
En el primer barco español que dobló el cabo de Buena Esperanza, al sur de África, iban dos de Corrubedo.
No… No nos estamos refiriendo a la nao Victoria con la que Juan Sebastián Elcano, viniendo del Índico, estaba a punto de completar la circunvalación del globo: proyecto financiado por la corona de Castilla que había liderado Fernando de Magallanes hasta que a este lo mató una tribu en las Filipinas.
Hablamos de la primera nave que rodeó aquel peliagudo escollo desde que España es considerada un único reino o estado (asunto discutido: para unos fue con los Austrias y para otros con los Borbones; en cualquier caso, antes de lo que vamos a relatar).
Aquel barco se llamaba Nuestra Señora del Buen Consejo. El hito ocurrió el 18 de noviembre de 1765, cuando, viniendo del Atlántico, el navío encaró el legendario cabo de las Tormentas para dirigirse al mismo archipiélago donde el arriba mencionado explorador portugués sucumbió a las espadas, las lanzas y las flechas envenenadas de los lugareños.
Y nos reafirmamos.
Lo tenemos documentado.
Entre las cuatrocientas y pico personas que iban a bordo del Buen Consejo había dos corrubedanos. Sus nombres eran Vicente Rodríguez y Diego Sayar… Y, curiosamente, no viajaban como marineros…
Sino como misioneros.

Pongámonos en situación.
España no osaba navegar por aquellas latitudes sudafricanas porque lo tenía vetado. Tanto el viejo tratado de Tordesillas de 1494 como los de Münster (1648) y de Utrecht (1711) habían restringido tal posibilidad, con lo que la única ruta marítima de conexión con su colonia más lejana (las Filipinas, claro) suponía tener que atarse bien los machos y aventurarse a un viaje interminable que empezaba cruzando el Atlántico hasta América y, tras atravesar aquel continente, continuaba por el Pacífico.
El primer trayecto era conocido como Flota de Indias. El último, como Galeón de Manila. Pasajeros y mercancías debían embarcar en Acapulco para enfrentarse a tres fatigosos meses extra de navegación por un océano inconmensurable hasta la capital colonial.
En la primera mitad del siglo XVIII se esbozaron varias tentativas de abrir una ruta directa en dirección este: de la metrópoli a las Filipinas, pasando inexorablemente por el cabo de Buena Esperanza [para el canal de Suez aún faltaba]. Ahora bien, a cada hora de la verdad (y las hubo en 1732, 1733 y 1736), la monarquía española siempre acababa por desistir del empeño, presionada por holandeses e ingleses que enarbolaban los tratados de Tordesillas, Münster y Utrecht para ahuyentar la tentación.
Y en estas, llegó Carlos III.

Y el tío reflotó el proyecto y encomendó la misión a un barco de guerra de la Armada.
Estamos en 1764. Los preparativos debían ser realizados con el máximo sigilo, comenzando por localizar el buque apropiado. Tras descartar alguna otra opción, no tardaron en decantarse por el Buen Consejo: un navío de sesenta cañones y dos cubiertas botado en 1761 que había sido comprado en Génova por 60.000 pesos.
Ahora, lo más difícil: para orientarse por aquellas —a ojos españoles— desconocidas costas meridionales había que contratar a pilotos expertos, ya fuesen holandeses, suecos, franceses o ingleses. Algo nada sencillo si a la vez se quería mantener el secretismo en la operación.
Mientras se buscaban candidatos, el resto de tareas, trámites y gestiones continuó. Para gobernar la nave se designó al capitán de fragata Juan de Caséns. El barco fue fondeado y pertrechado en la bahía de Cádiz. Se escogió a la tripulación y a una guarnición de soldados que habrían de fortalecer el contingente militar en la colonia filipina. Se estibó un cargamento formado por fierro en bruto, vino, aceite y dos mil fusiles de estreno. Por fin, el 5 de marzo de 1865 se presentaron en la ciudad andaluza los pilotos elegidos: los galos Joseph-Marie Mabille y Jean Marquay, curtidos en los mares de China. Tres días después, la nave zarpó.
Y aún tuvo que intentarlo otras dos veces hasta que el 15 de marzo de 1765 pudo por fin emprender el rumbo con la vista puesta en el sur del continente africano. A bordo viajaban 467 personas. La tripulación estaba compuesta por 277 personas, entre marineros, artilleros, grumetes, pajes o criados. La guarnición, por 175 efectivos: oficiales mayores, guardamarinas, oficiales de artillería, sargentos de guarnición, tambores, soldados, cabos de escuadra…
También iban quince pasajeros. Todos, misioneros de la orden de San Agustín…

Son contados los datos biográficos que tenemos de Diego Sayar y Vicente Rodríguez. Sabemos que nacieron en Corrubedo con un año de diferencia: el primero en 1741 y el segundo en 1742. Y que ambos ingresaron en 1762 en el colegio-seminario de Valladolid: institución fundada en 1743 al objeto de formar misioneros agustinos con el fin expreso de destinarlos a las Filipinas.
Y es que la presencia de esta orden religiosa en aquellas islas se remonta al mismísimo momento en que recibieron tal nombre. O, más bien, el de Felipinas, en honor del joven príncipe que terminaría por reinar como Felipe II. Así las bautizó en 1542 el marino Ruy López de Villalobos cuando desembarcó para un (fallido) intento de colonización. Cuatro agustinos estaban con él.
Tuvieron que pasar dos décadas para que aquellas remotas tierras recibieran una nueva expedición, esta del almirante Miguel López de Legazpi, quien arribó en 1565 acompañado de cinco frailes. Uno de ellos, Andrés de Urdaneta, fue quien fundó la Provincia Agustiniana del Santísimo Nombre de Jesús de Filipinas y dio inicio a una intensísima labor evangelizadora que se prolongaría durante cuatro centurias, recabando la participación de más de tres mil misioneros agustinos que lo dejaron todo para ir hasta allí. Como Diego Sayar, Vicente Rodríguez y los otros trece monjes del Buen Consejo.

