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Se busca al hijo raptado de Charles Lindbergh, aviador de fama mundial

El niño no estaba en la cuna cuando a las diez de la noche del martes 1 de marzo de 1932 la nurse de la familia Lindbergh, Betty Gow, regresó a la habitación. Sobre la ventana, una nota solicitando un rescate de 50.000 dólares. Comenzaba así el secuestro más mediático en la historia de la humanidad desde que Paris raptó a Helena de Troya, un drama que tuvo en vilo al mundo entero… ¿Y esto qué tiene que ver con Al Capone? Nada. ¿Y esto qué tiene que ver con Corrubedo o con Andrés Ageitos García, el héroe/villano protagonista de esta trilogía? Nada.

¿O sí?

[Viene de la segunda parte]

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El epílogo de un drama de bandidos en Nueva York y una imaginación desaforada

El Pueblo Gallego. 11 de julio de 1934. En portada y en mayúsculas: «UN PROCESO SENSACIONAL». Si no hubiese muertos de por medio se nos saltarían las lágrimas ante la paja mental que han sido capaces de hacerse en este periódico.

En las dos primeras partes (véanse  y ) nos hemos explayado en abundancia acerca de lo que la prensa de Nueva York escribió de los hechos por los que va a ser juzgado Andrés Ageitos García, paisano nuestro. Y la verdad, cuesta comprender cómo en un simple proceso de traducción pudieron retorcerlos tanto, como si el trasvase idiomático hubiese sufrido las interferencias de una película de Paul Muni o de George Raft, los actores gangsteriles más famosos de la época.

Y eso que el texto de la noticia empieza bien. Anunciando para ese mismo día, miércoles 11, la causa contra el corrubedano en la Sala de lo Criminal de la Audiencia de La Coruña. Pero ya debiéramos sospechar del carácter altamente sugestionable del periodista al leer lo que dice a continuación sobre el juicio: «tiene gran interés, porque los hechos encierran uno de los sangrientos y peliculescos [¿qué os decíamos?] dramas de bandidaje de la gran metrópoli newyorkina».

Y bueno… nuestros ojos fueron abriéndose de par en par a medida que avanzábamos por los siguientes párrafos: «A las diez de la noche del día 15 de febrero de 1932, tres individuos desconocidos, ocupando un taxímetro, se dirigieron a un gran comercio de mercería, establecido en la calle de Amsterdam, situado en la parte norte de New-York. La policía tuvo a tiempo el chivatazo y tomó sus precauciones para atrapar la banda. Varios agentes, al mando de un jefe, se apostaron en el interior del establecimiento y esperaron pacientemente la llegada de los que iban a asaltar. Efectivamente, las sospechas eran ciertas y los tres malhechores se vieron sorprendidos, y como en todas estas ocasiones se trabó un verdadero combate entre la autoridad y ellos, cruzando de una a otra banda interminable número de disparos. Los bandidos lograron meterse nuevamente en el auto, que veloz se dio a la fuga perseguido por los policías. En esta huida desesperada, cruzaron, con exposición a numerosos choques, las calles y callejuelas del barrio, sembrando el pánico a su paso, hasta que el vehículo perseguido logró arribar al corazón de la ciudad, al enloquecedor tráfico de Broadway, donde se perdió su pista. En la batalla sostenida en la calle de Amsterdam, los bandidos desde la calle y los policías parapetados en el interior del gran comercio, llevaron la peor parte los agentes de la autoridad, pues de ellos resultó muerto el oficial, James R. Godwin».

Chivatazos, emboscadas, intercambios de tiros, peligrosas persecuciones en coche con (y esto ya es de nuestra cosecha porque nos hemos puesto a tono) violento chirriar de neumáticos y carritos de bebé saltando por las aceras… Lo dicho. Entre una de Bogart y otra con Steve McQueen.

