Ulises quería escuchar el canto de las Sirenas, así que, para evitar su mortífero embrujo, hizo amarrarse al mástil de su barco. Mientras el resto de tripulantes tenía los oídos taponados con pedazos de pan de cera, él, bien atado al palo de manos y pies, pudo obtener lo que ningún humano había logrado hasta entonces sin perecer en el intento: oír la hechizante voz de estas criaturas mitad mujer mitad pájaro, y seguir viaje.

A principios del siglo XX, en aguas gallegas, un viejo marinero corrubedano sufrió una experiencia que, en cierto modo, nos recuerda el famoso episodio de la Odisea de Homero. En su caso, la decisión que tomó no obedecía a la tentación de lo prohibido sino a la angustia más primaria. Pero si fallaba, si las cosas no salían bien, la consecuencia iba a ser la misma que si hubiese fracasado el envite del héroe griego: una muerte cierta en el mar.

Por suerte, veintisiete horas después, se obró el milagro.

El Norte de Galicia, 20 de enero de 1904

La descripción más detallada del suceso que nos disponemos a evocar la hallamos en la primera página del periódico lucense El Norte de Galicia del martes 20 de enero de 1904. La crónica retrotrae los hechos a cuatro días antes, 16 de enero.

Ese viernes, cerca de las cuatro de la tarde, un pesquero de Bouzas llamado Cardenal Cisneros avistó siete millas al oeste de las islas Cíes una pequeña embarcación con un trapo izado al tope de un palo. El patrón Francisco Reiriz ordenó detener la marcha y aproximarse a ella y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, la tripulación observó cuatro cosas: que la embarcación era una chalana, que el palo era un remo, que el trapo era un pañuelo blanco y, por último, que dentro había un hombre tumbado y amarrado con una cuerda.

Dos marineros saltaron al bote y cortaron las ligaduras del individuo. Acto seguido, lo subieron al Cardenal Cisneros y ataron la chalana por la popa al pesquero.

¿Qué le había sucedido para verse en semejante situación? Al principio el hombre estaba tan exánime que apenas podía hablar. Ni siquiera tragar saliva. Pero luego de recibir los auxilios de sus auxiliadores recuperó las energías suficientes para contar su historia.

Que empieza, cómo no, en Corrubedo

El hombre había zarpado de Corrubedo en la madrugada del jueves para pescar camarones. Hasta la una y media de la tarde todo había ido bien, pero entonces comenzó a soplar el norte con saña y a levantarse mucha mar. El hombre decidió regresar a casa.

Ahora bien, por mucho que remaba, el viento y las olas lo alejaban más y más de la costa. Humano y fuerzas de la naturaleza estaban reviviendo ese duelo desigual en el que el primero casi siempre lleva las de perder. Llegó un momento en que quedó sin fuerzas. Entonces fue cuando colocó uno de los remos a modo de mástil y ató un pañuelo en la punta. Y, con sus últimos redaños, se amarró a la chalana con una cuerda para que no lo llevase un golpe de mar.

Pasó la tarde. Pasó la noche. Pasó la mañana. Por momentos el hombre pensó que no podía resistir. Tenía la ropa mojada. Temblaba. Hasta que, veintisiete horas después de comenzar la pesadilla, fue divisado por el Cardenal Cisneros siete millas al oeste de las islas Cíes.

Camilo Pérez Campaña, que así se llamaba el hombre, se había librado de una muerte cierta. Tenía 57 años.

El suceso en la versión de Gaceta de Galicia (26 de enero de 1904)

Camilo llegó a Bouzas y allí recibió la solidaridad del dueño del Cardenal Cisneros, Paulino Freire Piñeiro, quien le proporcionó ropas, alimento, albergue y dinero en metálico. El sábado se desplazó a Vigo acompañado del patrón Francisco Reiriz. El comandante de marina en la ciudad, José Ruiz de Rivera, le obsequió con cinco pesetas de su pecunio personal, y otro tanto hizo Antonio Sanjurjo Badía, presidente local de la Sociedad Española de Salvamento de Náufragos.

Y así, nuestro convecino pudo regresar a Corrubedo y reencontrarse con su mujer —con la que estaba casada de segundas nupcias— y sus cuatro hijos, quienes a buen seguro ya le daban por muerto.