Las contrariedades no tardaron en producirse. A la altura de la isla de Cabo Verde se registró una vía de agua de origen desconocido, lo que obligó a alterar el rumbo y hacer una escala imprevista en Río de Janeiro. Llegaron el 23 de mayo y, hechas las reparaciones, la nave reemprendió la marcha el 12 de octubre. Quedaron en la localidad carioca dos muertos y treinta y dos desertores.
El 18 de noviembre, la expedición se enfrentó al fabuloso cabo de Buena Esperanza, aquel que, desde la óptica europea, había sido descubierto en 1488 por el portugués Bartolomeu Dias, quien lo bautizó como cabo das Tormentas merced a las violentas tempestades que él y su tripulación tuvieron que sufrir. Sin embargo, cuando regresaron al país luso y el navegante narró su peripecia, el rey João II decidió cambiarle el nombre: a su juicio, representaba la esperanza de llegar por mar a La India… la misma aspiración que pondría en práctica cuatro años después un tal Cristóbal Colón, pero yendo en el otro sentido… y fracasando.
Un oficial del Buen Consejo, el coruñés Juan de Lángara, dejó constancia del paso por aquel enclave en el cuaderno de navegación. Hela aquí, escrita de su puño y letra:


El viaje continuó. El 21 de diciembre la nave fondeó en islas Mauricio. Allí quedaron varados esperando la llegada del monzón. El 9 de mayo pudieron seguir camino. Driblaron varias islas (Java, Lucipara, Pulo Taya, Pulo Aor, Pulo Cóndor, Pulo Zapara…) hasta que, tras casi catorce meses de travesía, el Buen Consejo entraba en la localidad filipina de Cavite a las cuatro de la tarde del lunes 9 de junio de 1766.
Reto conseguido.
Luego llegaría el trayecto de regreso, pero esa es otra historia que se escapa del objeto de este blog. Simplemente comentar a modo de curiosidad que el cargamento del barco incluyó mercancías tan exóticas como biombos y kimonos. Y que el éxito de la aventura animó a las autoridades españolas a repetir experiencia: hasta 1784 se hicieron otras trece expediciones similares. Todas, dejando a babor el cabo de Buena Esperanza en el viaje de ida para volver a saludarlo en el de vuelta por la banda de estribor.
Sea como fuere, nosotros vamos a quedarnos en Filipinas y contar lo que le deparó el destino a nuestros dos paisanos.

La clave figura en esta publicación: Catálogo de los religiosos de Nuestro Padre San Agustín de la Provincia del Santísimo Nombre de Jesús de Filipinas desde su establecimiento en estas islas hasta nuestros días, con algunos datos biográficos de los mismos, impreso en Manila en 1864.
Su larguísimo título no podía ser más revelador de lo que nos topamos hojeando sus páginas: innumerables listas de nombres de frailes salpimentadas con breves apuntes sobre sus vidas, principiando por los de la expedición que lideró el almirante Miguel López de Legazpi en 1565. Nosotros vamos a avanzar dos siglos y detenernos en la página 194:

Como veis, ya en el encabezamiento se indica que fue la primera misión que vino por el cabo de Buena Esperanza. A continuación arranca el listado de identidades de los quince monjes que viajaron a bordo de Nuestra Señora del Buen Gobierno.
No está demás señalar que, aparte de los dos corrubedanos, también iban un par de frailes originarios de pueblos de la redonda: Juan Villa, de San Martiño de Oleiros; y Francisco Martínez, de San Xián de Artes.
Pero vamos a lo nuestro:

Aunque la errata del topónimo pudiera inducir a confusión, su singular apellido no deja duda. El primer corrubedano reseñado es Diego Sayar, nacido en 1741.
En Filipinas emprenderá una enérgica labor misionera que lo llevará por varios pueblos de la región de Ilocos, al norte del archipiélago: Santa María, Tagudin con Santa Cruz, Pidig, Sarai con Vintar, y San Nicolás. Murió en este último enclave con 55 o 56 años.

Fray Vicente Rodríguez, nacido en 1742, no tuvo una vida tan dilatada. Falleció en la isla de Leyte, situada al este, poco después de cumplir los treinta.
Quién sabe si, en su último aliento, un fogonazo de luz en la memoria, un recuerdo postrero, lo transportó a aquel pueblo de la infancia que nunca más pudo volver a ver. Su cabo gallego de las tormentas.

[Algunas fuentes consultadas: Religiosos de N. P. S. Agustín de la Provincia del Smo. Nombre de Jesús de Filipinas, «La Armada en el Cabo de Buena Esperanza. La primera expedición del navío Buen Consejo, 1765-1767» (Carlos Martínez Shaw y Marina Alfonso Mola, Anuario de Estudios Atlánticos, número 59) y «El comercio de biombos en el Pacífico (1582-1785)» (Alberto Baena Zapatero)]
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