Y la cosa aún sigue, pero vamos a resumir: tras días y días de investigación sin descanso la Policía norteamericana logró detener a un sujeto que afirmó llamarse Andrés Sampedro y tener nacionalidad argentina. Hombre sereno, el sospechoso supo sobreponerse al cerco de acusaciones y zafarse de lo que se le venía encima quedando en libertad hasta que una «linda muchacha» llamada Mary Hawkins, amante del detenido, acudió a los agentes de la ley y desveló la verdadera identidad del malhechor… que no era otro que nuestro Andrés Ageitos, Appa Santos como nom de guerre. Este, claro, no había perdido el tiempo y entretanto llegó a España con la ayuda de un hermano. Los yanquis siguieron sus huellas y solicitaron su extradición, entrando en acción la Guardia Civil de Santa Uxía de Riveira que, «segura y siempre eficaz» (nos abstenemos de colocar aquí un emoticono), detuvo al tipo en Corrubedo en diciembre de ese año 1932, metiéndolo en prisión.

«¿Es culpable de la muerte de que se le acusa? ¿Tomó, efectivamente, parte en el asalto en que murió el jefe de policía? ¿Fué quizás el temor a ser descubierto por otros hechos lo que le indujo a la fuga, o el miedo a ser declarado culpable, siendo inocente? ¿Ha sido verdad la declaración de su amante, o un acto provocado por el despecho de verse abandonada?». Son preguntas retóricas que se hace el redactor.

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Vista suspendida hasta que lleguen los yanquis

El Pueblo Gallego. 12 de julio de 1934. Las dudas existenciales del atribulado periodista no tendrán respuesta de momento puesto que la vista contra Ageitos ha quedado suspendida a la espera de los agentes norteamericanos que van a testificar (agentes que, como vimos al final de la segunda parte, aún embarcarán el 21 a bordo del Leviathan). El diario vigués calcula que llegarán a Coruña el próximo 29 y aventura que el juicio podrá tener lugar en los primeros días de agosto. No se va a equivocar demasiado.

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Andrés Ageitos se pronuncia por carta

Heraldo de Madrid. 12 de julio de 1934. Habla Andrés Ageitos García. Nuestro convecino tiene cosas que decir y manda a la prensa una carta en la que clama contra la injusticia de que está siendo víctima.

Si ya era poco chiste su presunta pertenencia a la banda de Al Capone según os contamos en la primera parte, nos encontramos ahora con su supuesta complicación —que niega en la misiva el acusado— en el secuestro en 1932 de Charles Augustus Lindbergh Jr., primogénito de uno de los más grandes héroes de la aviación que jamás han sido, Charles Augustus Lindbergh, el primer hombre que sobrevoló de continente a continente el océano Atlántico. Si hay algún cinéfilo en la sala probablemente le sonará The Spirit of St. LouisEl Hombre Solitario como la titularon en España, la película en que Billy Wilder recrea la proeza aeronáutica (3.600 millas sin escalas desde Nueva York a París en 33 horas) con James Stewart de protagonista.

El secuestro y asesinato del hijo de Lindbergh, de 20 meses de edad (el aviador pagó el rescate pero el cadáver del pequeño apareció dos meses después muy cerca de su casa) fue uno de esos sucesos capaces de estremecer a todo el planeta. Uno de los editores más influyentes del momento, H. L. Mencken, llegó a calificarlo como «la historia más grande desde la Resurrección» y precipitó lo que se dio en llamar «el juicio del siglo», en el que un carpintero alemán, Bruno Hauptmann, fue condenado a ser ejecutado en la silla eléctrica, sentencia que finalmente se cumplió en 1936. Hauptmann, «el hombre más odiado del mundo» (cada entrecomillado de este párrafo es una jodida oda a la grandilocuencia periodística del país de las barras y estrellas), defendió su inocencia hasta el final de sus días. Para Lindbergh aquella desgracia supuso el comienzo de un descenso a los infiernos que se aceleraría con su galopante pérdida de reputación a ojos de la opinión pública por sus simpatías filonazis y su vehemente rechazo a que los Estados Unidos entrasen en la Segunda Guerra Mundial.

La carta reseñada en diversos diarios cuenta algunas cosas más, como que las tribulaciones que está atravesando Ageitos surgen de las declaraciones incriminatorias de una «mujer de vida airada» (según El Heraldo de Madrid) o «prostituta» (según La Libertad) que deducimos es la «linda muchacha» llamada Mary Hawkins. Que durante la investigación fue sometido a «martirios horrorosos» con el propósito de arrancarle una confesión. Y que lleva recluido dos años por un crimen que no cometió. Finalmente, apela a que la opinión pública se ponga de su lado frente a quienes le acusan de un delito «que solo existe en la mente de las autoridades yanquis».

