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Fotografía del SS Salier, trasatlántico alemán de 107 metros de eslora hundido en los bajos de Corrubedo

Una estrella moribunda.

Si tuviésemos que replicar en una manifestación física, tangible, lo qué es la soledad, nos decantaríamos por una estrella moribunda. Sí. Pensamos que es una imagen bastante atinada la de un astro agonizando en la inmensidad del universo, alejado millones de kilómetros del resto de sus congéneres, ensimismado. Cuando se quede sin luz, aún tendrán que pasar cientos de miles de años antes de que nosotros, simples terrícolas, reparemos en su muerte. Sumidos en la ignorancia nuestros poetas le seguirán cantando sin advertir que aquel objeto distante que ha inspirado sus versos no es ya más que una enana blanca. O mejor aún, polvo de estrellas: partículas de cobre, zinc, mercurio, plata y plomo dispersas por el espacio sideral. Nos suena todo bastante triste.

Leer sobre el naufragio del Salier nos ha dejado una sensación parecida, un poso de melancolía que nos cuesta expulsar. No es una estrella. Es un buque perdido en la oscuridad. No es el cosmos. Es el mar que lo engulle en los bajos. La vida en el cabo seguirá girando como si el drama hubiera tenido lugar en una galaxia lejana. Y no será hasta que, cuarenta horas después, las olas empiecen a escupir cadáveres en las playas de Barbanza que los que aquí habitan atisben una pálida impresión de la dimensión de la tragedia. Nunca conoceremos los hechos, nunca sabremos qué espantosas escenas sucedieron a bordo mientras el barco se hundía, nunca podremos decir qué últimas palabras se exclamaron en polaco, yiddish, ruso, gallego, castellano o alemán. Nadie vivió para contárnoslas. Como aquel polvo de estrellas de hace unas líneas, los cuerpos se fueron dispersando por el mundo subacuático al albur de las corrientes. 281 almas ahogadas en la noche. Algunas el mar nos las devolvió. Otras no: hubieron de hacer compañía a las algas y a los peces.

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El siniestro recogido el 11 de diciembre de 1896 en The Evening Star de Washington

En la madrugada del martes 8 de diciembre de 1896 el SS Salier, trasatlántico alemán de más de 3.000 toneladas, se hundió en los bajos de Corrubedo conocidos como As Basoñas, frente a Porto do Son. Iba a ser su último viaje con la Norddeutscher Lloyd, la poderosa naviera teutona, dueña de una flota transoceánica que abarcaba todo el orbe. No hubo supervivientes. No hubo testigos. La noche simplemente se lo tragó, ¡glup!, en medio de la travesía. Había zarpado de A Coruña en la tarde del lunes con destino a Vilagarcía: un itinerario que los navíos del mismo porte solían transitar en siete u ocho horas. Dado que no llegaba, la casa consignataria (hijos de José García Reboredo) telegrafió desde la localidad arousana para cercionarse de su salida. En vista de la respuesta el nerviosismo empezó a cundir…

Cosa curiosa, entre los cientos de periódicos nacionales que hemos consultado no hallamos en los días 9 y 10 ni una sola referencia al Salier ni a su desaparición. Pero no sucede lo mismo con la prensa británica, en la que al menos dos cabeceras (el South Wales Earth y el Evening Express) ya informan en sus ediciones verpertinas del jueves 10 que la agencia Press Association había recibido a las 10.40 un telegrama desde Hamburgo en el que la Lloyd’s Agency, casa aseguradora de formidables tentáculos, presagiaba una posible tragedia. Preguntados al respecto, Mssrs. Keller, Wallis and Company, que eran los agentes en Londres de la Norddeutscher Lloyd, arguyen no saber nada. Eso sí, los lectores de las islas pueden irse a dormir tranquilos: en el viejo buque no navegaban súbditos de Su Majestad.

