
El 27 de mayo de 1895, con tiempo afable, 82 ocupantes del paquebote francés Dom Pedro perdieron la vida tras embarrancar incomprensiblemente en nuestras costas. Diecinueve meses más tarde, el 8 de diciembre de 1896, ocurrió una tragedia aun peor: murieron todos los que iban a bordo del trasatlántico alemán Salier… 281 personas ahogadas en la noche, sin testigos; el mar se pasó semanas regurgitando cuerpos.
Dos naufragios en años sucesivos de vapores de pasaje que viajaban a América. Dos clavos remachados por naciones rivales en la denominada tumba de los ingleses (Lisardo Barreiro dixit). Dos desgracias que acabaron de apuntalar la fama de los bajos de Corrubedo.
Esta fúnebre concatenación de accidentes pudo haber empezado el año anterior. En el otoño de 1894 otro barco experimentó un trance parecido. La nave en cuestión se dirigía al Nuevo Mundo con más de un centenar de pasajeros y solo porque los pescadores locales alertaron del peligro se evitó el desastre.
En la piel del buque quedó una huella. Una marca. Un arañazo de dos metros y medio de largo por medio metro de ancho. Señal agorera advirtiendo de que, en lugar de un simple rasguño, a la próxima las heridas podrían ser mucho más graves. Y aun más a la siguiente.

«Al entrar ayer en la ría de Villagarcía, Galicia, el vapor Ramón Larrinaga, chocó con una piedra, teniendo que fondear precipitadamente en el puerto haciendo agua.
Se ha procedido á instruir sumaria en averiguación de las causas del choque».
El texto pertenece al periódico El Heraldo de Madrid. Se publicó el martes 16 de octubre de 1894. Tuvo como protagonista al vapor Ramón de Larrinaga, obligado a fondear precipitadamente en Vilagarcía tras chocar con una piedra.
Antes de entrar en detalles, vamos con las características del buque accidentado. El Ramón de Larrinaga fue construido en Glasgow en 1889 por la compañía escocesa Charles Connell & Co. Poseía 106 metros de eslora, 12 de manga y 7,7 de calado. Su arqueo de registro bruto eran 3.058 toneladas. El motor, de triple expansión, había sido diseñado por J. & G. Thomson. La nave había sido un encargo de la casa armadora Larrinaga Steamship Co., con sede en Liverpool.
Liverpool, sí. Porque la naviera, imprimada de materia gris vasca, puso una pica en la ciudad donde nacerían los Beatles. El mérito lo tiene el hombre del que nuestro barco heredó su nombre: Ramón de Larrinaga, un joven capitán de Mundaka que en 1861 se instaló con su esposa en una pensión de St. Paul’s Square. Un año después, Ramón se alió con su cuñado José Bautista de Longa y con José Antonio de Olano para fundar Olano, Larrinaga & Company, propietario de una flota de barcos —primero de vela y, tras la apertura del canal de Suez, de vapor— especializada en el transporte de mercancías de Europa a América y Filipinas. Operaban desde el puerto inglés con bandera española.

Larrinaga no pudo ver nuestro barco. Falleció un año antes de su construcción y seguramente por eso el buque recibió su nombre en homenaje.
Examinando su hoja de servicios, observamos que en 1892 se produjeron los dos hitos más reseñables antes de tropezar con nuestros bajos. En febrero, un incendio en el muelle de Bramley-Moore, en Liverpool, afectó al barco quemándole mástiles, vergas y cargamento de algodón e hiriendo a su capitán. Y en noviembre, mientras navegaba a Nueva Orleans, rescató a la tripulación del bergantín estadounidense Sparkling Water tras zozobrar en el Atlántico norte: por la gallardía demostrada la dotación del Ramón de Larrinaga fue recompensada.