La delegación estadounidense ya está aquí

La Prensa. 2 de agosto de 1934. Al fin. Han llegado los ciudadanos norteamericanos procedentes de Irún según informa este periódico tinerfeño. 

Por ser puntillosos, en realidad lo han hecho desde Le Havre, puerto francés al que el SS Leviathan arribó el 28 de julio  —así queda reflejado en la cabecera gala L’Ouest-Éclair— en la que fue una de las últimas travesías de este trasatlántico de infausto recuerdo para la United State Lines: era su buque insignia en los felices años 20, pero siempre iba medio vacío porque los viajeros de una y otra orilla del océano preferían embarcarse en sus camaradas flotantes europeos. ¿La razón? Dos palabras: Ley Seca (en 1929 a alguien se le ocurrió la idea de permitir a bordo el alcohol medicinal pero ya era demasiado tarde para aquel Denilson de los mares al que nunca le abandonó el mal fario).

En cualquier caso, los testigos de la acusación habían llegado sanos y salvos a la ciudad herculina, se iba a celebrar el juicio y…

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Sentencia absolutoria
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Lo firma: «Un pasante»

La Voz de Galicia. 2 de agosto de 1934. «SENTENCIA ABSOLUTORIA».

Recostaos en el asiento porque gracias a las casi seiscientas líneas que sacó el rotativo coruñés fundado por Juan Fernández Latorre podremos evocar con lujo de detalles el desarrollo del juicio, casi como si estuviésemos en él o viendo un film al estilo Anatomía de un asesinato de Otto Preminger.

Pero antes de nada y para quitárnoslo de encima, vamos de cabeza al octavo párrafo porque viene muy al hilo de la pregunta lanzada en el título del post: «Ayer fué la vista: gran expectación, numeroso público. Tal vez durante ella alguien creía ver en la Sala la sombra de Al Capone… Pero no pasaba de ser un alarde de imaginación… Un exceso de fantasía… No era ni más ni menos que una de tantas causas como por desgracia están ya abundando con exceso en España también. Hoy, por lo de ayer, no podemos decir ¡Cosas de Norteamérica…». En síntesis, el cronista parece ser consciente del rumor que asocia a Ageitos con el Don de Chicago y lo desdeña como un espejismo… de ser así, peor para nuestra historia pero, por qué no admitirlo, mucho mejor para alguien que vivió aquí, respiró aquí y compartió con nosotros muchas de las vistas y lugares que distinguen nuestro cabo… a veces se nos olvida que Andrés fue un ser humano de carne y hueso y no un personaje de ficción.

Y ahora al juicio.

Sala llena de gente, gran expectación, esto ya se dijo. El tribunal está presidido por el señor Mosquera, con Salgado y Alonso Carro como magistrados. Ostenta la representación del ministerio público Rafael Alonso P. Hickman y la defensa la ejerce Antonio Rodríguez Zapata.

Constituido el jurado, el secretario procede a la lectura de los escritos provisionales de acusación y defensa. Esto es lo que sostiene el fiscal: «En la noche del 15 de febrero de 1932, buscado de propósito al efecto, el procesado Andrés Ageitos García, en unión de otros individuos, decidieron realizar un robo en una botica instalada en el núm. 2196 de la Avenida de Amsterdam, de la ciudad de Nueva York, siendo sorprendidos por el agente de Policía James R. Goodwin, al que el procesado y sus compañeros dispararon conjuntamente sus pistolas, causándole varias heridas de bala en la cabeza, de las que falleció instantáneamente. El procesado es ciudadano español y fue detenido en territorio de esta jurisdicción de esta Audiencia; es mayor de edad y ha sido condenado por delito de disparo a la pena de un año, ocho meses y veintiún días en esta Audiencia el día 19 de abril de 1926» [aquí está aludiendo a aquella reyerta durante la romería de los Dolores en Sirves con la que iniciamos la primera parte].

