
Es tan evidente la devoción que sienten los marineros de Corrubedo hacia la Virgen del Carmen que no vamos a gastar un solo píxel más de los necesarios en remachar esta obviedad. Podéis echarle un rápido vistazo a la foto de arriba quitada el pasado 16 de julio —jornada en que se celebra esta festividad en la mayoría de los puertos— y, sobre todo, revisar las imágenes de este post publicado el último domingo de fiestas de agosto, que es cuando —entonces sí— aquí sacamos su efigie en procesión y el pueblo entero se vuelca en un ambiente difícilmente igualable cualquier otro día del año.
Dicho esto, ante esta efeméride no vamos a quedarnos quietos. Buceando en las profundidades de las hemerotecas nos hemos topado con un texto raro, distinto, inesperado… los recuerdos de un marino asturiano en el trance de cruzar estas costas un día de violento temporal de principios del siglo pasado. Apareció en un antiguo periódico al calor de la celebración de las Fiestas del Carmen en un humilde puerto del Cantábrico: San Esteban de Pravia…

En el arranque de Ana Karenina Leon Tolstoi escribió que todas las familias felices se parecen y que las infelices lo son cada una a su manera. Estas palabras se nos vinieron a la cabeza al investigar sobre San Esteban de Pravia y descubrir otro hermoso pueblo costero de casas bajas que miran al mar con un faro y un censo de poco más de 600 habitantes que luchan por preservar su pasado (en cuanto a los núcleos de litoral que son feos… sí… somos de los que pensamos que cada uno lo es a su modo particular).
Sin que sirva de precedente, no hemos ido más allá de la Wikipedia (incluso la foto de arriba la hemos bajado de allí) para inspeccionar la vida y milagros de esta localidad. En el apartado Fiestas se cita una sola: el Carmen, con una procesión en la que los jóvenes vestidos de marineros sacan a hombros la imagen de la virgen, la embarcan en una lancha y salen hasta la desembocadura del río Nalón para arrojar una corona de laurel mientras suenan estruendosas las bocinas de otros barcos.
El domingo pasado tuvo lugar este acontecimiento por última vez, pero nosotros nos vamos a remontar mucho más atrás… hasta 1935, cuando en el diario Región —un periódico ovetense de ideología conservadora que en aquellos convulsos tiempos de la Segunda República fue afín a la católica CEDA: Coalición Española de Derechas Autónomas— salió publicada una doble página con este gran titular: «San Esteban de Pravia, marinera y devota, honra con sus fiestas a Ntra. Sra. del Carmen».