Pero vamos con el accidentado viaje que nos trae aquí.
El vapor se dirigía a Cuba y Puerto Rico. El 11 de octubre de 1894 había zarpado de A Coruña (antes había estado en Liverpool y Santander) con destino a Vilagarcía, última escala europea antes de emprender rumbo a América.
Transportaba más de un centenar de pasajeros, todos gallegos al parecer, en tanto que la tripulación era mayoritariamente bilbaína. También llevaba una «fabulosa» carga, de la cual lo único que hemos averiguado son 191 cajas de conservas (pimientos y tomate) embarcadas en el puerto cántabro.

El incidente esbozado en El Heraldo de Madrid también fue referido por otros periódicos como La Correspondencia de España o El Siglo Futuro o los británicos Glasgow Herald y Lloyd’s List.
Ninguno de ellos proporcionó apenas nueva información. Pero sí lo hizo el diario compostelano Gaceta de Galicia, ya que uno de sus redactores tomó la iniciativa de moverse a Vilagarcía en busca de más datos. Su crónica, publicada el 17 de octubre, precisa el lugar donde se desarrolló el suceso: «los bajos de Currubedo». Y esto es lo que dice sobre cómo ocurrió:
«La noche estaba completamente cerrada de niebla hasta el extremo de que con gran dificultad se divisaba de proa el farol de popa. Al entrar el barco en el canal que forman las peñas del lugar indicado se notó una pequeña dificultad en la marcha que era producida por un roce en la parte derecha de estribor. Dos pescadores que á la sazón se hallaban allí avisaron el peligro que corría el barco y el capitán mandó retroceder; al ejecutar esta operación fué cuando se verificó la principal avería. Esta consiste en una brecha de dos metros y medio de largo por medio metro de ancho».

Hasta cuatro buzos estuvieron trabajando en la reparación de la brecha, dos de ellos llegados directamente desde Bilbao. Los arreglos duraron dos semanas. El Ramón de Larrinaga retomó su viaje a principios de noviembre y el día 13 arribó felizmente a San Juan de Puerto Rico.
Y así la nave pudo seguir al servicio de Larrinaga Steamship Co. durante más de dos décadas: hasta 1917, cuando fue vendida a la sociedad Hijos de José Taya, con base en Santander. Un año después, su vida se extinguió del mismo modo que tantos otros buques por esas fechas: torpedeado por un submarino alemán. En su caso, el U-92, a las órdenes de Günther Ehrlich. Sucedió el 13 de julio de 1918 a 180 millas del cabo Fisterra. Hubo ocho víctimas.

Para despedirnos volvemos de nuevo atrás. Hasta la primavera de 1895, seis meses después del suceso.
Y lo hacemos porque en La Voz de Galicia nos topamos una página bastante interesante. En ella, José Longueira, agente de la compañía de seguros La Unión Comercial con un poderosísimo olfato para la autopromoción, remitió al director de aquel diario coruñés un escrito firmado por un tal C. Panizza en el que este acusaba recibo de 12.615,70 pesetas «en pago de la avería sufrida por las mercancías que últimamente aseguré en el vapor Ramón de Larrinaga». Su texto se deshacía en elogios hacia la casa aseguradora por su celo y facilidades a la hora de abonar una indemnización que, suponemos, estuvo motivada por el accidente en nuestros bajos.
¿Una curiosidad menor? Seguro. Lo realmente llamativo viene después. Porque justo tras esas cuarentaytantas líneas de autobombo publicitario a cuenta de La Unión Comercial aparece otra noticia que refrenda nuestra fe en las coincidencias… Llena prácticamente trescientas líneas para explicar los pormenores de un suceso que nos manda de vuelta a la primera frase de este post: el naufragio del Dom Pedro en Corrubedo.
Había ocurrido dos días antes.

[Algunas fuentes consultadas: «Ramón de Larrinaga» (Vida Marítima), «The Larrinaga Family: from Mundaka to Liverpool» (Imperial Entanglements) y «Los Vascos de Liverpool» (Euskonews)]
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