A modo de conclusión provisional, Alonso P. Hickman entiende que los hechos son constitutivos de un delito de robo con homicidio y solicita una pena de 24 años, mientras que la defensa niega su autoría y pide la absolución.

Llegó su hora. Llaman al estrado a Ageitos e, inquirido por el fiscal, mantiene que en la mañana del día de autos fue a buscar trabajo a una agencia de colocación, por la tarde estuvo paseando y a continuación en la 116th Street en el domicilio de Antonio López, también conocido como Pete López [uno de los tres presuntos atracadores del drugstore, enjuiciado en los Estados Unidos y electrocutado en Sing Sing en mayo de 1933: véase 2ª parte], con el que estuvo hasta las nueve de la noche antes de irse a su casa. Preguntas y respuestas:

—¿Mientras usted residió en Nueva York, vivía usted solo o vivía en compañía de alguien?

— Cuando ocurrieron los hechos de autos vivía solo.

—¿No es menos cierto que vivía usted maritalmente con una tal María Santos, conocida como Mary Hawkins?

—Eso fue con anterioridad al 15 de febrero, pues en esa época vivía solo, aunque veía algunas veces a María.

—¿Se enteró usted que la noche de autos y a consecuencia de una riña mataron en su presencia a un individuo conocido por el Catalán? [sobre este sujeto lo que se nos ocurre es que debió de ser aquel casero Joseph Hartol al que le meten un disparo en una gresca cuando les reclama el alquiler según refieren diarios como el Brooklyn Daily Eagle y hemos contado en la segunda parte]

— No; de eso me enteré después en el Barrio Latino.

—¿El día de autos no es cierto estuvo con un chauffeur llamado Américo Puig?

—No lo conocía ni de oídas y nunca he viajado en automóvil, pues como conocía Nueva York siempre iba en el metro.

Andrés reitera su inocencia y afirma que estuvo preso en Newark durante quince días en los que permaneció incomunicado y fue víctima de martirios sobrehumanos, sufriendo quemaduras en todos sus órganos. Manifiesta que fue liberado tras dieciséis careos y ruedas de reconocimiento y que en marzo embarcó para España en el Cristóbal Colón, pagándole la mitad del pasaje el Consulado y contando para el resto con la ayuda de su hermano.

Precisamente, el siguiente en ser llamado al estrado es José Ageitos García, que no comparece. En su defecto se da lectura a su declaración, según la cual ya antes del atraco en Amsterdam Avenue, a finales de enero de 1932, había recibido una nota de Andrés para que lo sacase de la cárcel. Así lo hizo, con la asistencia de un abogado. Transcurrida ya su reclusión incomunicada en Newark, una noche es llamado de nuevo por su hermano, quien le hace una confesión: días después de la primera salida de prisión fue a Nueva York con otros tres —entre ellos Pete— y un conductor y mataron a un policía tratando de robar en una botica; de allí fueron a casa de un español apodado el Catalán, a quien liquidaron en una disputa. Andrés le pide dinero para marcharse a Argentina. José se lo da pero bajo la condición de que regrese a España.

Sube al estrado Américo Puig, taxista puertorriqueño. Dice que conocía a Ageitos antes del atraco.

—Él dice que no lo conocía usted.

-—Pues yo sí lo conocía a él.

El día de autos estaba en la puerta de un restaurante y se acercó el procesado con Pete López y otro individuo [Michael Rugana, enjuiciado en los Estados Unidos, sentenciado a muerte, pena conmutada por cadena perpetua: véase 2ª parte]  y cogieron el taxi para dar un paseo. Tras muchas vueltas le ordenan parar en la esquina de 109th Street con Amsterdam Avenue. Salen del coche. Lo dejan solo. Escucha disparos. Pocos minutos después el trío regresa al vehículo de forma un tanto precipitada. Al día siguiente vienen de nuevo a verlo. Le explican que han tenido que herir a una persona y le piden que no diga nada. Quien habla es Pete López, mientras Ageitos guarda una mano en el bolsillo como si empuñase una pistola. El taxista pregunta de qué están hablando. Le dicen que lea la prensa.

—¿Oyó usted que los disparos partían precisamente del lugar robado o podían proceder de otro sitio cualquiera?

