buque escuela. En 1918 enviuda al fallecer su esposa Josefa Díaz Saavedra-Montero.
Y ya está. No descubrimos nada más. En todo caso confiamos en que pudiese disfrutar largos años de las dos pesetas y cincuenta céntimos al mes suplementarias de su medalla pensionada, recibida gracias a su osadía en Corrubedo. Y que no le sucediese como al coronel, que, durante tres lustros, acudió todos los viernes hasta la oficina de correos con la esperanza de recibir una carta que le confirmase una pensión como veterano de la Guerra de los Mil Días con la que sacudirse la pobreza de encima. En vano. Un gallo de pelea como endeble asidero…
Pero para qué adentrarnos más en esta historia si ya la ha contado su nieto.

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