
«Ya estamos en la mar de Corrubedo. El pueblo se extiende en la cresta de un monte alargado y bajo, que penetra en el agua, rodeado de un paisaje triste, donde abundan los grandes arenales, y desamparado de los vientos que lo deben batir despiadadamente. ¡Buena atalaya para la codicia sin entrañas! Angustia pensar en los días de niebla, en los amaneceres lívidos de invierno, en que los corceles desbocados del Sudoeste empujan a barcos sin gobierno sobre la Marosa o el Rocín. Estas gentes aldeanas saldrán entonces a las playas esperando el labor de las olas, y cuando la mar lo permita, embarcarán en sus frágiles botes y como los cuervos que olfatean la muerte, volarán en torno del casco partido, que muestra su vientre repleto de tesoros…».
Joder.
Cuánta mala baba.
«Paisaje triste». «Codicia sin entrañas». Vecinos que son como «cuervos que olfatean la muerte»… Está visto que uno no le puede caer bien a todo el mundo…
Vamos con la historia.

Su nombre es Fernando Gallego de Chaves y Calleja. Duodécimo Conde de Santibáñez del Río. Octavo marqués de Quintanar. Undécimo conde de Cibatillas. Tercer marqués de Velágomez. Grande de España.
Había nacido en Madrid el 26 de mayo de 1889 y, rompiendo los tópicos según los cuales un tipo tan linajudo tenía que pasarse todo el día en pantuflas y batín color burdeos, repantingado en un sofá mientras sueña al calor de una chimenea con su próxima cacería ajeno a su condición de zángano que vive de rentas a costa del lomo de los demás, pues no… o no del todo: el hombre tenía estudios… Y de ingeniero de caminos, nada menos. De hecho, uno de sus primeros trabajos fue como segundo jefe de Señales Marítimas en la provincia de Pontevedra.
El texto de arriba es un extracto de un artículo que el aristócrata escribió sobre un viaje en barco que, bajo la firma de Conde de Santibáñez del Río, publicó en el diario coruñés El Orzán el 7 de septiembre de 1920. Tenía 31 años, pues. Y para hacernos una idea de sus circunstancias vitales en aquellos tiempos nos fuimos a los periódicos a ver qué nos contaban de él.
Fui así como supimos que a principios de julio había salido de Madrid con destino a Galicia para pasar el verano en su casa de Bayona [La Correspondencia de España, 7 de julio de 1920]. Y que en el transcurso de su asueto estival formó parte de la recepción que se le dispensó en la estación de tren de A Coruña al infante Don Fernando de Baviera y Borbón [El Orzán, 25 de julio de 1920] y al poco pasó unos días en el balneario de Cabreiroá en Verín [La Correspondencia de España, 3 de agosto de 1920]. También que patrocinó dos torneos deportivos: uno de tenis (la Copa Quintanar, ganada por la señorita Juanita Marons) y otro de fútbol con empate a uno entre el Rápido de Bouzas y el Bayona S.C. [La Integridad, 2 de septiembre de 1920].
Rebuscando algunas semanas antes descubrimos su inflamada pasión por la literatura. Pasión como autor, componiendo dos libros de poemas —Saudades y La Vida Nueva— que merecieron el elogio de algún crítico [El Globo, 17 de junio de 1920]. Y pasión como instigador cultural organizando un encuentro de escritores españoles y portugueses en el madrileño Hotel Ritz con participación de los letraheridos lusos Almeida-Braga, Sardinha, Vasco de Mendoza y Reis-Torgal (nombres que, la verdad, no nos dicen nada) y, entre los oriundos de aquí, de dos autoras que ya nos suenan algo más: Blanca de los Ríos y Emilia Pardo Bazán [Heraldo de Madrid, 5 de mayo de 1920].