—No, los disparos lo mismo podían sonar en la casa en que entraron que en otra.

Mary Hawkins. Clave de bóveda de la acusación. Tampoco comparece, así que se da lectura a lo que la muchacha declaró. Vivía con el acusado en Nueva York hasta el fatídico 15 de febrero, día en el que por indicación de aquel cambiaron de habitación hacia las dos de la tarde. Cenaron juntos y al rato Andrés se marchó. Regresó a medianoche y unos treinta minutos después entró Pete López, quien describió cómo había disparado a un oficial de policía.

—Cállate y no hables tan alto que no sabes lo que va a suceder —cortó tajante Ageitos.

Al día siguiente, Andrés le comenta a Hawkins la muerte de un policía en el robo de una botica. Según la declaración de su novia, él no había hecho más que acompañar a Pete.

Le toca el turno a Albert Johnson. El esclarecedor del caso. El detective degradado a patrullero que recuperó su escalafón gracias a la diligencia con que llevó las pesquisas [véase 2ª parte]. Para su testimonio concurre un traductor.

—¿Fue el testigo uno de los policías que intervinieron en el proceso seguido contra el procesado y los otros individuos?

—Fui designado detective para practicar las averiguaciones a que dio lugar el suceso [incorrecto: lo fue como un premio por resolver el caso: véase 2ª parte].

—¿En el proceso que se siguió en Nueva York contra dos de los encartados, confesaron haber sido los autores?

—Uno de ellos confesó completamente; el otro, Pete López negó en absoluto su participación. Afirmó que uno de los que intervinieron en la muerte y en el robo fue Ageitos.

—Cuando fue detenido el procesado, ¿lo fue por este hecho o por otro?

—Lo fue por otro, porque el procesado era hombre peligroso y constaban antecedentes de él en la Policía. Después de haber embarcado para España es cuando se supieron las pruebas en contra de él, que antes no había.

—El oficial de la Policía muerto, ¿estaba el día de autos en funciones de servicio…?

—Los policías norteamericanos estamos siempre en funciones. Cuando acaeció su muerte iba a descansar [incorrecto: su turno iba a comenzar en la medianoche: véase 1ª parte].

Habla a continuación Walter Blust, uno de los que estaban con Goodwin en la trastienda del drugstore de Louis Krasnow cuando entraron los atracadores. Declara que Ageitos se quedó junto a la caja registradora mientras los otros dos avanzaron hacia ellos y abatieron al patrullero. O sea que según su testimonio, el procesado estaba pero no disparó.

El último testigo de la acusación,  John F. McGowan, ayudante del fiscal del distrito de Nueva York, da constancia de las pruebas existentes contra el acusado en España y contra los dos condenados en los Estados Unidos.

Es el momento de los testigos de la defensa. Ninguna intervención es presencial y las manifestaciones se reducen a afirmar que el procesado observó todo el tiempo intachable conducta y era el sostén de su familia.

El ministerio fiscal modifica sus conclusiones y eleva la tipificación de pena a delito de asesinato. El abogado defensor, Rodríguez Zapata, sigue solicitando la absolución.

Hora de deliberar. El jurado se retira y en menos de media hora regresa a la sala. Veredicto de inculpabilidad. Sentencia absolutoria. Estallan los aplausos entre el gentío. Alonso P. Hickman pide la revisión del caso ante un nuevo jurado, pero no ha lugar. Ageitos es libre.

Siempre al filo de la noticia —si usásemos sombrero nos lo quitaríamos ante el celo de este pasante/becario sin nombre—, el de La Voz de Galicia trata de lograr unas declaraciones de los súbditos norteamericanos. Ya durante el juicio hizo una aproximación y se topó con un detective Albert Johnson «alto y fuerte», pero también «desconfiado y recto», que miraba a los periodistas con suspicacia temiendo fuesen espías o confidentes del procesado. Y ahora, al final, obtendrá dos elocuentes frases de McGowan, el ayudante del fiscal del distrito:

—Se trata de un español juzgado en España. Nos lo suponíamos.

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Los americanos regresan de vuelta a Nueva York

Long Island Sunday Press. 3 de agosto de 1934. «Cops returning empty handed». «Los polis regresan con las manos vacías». Más claro, agua.

