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Un muro de piedra rodea la casa que Gallego construyó aquí a principios de los 70

Si escribimos que Corrubedo es un lugar predilecto entre el gremio de los arquitectos a la hora de dejar volar su imaginación no estamos descubriendo la pólvora. Basta con ir a Google Imágenes y teclear las palabras correctas y se os desplegará una profusión de fotografías y hasta planos de edificaciones concebidas por un poker de profesionales/artistas premium que han escogido nuestro entorno/paraíso no ya para ejecutar por encargo un proyecto cualquiera sino para diseñar sus propias viviendas, que es cuando uno pone toda la carne en el asador.

Hoy toca hablar del primero de ellos. El primero, porque de los cuatro fantásticos fue el primero en llegar. Y el primero porque se da la circunstancia de que hace pocos días que se inauguró en Vigo una retrospectiva de su trayectoria. Nos referimos a Manuel Gallego Jorreto, nacido en Carballino en 1936, Medalla Castelao en 1996, Premio Nacional de Arquitectura en 1997, Medalla de Oro de la Arquitectura en 2011, Premio en la XII Bienal Española de Arquitectura y Urbanismo en 2013 y un interminable etcétera (le habríamos dado la Copa Bar Pequeño si nos hubiésemos atrevido).

La exposición se titula Arquitectura 1969-2015 y está organizada por la Fundación Barrié en colaboración con el estudio del autor. La forman 22 obras, las más descollantes de su portfolio: el Museo de Bellas Artes de A Coruña, el Museo de Las Peregrinaciones de Santiago de Compostela, el Complejo Presidencial de Galicia, el Centro Cultural de Ourense, la Lonja de Lira… Y antes en el tiempo y en el espacio que cualquiera de ellas, la casa de vacaciones en Corrubedo: su carta de presentación, edificio rompedor, distinto, raro, que fue construido entre 1970 y 1971 y —paradoja singular— apenas llama la atención mimetizado como está con la verde pendiente en que se enclava sobre la playa de A Ladeira.

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La exposición organizada en Vigo por la Fundación Barrié consta de 22 obras

Pues sí. Al poco de abrir su estudio en A Coruña allá por 1967 se embarcó en este proyecto en el que quiso escanciar la esencia de su vis creativa tras forjarse en Madrid los cuatro anteriores años (1963-1966) bajo el Ojo de Sauron de quien fue su mentor, Alejandro de la Sota, figura legendaria en el ramo cuyo Gimnasio Maravillas fue capaz de dejar mudo —m-u-d-o— de admiración contemplativa una veraniega mañana de 1965 que sucedió a una memorable noche regada con Vega Sicilia cosecha del 56 (800 euros la botella en los sitios especializados en venta online de vinos vintage) al mismísimo Ludwig Mies van der Rohe: maestro de maestros, ser superior que diría Butragueño, alguien que con solo pronunciar su nombre ante un arquitecto lograrás una reacción similar a si invocas el santo apellido de Diego Armando al oído de un argentino.

Dicen los que entienden de esto (nosotros no tenemos ni puta idea) que la vivienda familiar de Corrubedo es «puro Sota en su laconismo constructivo». Un cerco de piedra rústica y dentro poco más que un galpón del que se eleva un mirador que otea las dunas cual garza hambrienta de luz estirando el cuello.

Luz. Sí. Luz. La piedra angular de la arquitectura de Gallego. Onda y a la vez corpúsculo que el de Carballino lleva persiguiendo toda su vida desde que siendo un joven estudiante en la universidad madrileña se marchó a vagar por Christiania Oslo, «esa ciudad singular que nadie puede abandonar sin llevar impresa su huella» (Knut Hamsun). Allí empezó a foguearse en 1962 junto a Erling Viksjø, el referente noruego de los años de posguerra, demiurgo de los edificios gubernamentales de la capital escandinava, símbolos del estado de bienestar, algunos de los cuales tuvieron que ser condenados a la demolición por culpa del atentado con coche bomba perpetrado en 2011 por el rubio Anders Breivik, filonazi o directamente nazi como nazis habían sido quienes recluyeron a Viksjø en un campo de concentración entre 1944 y 1945. Podrán pasar décadas pero los círculos siempre se cierran. En este caso para mal.

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El mirador se eleva como el cuello de una garza de esas que suelen parar en el humedal de Corrubedo

También el círculo de Manuel se cerró. Galicia, Madrid, Oslo, Madrid y vuelta a Galicia, donde se instala en 1967 para abrir su estudio coruñés (esto ya lo hemos dicho) y gestar su casa de Corrubedo —primero— y su casa de Oleiros —después— en un tiempo en que él fue su mejor cliente. Y bueno. Luego llegaron los elogios, los encargos, las grandes obras institucionales (he ahí la residencia del presidente Fraga en Monte Pío, reverso luminoso de la Cidade da Cultura), los reconocimientos, la cátedra universitaria, los premios, las charlas, los sabores y sinsabores que nos da la vida hasta llegar a esta exposición prepóstuma que no tenemos excusa para dejar de ver pues estará abierta hasta el 5 de marzo.

Pero no nos repetimos más. Nos alegramos de que nuestro arquitecto protagonista siga gozando de una torrencial energía… y hoy llovió, mas la próxima vez que vayamos a caminar por A Ladeira prometemos detenernos ante esa vivienda extraña pero discreta (la Casa de Pedra do Pino, así la llamamos aquí), despojada de cualquier alarde o signo de ostentación lo mismo que su dueño cada vez que baja al pueblo.

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Vista de la casa desde la playa de A Ladeira. Discreción y ausencia de alardes.

[Algunas fuentes consultadas: página web de la Fundación Barrié (www.fundacionbarrie.org), El País Semanal (edición de 15 de febrero de 2016), La Raíz Vernácula (Luis Fernández Galiano), El día que Mies visitó a Sota (Alberto Campo Baeza)]