
¿Habéis estado alguna vez en el interior del faro de Corrubedo? ¿No? Pues nosotros tampoco… Hasta ayer.
Sí. Ayer sábado 20 de agosto al fin pudimos franquear esa puerta de color verde de doble hoja tantas y tantas veces vista y fotografiada, en verano y en invierno, con sol y con lluvia, de día y de noche. Siempre cerrada. Siempre repeliendo la mirada de los curiosos y transeúntes, ocultando lo que esa edificación proyectada a mediados del siglo XIX por un tal Celedonio de Uribe guarda en su vientre.
Pero ayer no. Ayer estaba entreabierta y dos banderas negras colgaban de sendas astas, una a cada lado de la fachada, ambas unidas por una especie de cable, con lo que parecía una calavera pirata en las telas. ¿La razón? El International Lighthouse Lightship Weekend: un encuentro mundial de radioaficionados ideado por dos escoceses a mediados de los 90 que con el paso de los años ha crecido en participantes y dimensión y que se celebra cada tercer fin de semana de agosto.

A las doce de la noche anterior (es decir, en el mismo instante en que los que estábamos en el pueblo nos disponíamos a contemplar los fuegos de artificio que no pudieron lanzarse el domingo por la niebla) se activó el Weekend sirviéndose —he ahí el quid de la cuestión— de 436 faros de todo el mundo. Desde Alaska hasta Australia, de Argentina a Japón, miles de radioaficionados se emplazan en estas construcciones pues el objetivo no sólo es estimular un hobby que ignorantes como nosotros creíamos extinto junto a los cassettes de doble pletina y los coleccionistas de cintas de vídeo Beta, sino también promocionar y poner en valor unas joyas arquitectónicas que (alianza genial) también han sido arrolladas por las nuevas tecnologías hasta apuntillar el poético oficio de torrero solitario. Esta es la página web del evento para los que tengáis interés: http://illw.net/
¿Y quiénes estaban ocupando nuestro faro? Luis, Luis, José Luis, José Manuel e Iñaki, cinco miembros del Radio Club Hércules de A Coruña (bueno, seis: también estaba con ellos la perra Nuka, una más) que desde hace casi una década participan en el evento con el objeto de establecer contacto durante 48 horas ininterrumpidas (o sea, hasta las doce de la noche de hoy) con colegas en las ondas de todos los rincones del planeta.
Pues bien. Ahí nos adentramos nosotros. Al mediodía. Prestos a ver con nuestros propios ojos lo que tanto habíamos imaginado y de lo que algo habíamos leído. ¿Desde dentro nos parecerá grande o pequeño? ¿Dará vértigo subir o bajar? ¿Será un lugar diáfano o tendrá divisiones?
Desde el mismo momento de entrar se fueron resolviendo las dudas. A nuestra izquierda, en un cuarto, uno de los miembros del Radio Club Hércules parloteaba en italiano delante de un micro, un portátil y de otros aparatos que no sabríamos identificar. A la derecha, otra habitación en penumbra en la que se vislumbraba una tienda de campaña. Y enfrente, justo enfrente, envuelta en una pared impolutamente blanca, una puerta abierta que daba a otra puerta abierta que daba a una escalera de caracol que ascendía en dirección a un fuente de luz. Lógicamente nuestro primer impulso fue encaminarnos hasta allí, como las polillas, pero —nobleza obliga— ante todo había que mostrar amabilidad a nuestros anfitriones e interesarse por su quehacer.

Que estaba siendo la mar de fructífero, por cierto. El grupo ya había entablado comunicación con Japón, Cuba, Costa Rica, Canadá, Estados Unidos, Australia y qué se yo cuántos lugares más tras doce horas de actividad frenética. En aquel momento, José Luis andaba enredado con sus artilugios, dando rienda suelta a su afición, mientras a través de una ventana abierta de par en par observábamos la larga recta de la carretera de acceso y la expresión perpleja de algún asiduo a la zona que, oh cielos, parecía no poder creer lo que estaba viendo. ¡El faro abierto y ocupado! Increíble.


Bien. Cumplidas las formalidades llegó el momento de emprender la subida por esa escalera enroscada preñada de luces y sombras, de ocres y verdes, de piedra y metal, evocadora de atmósferas barrocas dignas de El Tercer Hombre o de cualquier otra película dirigida y/o interpretada por Orson Welles. Nuestra siguiente parada fue la terraza situada en la parte superior de la base del faro, desde la que bajo la luz de agosto (William Faulkner… otro que haría virguerías con esto), podíamos divisar y capturar con la cámara el mar erizado y la gente mirándolo y familias pedaleando juntas en bicicleta. Fue una experiencia singular y una perspectiva distinta que nos permitió acumular bastante munición gráfica para ir disparando por las redes sociales los próximos días. Atentos.
Pero ahora tocaba la última parte del trayecto, la más emocionante, la más arriesgada. Como el capítulo en el que Son Goku debía derrotar al temible Comandante White, tocaba ascender hasta lo más alto de la torre. Hasta la mismísima linterna del faro.