Dos decepcionados representantes de la autoridad están en ruta hacia los Estados Unidos después de fracasar en su intento de obtener un veredicto de culpabilidad para Ageitos García. En el momento en que se redacta esta noticia, publicada en la edición dominical de este periódico radicado en Queens, la legación neoyorkina se halla a la altura de París. Su intención es coger el próximo barco a América.

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En comida íntima con vistas al mar

El Progreso. 5 de agosto de 1924. Se irían con las manos vacías pero también con las barrigas llenas. Porque, según nos enteramos por este diario lucense, después del proceso fueron invitados a una «comida íntima» en la Terraza de Sada, deslumbrante edificio modernista que aún hoy funciona como restaurante, cafetería y club de jazz.

Con ellos fueron a almorzar el secretario particular del presidente de la Diputación, Carlos García Puebla; el comisario de policía, José Ortiz Moreno; el secretario particular del subsecretario de Instrucción Pública, señor Velázquez; y el secretario particular del gobernador civil, Salvador González. Les deseamos desde aquí y en diferido una buena digestión.

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Ageitos provoca un motín en la cárcel de A Coruña

La Libertad. 3 de agosto de 1934. El último capítulo.

Tras ser declarado inocente, Ageitos es recogido en la cárcel por la Policía con el fin de trasladarlo a comisaría a que le hagan la ficha. Pero el hombre no debe de tenerlas todas consigo: se pone a vociferar que le quieren aplicar la ley de fugas (simular una evasión para matarlo de un tiro por la espalda), lo que origina un motín entre los 300 reclusos encerrados en la prisión de A Coruña.

Los guardianes sacan sus pistolas para contener los disturbios y llaman a las fuerzas de asalto, que apagan la rebelión y encierran a sus cabecillas en celdas de castigo. Entonces sí: Ageitos será llevado a la comisaría para regresar poco después a una penitenciaría con la normalidad restablecida…

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La última mención a Andrés

Y aquí perdemos el rastro de Andrés Ageitos. Ni una sola referencia más en los periódicos a excepción de esta breve alusión en abril de 1935 por parte de un vendedor ambulante de cacahuetes complicado en un atraco que afirma haber conocido al de Corrubedo en la cárcel.

Tenemos un montón de preguntas sin respuesta. ¿Qué fue de él? ¿Tuvo hijos? ¿Alguno de sus parientes frecuenta la barra de nuestro bar? ¿Tuvo relación con Al Capone o solo era un desborde de imaginación? ¿Y qué hay del secuestro del hijo de Lindbergh? ¿Estuvo implicado en él? Por cierto, solo unas semanas después el detective Albert Johnson fue enviado de nuevo a Europa con otra misión: interrogar a la madre del carpintero alemán Bruno Hauptmann… Es una de esas coincidencias que te dejan mosqueado.

Pero paramos aquí. Nos queda la esperanza de que en esta rampante digitalización de los vestigios del pasado nos tropecemos con nuevos documentos para poder seguir narrando esta historia fascinante… este relato con áspero aroma a novela negra y a viejas películas de James Cagney en las que los tipos duros son duros de verdad y fuman tabaco sin filtro.

O también que algún vecino veterano nos ayude a completar el puzzle… Sin ir más lejos, el abuelo de quien esto escribe, respaldado por la buena memoria que conserva a sus 92 años, dijo no hace mucho como quien no quiere la cosa:

—Lo conocíamos como Andrés del Río porque era ahijado de un alcalde que se llamaba así.

Y cuando se le quiso tirar de la lengua, sonrió divertido, soltó una leve carcajada y calló, sumiéndose en sus recuerdos.

Ahora, mientras reposa en nuestras piernas el libro sobre la historia de Riveira de Daniel Bravo Cores abierto por la página 160 [Andrés H. del Río Ferrer, cuatro veces regidor municipal entre 1894 y 1913, una más de 1924 a 1928], nos llega la hora de decir adiós a Andrés Ageitos García. Truhán de Corrubedo. Gallo de pelea con el que mejor no discutir.

Hasta siempre, Andrés.

O hasta la vista.