Precioso. Intercalados con anuncios publicitarios de un hotel («servicio esmerado — gran confort»), un almacén de efectos navales («precios sin competencia»), un garaje, un consignatario de buques y la Sociedad Hullera Española (y es que aquel llegó a ser un floreciente pueblo dedicado al transporte marítimo de carbón), figuran en primer lugar un par de artículos centrados en las obras de ampliación del puerto y la vida comercial de la entonces boyante localidad asturiana.
Pero no son estos los textos que nos interesan sino el de la página opuesta, obra de un tal Romualdo Jardón Alonso, práctico del puerto de San Esteban de Pravia según hemos podido averiguar. Suponemos que los periodistas de Región le habrían invitado a escribir unas líneas sobre lo que significa para él la Virgen del Carmen y el hombre, ni corto ni perezoso, se arrancó a explicar con lujo de detalles y abundancia de diálogos una vivencia muy concreta de su juventud, sucedida un plomizo día de noviembre de 1919: la de una tempestad como jamás había visto en 26 años de profesión acaecida mientras atravesaba las costas gallegas a bordo de un vapor de 4.000 toneladas.
«En ti fía el marino». Así se titula el artículo en que Jardón describe el miedo, la incertidumbre, la fe o la falta de ella por parte de los miembros de la tripulación en tanto el buque se dispone a cruzar los temibles bajos Meixidos, a la entrada de la ría de Muros, donde en 1903 se había hundido el acorazado Cardenal Cisneros en lo que fue uno de los accidentes navales más mediáticos en la España de aquellos tiempos.
Al final [ojo, spoiler] la protectora intercesión de la Virgen del Carmen libra el envite y, cosa realmente curiosa [porque por una vez a nuestro cabo no se le identifica con el causante de un naufragio sino justo lo contrario] el avistamiento de los altos de Corrubedo marca la milagrosa salvación del barco.
Este es el texto:
«Aquella hermosa plegaria a la Virgen que tantas veces oía emocionado en los años felices de mi infancia, cuando asistía, acompañado o llevado por algún familiar, a las solemnísimas novenas que en honor de María Inmaculada se celebraban en la iglesia parroquial de Muros de Nalón, dejó tan bienechora huella en mi alma, fortaleció de tal modo mi espíritu que, al comprender y seguir mi ruta de marino por los diversos mares del mundo, a Ella confié todos mis pasos y en Ella puse siempre, en los momentos de peligro, mi esperanza suprema.
Y nada, ni el más mínimo contratiempo, logró entibiar siendo hombre la arraigada fe que de niño sentí, y siento cada día más, hacia la Excelsa Patrona de los marineros del Universo, ese faro esplendoroso que, resistiendo el recio vendaval, señala el Puerto de ventura a la frágil barquilla azotada por la tempestad.
Frágil barquilla era aquel día plomizo de noviembre de 1916, el raudo y marinero vapor de 4.000 toneladas, zarandeado por fortísima travesía en aguas de la lusitana costas. Mareos enormes —como jamás los he visto en 26 años de vida marinera— rompían en el costado con fuerza de ariete de titanes; a veces multiplicando su infernal furia, escalaban las alturas, arrastrando de una banda a otra cuanto encontraban a su paso. Las nubes, bajísimas, envolvían a la débil nave en espeso y grisáceo capuz, limitando considerablemente la visibilidad. El viento, huracanado, entonaba en jarcias y lonas horrísona e infernal rapsodia.
Oscurece. Nadie en cubierta. La gente, esos honrados, nobles y sufridos trabajadores del mar, buscaban refugio en los diversos rincones del buque; cuando alguno salía, llamado por el tintineo funerario de la campana del puente, reflejaba en su semblante el horror y espanto que sentía en su alma. A uno le oí decir: «Si la Virgen del Carmen nos saca de ésta, no vuelvo a navegar más». Desesperada era nuestra situación; razón tenía el fornido mozo…; pero el mando exige fortaleza en la debilidad. Ay de aquel que no sepa demostrarla.
Amanece. A la débil claridad del día es aun más triste nuestra situación. Nada vemos. Mareo y chubascos de agua y granizo nos azotan sin piedad. El viento, fortísimo, nos enloquece con aullidos de monstruo. En el rostro del capitán, marino bueno y expertísimo, se pinta también la duda. Al primer oficial, marino por excelencia, le ocurre lo mismo. Ambos consultan los barómetros; cada consulta es una decepción… todo conspira contra nosotros.
Me cobijo un momento en la chubasquera de babor a fumar un pitillo. Suenan las ocho; relevo de timoneles. —Norte cuarta al oeste, nada a estribor; dice el que sale. —Norte cuarta al noroeste, nada a estribor, contesta el entrante.
Y éste como aquel, provisto de su ropa de aguas, aférrase a la rueda del timón, que mantiene cerrada a todo babor. ¡Nada a estribor! —tercia el Capitán con voz de mando— ¡Nada a estribor!— contesta, humilde, el timonel.
Yo observo desde mi «desamparado» cobijo. Observo, y reflexiono. Cuadro más triste —me digo— no hubiera podido llevarlo a lienzo ni nuestro marinista Martínez Abades. ¡Oh las ilusiones de la vida del mar!…
¡Las nueve y media! Avisan para bajar a almorzar. El camarero, el veterano Ángel, pudo a duras penas llegar hasta la caseta de derrota y traernos el ágape matutino. Dejo mi rincón y, con riesgo de estrellarme en uno de aquellos insostenibles bandazos, llego a la banda de estribor, donde está el primer oficial, entrañable amigo mío de la infancia.
Vamos a almorzar —le dije. —Yo no almuerzo.— me contestó; vete tú, y Dios quiera que os aproveche. Y sus ojos grandes, de noble y penetrante mirada, oteaban ávidos, pero inútilmente, el horizonte…
—Estamos mal. —me dijo el capitán al empezar aquel triste desayuno. —¡Como usted ve el tiempo no cede nada! la mar y el viento nos abaten contra la costa, y mucho me temo que no consigamos remontar los bajos de Meixidos. Si por desgracia así fuera, hágase la cuenta de que hoy es el último día de nuestra vida… ¡La estima ya nos sitúa muy cerca de ellos…! Estamos mal; ¡¡muy mal!!…
No contesté. Un nudo tenaz aherrojaba mi garganta. Mi alma, saltando sobre la tempestad, llevaba mis recuerdos hacia los míos. ¡Qué tristes pensamientos embargaban todo mi ser!
—Que aproveche, dije cuando hubimos terminado el amargo yantar, disponiéndome a subir al puente para reunirme con el primer oficial.
—Espere; no marche— me dijo el Capitán; tengo que hablarle.
—V. dirá don M. — le contesté.
—V. ya sabe que yo por desgracia no tengo fe —me confió—. La he perdido de muy niño, y por mucho que hice por recobrarla no me ha sido posible. Sin embargo, recuerdo ahora que la Virgen del Carmen es Patrona de los Marineros. ¿Por qué no le reza V. algo?
—Ya le he rezado tantas veces… musité.
—No importa; récele V. por mis tres Avemarías; yo se lo ruego y se lo agradeceré mucho.
No quise oír más. Caí de hinojos en el mismo suelo de la caseta por donde el agua corría en abundancia, y recé con más fe que nunca con verdadera unción mística.
Aún no había terminado la última plegaria cuando voces en el puente de ¡tierra! ¡¡tierra!! ¡tierra por estribor! llegaban a mis oídos confundidas con el jadear de las máquinas y el ulular del viento.
Volé al puente para convencerme. Efectivamente: allí estaba la ansiada costa. Envuelta entre brumas; pero allí estaba: alta, plomiza… misteriosa.
Es Monte Dor, decían unos; Santa Tecla, exclamaban otros… —Estamos salvados —dijo sentencioso el primer oficial, sin apartar su vista de la faja plomiza—: son Altos de Corrubedo, y ya demoran dos cuartas a popa del través. Ya estamos libres de los Meixidos y de todos los bajos de la costa de la Muerte.
— ¿Rezó V.?— me preguntó jubiloso el capitán.
—Sí, señor. A nuestra Virgen del Carmen. A la Patrona Excelsa de los marinos, en la cual fiamos, porque, queramos o no, a Ella dirigimos nuestra mirada suplicante.
San Esteban. Julio-35.
R. Jardón Alonso

Después de semejante empacho de prosa piadosa nos despedimos con la, para nosotros, segunda mejor opción para musicar este asunto.
Santissima dei naufragati. Del inclasificable Vinicio Capossela. Una joya.
Segunda después de la Salve Marinera, claro.
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