Y es la mención a la condesa de Pardo Bazán la que a nosotros nos va a dar pie para meternos de lleno en el meollo del post, pues justamente el título de la columna de Fernando Gallego utiliza una macabra expresión que había sido alentada por doña Emilia casi desde que fue carne de imprenta por primera vez: «La Costa de la Muerte»
Así es… El aristócrata es otra víctima más de la leyenda de Costa da Morte en su vertiente más negra: esa que identifica estos lares con un cementerio de buques —«Sobre la Praguiña asoman los palos de un gran barco perdido», llega a alucinar el tío— sistemáticamente profanado por la rapacidad local.
Las impresiones del conde fueron tomadas a bordo de un cañonero, el Gaviota, que suponemos es el mismo cañonero Gaviota que había sido encargado por el Ministerio de Ultramar junto a otros seis de su clase a la firma John Samuel White & Co. Ltd., de la isla de Wight, para combatir la insurrección cubana de 1895. Sus quince minutos de fama (en realidad fueron unos treinta) acontecieron en la guerra de España contra los Estados Unidos de 1898, cuando el 29 de abril se las tuvo que ver frente al puerto de Cienfuegos con el crucero USS Marblehead y el cañonero auxiliar USS Eagle, comportándose de forma heroica y siendo decisivo a la hora de que los poderosos navíos yanquis se batiesen en retirada.
En cualquier caso, aquellos subidones de adrelanina ya habían pasado y desde 1910 se ocupaba de vigilar las algo menos convulsas aguas gallegas.
Ignoramos cómo nuestro protagonista se las apañó para viajar en él, pero lo cierto es que así fue si atendemos a su artículo, que arranca con el avistamiento cerca de las islas Cíes de un monstruoso barco «negro y sucio», con las «entrañas llenas de petróleo» y rezumante de hollín: el trasatlántico estadounidense Siboney, rebautizado así el 28 de febrero de 1918 (nació como USS Oriente para transportar tropas en la Primera Guerra Mundial), exactamente veintidós meses antes de que el maestro Ernesto Lecuona compusiese el bonito bolero del mismo nombre. A la altura de Ons el noble observa cómo se aleja el enorme barco, «temeroso de la costa de la muerte», hasta no ser más que un punto en el horizonte. Lo que ni él ni nadie podría imaginar es que tan solo dos días después de que su texto apareciese en El Orzán, es decir, el 9 de septiembre de 1920, el Siboney iba a encallar a 150 metros de la península del Morrazo con 186 tripulantes y 350 pasajeros a bordo. Y que tuvieron que transcurrir veinte difíciles jornadas antes de lograr reflotarlo. Hasta hubo que dinamitar una piedra entrometida… Ni que el conde le hubiera echado mal de ojo.
Las siguientes líneas nos desconciertan. Porque, tras una intro tan fea, nos sumerge en una estampa idílica con botes pesqueros bailando en la estela del Gaviota, «airosas goletas blancas», balandras y pataches, un quechemarín que les «saluda arriando su banderita» y toninas [una variedad de delfín] que «brincan en la mañana luminosa y fresca». Incluso invoca a Valle-Inclán y sus Comedias Bárbaras frente a la playa de A Lanzada y clama por la ¡fuerte y bella Galicia! entre signos de admiración.
Buenrollismo que se trunca nada más dejar la isla de Sálvora por la popa. Entonces sí: entonces el cañonero va a adentrarse en un «laberinto trágico» cuajado de traicioneros bajos («Laxe negra, Sagres, el Bragueiro, la Bianteira, el Rinchador») viéndose rodeado por embarcaciones «ávidas del despojo» antes de alcanzar la alusión a Corrubedo que colocamos al principio.
El resto de la travesía sigue en la misma línea, con profusa enumeración de escollos («los Bruyos, la Ximiela, los dilatados Meixidos, los Minarzos y las Lobeiras») hasta llegar a la ría de Corcubión, donde tras contemplar un barco escacharrado encima de una piedra de Os Carromeiros, fondean «con la imaginación aún encendida de evocar historias de ahogados y de bandidos».