El viernes 11 todo cambió. Decenas de noticias confirman el siniestro. Y no sólo en España —donde el suceso es relatado con más o menos detalle y exactitud en El Correo Gallego, Gaceta de Galicia, La Iberia, La Unión Católica o El Imparcial— sino también en muchos otros países como Holanda —Algemeen Handelsblad—, Alemania —Berliner Börsen-Zeitung—, Gales —Evening Express, South Wales Echo—, Italia —La Stampa—, Inglaterra —Leeds Mercury, Morning Post, London Daily News— y hasta los Estados Unidos —Iowa State Bystander, The Evening Bulletin, The Evening Star—. Más nos llama la atención que al día siguiente, 12 de diciembre, la información aparezca en las recónditas Australia (The Argus, The Adelaide Observer) y Nueva Zelanda (The Wairarapa Daily Times, Auckland Star), algo para lo que ha tenido que remontar varios husos horarios igual que el salmón un río antes de desovar y morir, serpeando por los cables telegráficos submarinos. Una proeza de las telecomunicaciones en el paleolítico preInternet.

Muchos titulares son demoledores. «Terrible naufragio», «Enormous loss of life», «Great Disaster at Sea», «Catastrophe Maritime». El buque había llegado a las costas españolas con 67 tripulantes y 162 pasajeros, la mayoría rusos y polacos que buscaban poner tierra de por medio con los esbirros del zar. En Coruña se subieron otros 51 emigrantes (40 gallegos, 10 asturianos y un leonés), además de un cocinero, saldando así la cuenta de 281 ocupantes. Quedaban dos escalas más —Vilagarcía y Vigo— antes de partir a sus últimos destinos: Montevideo y Buenos Aires.

Pero antes de continuar repasemos el contexto.

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Los cuarteles generales de la Norddeutscher Lloyd en el puerto de Bremen

Como se dijo, el SS Salier era un buque trasatlántico propiedad de la Norddeutscher Lloyd, una compañía con sede en Bremen que desde su constitución en 1857 por los comerciantes Hermann Henrich Meier y Eduard Crüsemann había transportado a cientos de miles de emigrantes a los cinco continentes.

Su flota era impresionante, imponente. Alemania estaba viviendo entonces lo que los historiadores llaman Gründerzeit o Época de las Fundadores: una nueva edad de oro auspiciada por la égida del káiser Guillermo I y su hombre fuerte el canciller Otto von Bismark. En este clima de auge económico e industrial tuvo lugar en 1875 la construcción del SS Salier, penúltimo de los 13 buques que habrían de conformar la Strassburg-Klasse, serie que supuso el despegue de la expansión internacional de la compañía y que se fortaleció pocos años después con los 11 barcos pertenecientes a una nueva colección: la Flüsse-Klasse. Semejante poderío le mereció que en 1890 fuera considerada la segunda naviera mundial, solo superada por la británica Peninsular and Oriental Steam Navigation Company con una sola tonelada de ventaja: 21.603 contra 21.602.

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Un cartel que refleja las ansias de expansión global de la compañía teutona

[Y ahora un inciso para una curiosidad: en uno de los barcos de la Flüsse-Klasse, el SS Eider, viajó en 1885 de Bremen a Nueva York un joven aprendiz de barbero que al llegar a América inscribieron como Friedrich Trumpf y se dedicó a montar burdeles y tugurios de mala muerte para buscadores de oro; su hijo Fred prosperó en el más lucrativo negocio de los bienes raíces; y aun mejor le fue a su nieto Donald, de rubicunda cabellera… ¿pero qué vamos a decir de él si tres cuartos de planeta parecen estar pendientes de su siguiente ocurrencia tuitera?]

El Salier tenía una longitud de 107 metros (le saca 37 al Air Force One) y una manga de casi 12. Su arqueo era de 3.214 toneladas y su velocidad de 13 nudos. Contaba con una sola chimenea y dos mástiles. Había sido construido por la compañía inglesa Earle’s Shipbuilding & Engineering Co. Ltd. en Kingston upon Hull, una histórica ciudad de tamaño medio situada en la región de Yorkshire, al norte de Inglaterra.

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En estos astilleros ingleses se construyó el Salier en 1875

El 8 de septiembre de 1875 efectuó su viaje inaugural de Bremen a Nueva York (y pudo presumir de su capacidad para 142 pasajeros de primera clase y 800 de tercera), mientras que el 1 de abril de 1876 se estrenó en la ruta a América del Sur: dos travesías que fue alternando a lo largo de la mayor parte de su existencia. Además, tuvo el honor de ser el primer vapor de la Norddeutscher Lloyd en llegar hasta Australia, abriendo el servicio en 1886. El trasatlántico estaba viviendo entonces su época de esplendor entre elogios al savoir-faire de la oficialidad y a su propia rapidez y prestancia.

