
Mil doscientos cincuenta metros. Igual que caminar desde el Empire State Building hasta el Chelsea Hotel. Solo que, en vez de rascacielos, cláxones y taxis amarillos, se sacian los sentidos de mar, de sal, de hectáreas de arena tenue como la sombra de un verso. De aire sin encajonar.
Así es A Ladeira.
A Ladeira. Que arranca justo donde un arquitecto madrileño y la sobrina del poeta favorito de Leonard Cohen escogieron crear de la nada su segundo hogar (eran principios de los años ochenta). Que remata en A Ferreira, esa gigantesca piedra en que el caballero Don Juan Manuel Montenegro decidió esperar a la muerte según cuenta Valle-Inclán en sus Comedias Bárbaras.
Arenal lírico, pues. Arenal mágico. De resonancias míticas. Arenal duro, también. Destino de bienes derrelictos traídos por las olas en busca de dueño. De cetáceos perdidos y medusas traicioneras. De barcos escupidos por la furia de algún temporal: el Alk, el Debonair, la goleta Dichosa estrellándose contra las rocas.
A Ladeira. Donde nace la vida alada, ángel guardián de las dunas, edén de los tomadores de sol. No pierde el vigor, qué va, en los meses largos de invierno. Incluso en las noches frías es posible divisar diminutos puntos verdes dibujando la suave curva de la playa: son los señuelos fluorescentes en las cañas de los pescadores a la caza de algún sargo o de una buena lubina.
A Ladeira. Donde se echan las redes y las tablas se deslizan hendiendo el mar. Surf, windsurf, kitesurf… su capacidad de reinventarse no tiene límites. A Ladeira. Donde los paseantes solitarios se vienen a cavilar. Donde las parejas de enamorados pueden soñar despiertas.
A Ladeira. Un paraíso 24/7. Hoy. Ayer. Siempre.















Deja una respuesta