Tal vez no lo sepáis, pero la escalera de hierro fundido que hay en la parte de arriba fue forjada en Sargadelos en el siglo XIX, antes de que la fábrica de cerámica cobrase la notoriedad que hoy tiene. Sentíamos mucha curiosidad por ver la estructura de cerca, pero para ello teníamos que hacer pierna. Aquello se estaba poniendo cada vez más empinado. Ni lo dudamos, claro, y llegamos a un rellano con dos ventanas, una orientada a la carretera (esa que se ve en casi todas las postales) y otra al Atlántico, cara a Nueva York. Nos detuvimos frente a esta última y, en un rapto inesperado, intentamos ponernos en la piel de un antiguo farero, vigía lejano, ignoto, desconocido, mirando por ese mismo cuadrado de luz el mar furioso hace cien o ciento cincuenta años, contemplando inerme un barco naufragado, resignado ante los restos mortales y materiales de una terrible tragedia. Fue un momento difícil de describir con palabras.


Y sí, por fin la famosa forja de Sargadelos, cada peldaño verde llevando trabajosamente hasta el siguiente peldaño verde, sin barandilla, arriba, más arriba, hasta llegar a una especie de antecámara en la que un extraño ingenio nos recordó vagamente el mecanismo de un viejo reloj y que imaginamos sería lo que hace (o hacía) que gire el faro. El artefacto conserva una placa que dice: «Constructor La Maquinista Valenciana / Hijo de Francisco Climent».
Seguimos ascendiendo por la escalera verde y como la polilla de hace unos párrafos llegamos a la cúspide y a la fuente de luz… luz del cielo por el día que se convierte en luz de linterna cuando empieza a caer la noche: la verdadera luz que da sentido y forma física a la imponente infraestructura, con sus 14 metros de altura. Nos han advertido que por seguridad no es conveniente ir más allá, pero no pudimos evitar asomar la cabeza y echar un vistazo, rapidísimo, espoleados por la excepcionalidad de las ocasiones únicas. En silencio, sin respirar siquiera, permanecimos un instante encaramados a 32 metros sobre el nivel del mar.
Ya estamos plegando velas para (ay) hacer el viaje de vuelta cuando nos topamos con otra antigua placa, esta vez escrita en francés: «Anciens Etablissements / Baribier, Bernard & Turenne / Ingenieurs-Constructeurs» (casi ilegible, un año: 1920); y aún nos dio tiempo a entretenernos en observar el juego de colores y formas geométricas en el que tanto la magnética linterna como el sector rojo del faro, ese que mira a los temidos bajos, bordan sus respectivos papeles.








Proseguimos el descenso helicoidal, las piernas ya muy cansadas, cuando empezamos a notar una vaga sensación de vértigo. Nada grave. Por el camino aún descubrimos otro hallazgo: la sombra roja dibujada parcialmente en la pared de la torre, lo que nos hizo recordar (y no hay que ser muy viejo) cuando no solo en una parte sino en toda su esferidad la luz era proyectada en ese color indicativo de peligro, una verdadera rareza en Europa… Pero eso será materia de un futuro post.
Alcanzamos el suelo y, entonces sí, nos ponemos a recorrer toda las estancias y advertimos que aquello por dentro es más grande de lo que uno se imagina cuando lo miras por fuera. Nos llama la atención encontrar tantas máquinas, presumiblemente de distintas épocas. Nos llama la atención encontrar tantas puertas.







Jonás pasó tres días en el vientre de una ballena. Nosotros poco más de una hora en el vientre del faro. Nos despedimos. Con tristeza. Con nostalgia sin siquiera habernos ido. Allí dejamos a Luis, a Luis, a José Luis, a José Manuel, a Iñaki y a la pequeña Nuka. Nos vamos. Si algún día alguno de ellos llega a leer esto seguro que sentirá una muy razonable estupefacción.
Cuentan los periódicos que el faro junto a las edificaciones cercanas formarán próximamente un complejo turístico sustentado en la magia de su entorno natural. Se cumplirá así un trozo de sueño de este colectivo de radioaficionados intrépidos y entonces todo el mundo que lo desee podrá entrar. Ojalá que así sea. Entretanto, dejadnos paladear el placentero sabor de las cosas ocultas, veladas por un poso de misterio.


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