Sin embargo, en 1896 los días de vino y rosas eran cosa del pasado. El barco había sufrido diversas reformas y ya solo cabían 63 pasajeros de primera clase por 30 de segunda y 644 de tercera. Es más, se estaba ultimando su venta a una firma italiana, con lo que este iba a ser su último viaje con la Norddeutscher Lloyd. Había zarpado de Bremen el 28 de noviembre y llegado a Coruña el 7 de diciembre con dos jornadas de retraso sobre el programa previsto por culpa de un fuerte temporal que, a la altura del golfo de Vizcaya, le había hecho perder dos botes salvavidas y ocasionado averías en la obra muerta. El trasatlántico estaba a las órdenes del capitán H. Wempe, de 40 años, con fama de experimentado y buen conocedor de estas costas. Era su segundo viaje con el Salier, del que había tomado el mando el 20 de agosto en una salida a Baltimore. En el momento de zarpar de Coruña a Vilagarcía el mal tiempo había amainado. Fue una falsa tregua: por la noche los vientos eran casi huracanados.

Después, el silencio.

Hasta que decenas de cadáveres y multitud de objetos y partes de la embarcación empezaron a llegar a las calas y playas de Xuño, Carreira, Sálvora o Pobra do Caramiñal: un macabro fenómeno que se prolongará bastantes meses. A principios de enero de 1897, algunas noticias afirman que se ha localizado el pecio en posición casi vertical, y no en As Basoñas como se dijo, sino en el bajo de Praguiña, mucho más cercano a la punta del cabo… Viéndolo en retrospectiva sospechamos que lo que encontraron no fue el correo alemán sino el francés Dom Pedro, hundido en ese punto apenas un año y medio antes, el 27 de mayo de 1895. Pero qui lo sait.

Uno de los cuerpos del que se confirmó su aparición fue el del capitán Wempe. Lo enterraron junto a otras tres niñas náufragas que no se pudo identificar en la iglesia de Santa Mariña de Xuño. Cuentan que al alcanzar la orilla, guarecido por un salvavidas, traía el reloj todavía en hora.

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Abajo, el naufragio imaginado por Antonio de Caula en una ilustración publicada ya el 22 de diciembre

En el momento de publicar este post aún no nos hemos sacudido la tristeza de encima. Es jueves 8 de diciembre de 2016 y se cumplen 120 años exactos de la mayor catástrofe marítima en los bajos de Corrubedo y una de las más grandes de Galicia, superando en número de víctimas a siniestros tan mediáticos como el HMS Serpent y el vapor Santa Isabel. Sin embargo, ni una reseña en la prensa de hoy, ni un recuerdo a los muertos, lo que acentúa —nos da la sensación— su condición de estrella ausente o pieza cobrada por el implacable ojo cinegético de la soledad.

En fin. Nosotros sí haremos nuestro tributo a los náufragos. Al menos, a los que ha recopilado el esforzado periodista anónimo de Gaceta de Galicia. Que fueron: Manuel Otero Pérez, Feliciano Francisco, Felipe Aladro Calvo, Generosa Montes y una hija, Apolinar Rodríguez, Lope González Lagares, Ángel Caviella Rivera, José Manuel Vázquez y un hijo, Juan Faraldo López, Cándido Sánchez Pereira, Carmen García, Manuela Eiroa Pardiñas, Carlos Mompín, Antonio Miranda Álvarez, Rosenda Baamonde, Manuel Rodríguez Viño, Antonio María Caldeira, José Freire Otero, José Franco, su esposa y un hijo, Felipe Expósito, Josefa Fernández, Antonio Balado Pérez, Antonio Montenegro, Josefa Mosquera, Manuel Quende, su esposa y dos hijos, Josefa Rey, María Josefa Hermida, Juana Tomé Rodríguez, Manuel Varela, Josefa García Neira, Cándida Estrada, Rosendo Valle, su esposa y dos hijos, Gerardo Feito, José Otero Pérez, Avelino Llamedo Estrada y Jesús López Torres. 

Que en paz descansen.

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Gaceta de Galicia hace un meritorio recuento de los pasajeros que embarcaron en Coruña