Una aspirina le habría venido bien.

Como dijimos, «La Costa de la Muerte» fue publicada el martes 7 de septiembre de 1920 en El Orzán. Y aún habría de aparecer otras dos veces: el 30 de septiembre en la revista viguesa Vida Gallega y, cruzando el océano, el 19 de diciembre en el rotativo bonaerense El Eco de Galicia. Reproducimos el texto:
«Acercándose a nosotros, el enorme trasatlántico parece un monstruo decidido a aniquilarnos. Sobre las olas azules —de un azul heráldico— avanza, negro y sucio, coronado de un humo espeso que denuncia sus entrañas llenas de petróleo. Las islas Cíes desaparecen en una nube medrosa y el «Gaviota» gobierna para quedarse a barlovento de ese infierno que se aproxima. Pulcro y distinguido, el pequeño cañonero que lleva en su palo los colores de España, no podía resignarse a mascar el denso hollín americano… El «Siboney» pasa finalmente muy cerca de nosotros a la altura de Ons, y pronto no es más que un punto lejano en el horizonte, fácil de buscar siguiendo con la vista el velo flotante y oscuro que arrastra tras de sí. Se aleja, sin duda, de la tierra en su viaje al Norte, temeroso de la costa de la muerte, saturada de prestigio literario con su leyenda de tragedia…
Pasamos junto a botes pescadores que bailan en nuestra estela. El fuerte Nordeste agita las aguas de la mar y empuja velozmente a las embarcaciones de vela. Airosas goletas blancas, bien cazadas las escotas, ciñen el viento levantando blanca espuma con la proa. Cruzan nuestra ruta balandras llenas de mercancías, humildes pataches desteñidos, algún quechemarín que nos saluda arriando su banderita… Dos pequeños remolcadores tiran penosamente de un gran pontón negro y desmantelado. Nos sigue un bando de gaviotas y las toninas brincan en la mañana luminosa y fresca. ¡Alegría de vivir esta vida libre, en que las preocupaciones parecen haber quedado muy lejos, allá en la bruma lejana de donde partimos…!
…La costa es baja. El arenal de la Lanzada pone su trazo de oro sobre la mar y junto a él, el Grove muestra su desolación inquietante y gris. Yo evoco sobre la duna inmensa la figura bizantina del prócer de Valle Inclán, hablando con «Tuso Negro» [sic] y los otros mendigos del Romance de Lobos, y también el baño de los endemoniados en la palidez ambarina y embrujada del plenilunio. ¡Fuerte y bella Galicia!… ¡Tan bella y tan fuerte, que nada podrá contra ti esa ola de mala literatura, de villas «Buenos Aires», de orfeones y de himnos, de percalina y de fiestas de balneario con que pretenden ponerte en ridículo muchos de tus propios hijos… Pero dejemos estas divagaciones. El barco navega y va dejando por la popa la isla de Sálvora, con su aspecto agreste y primitivo. Comenzamos el paraje difícil, a tiempo que la nordestada aumenta en violencia. Silba el viento en las jarcias y galopa locamente sobre el resplandor meridiano de la mar. Nos sabemos un fondo de peñas y de agujas, que algunas se delatan rompiendo, pero el «Gaviota» marcha desenvueltamente por el laberinto trágico: las crestas lejanas de las montañas, los campanarios de las aldeas, las torres de los faros le marcan el camino seguro. La mar está manchada de arrecifes, de restingas, de bajos que descubren con la marea. La musa marinera les dio a todos un nombre sonoro o evocador: la Laxe negra, Sagres, el Bragueiro, la Bianteira, el Rinchador… Sobre la Praguiña asoman los palos de un gran barco perdido. Rodean el paraje algunas embarcaciones, ávidas del despojo. Es la escena en esta costa enriquecida por los naufragios. Ya estamos en la mar de Corrubedo. El pueblo se extiende en la cresta de un monte alargado y bajo, que penetra en el agua, rodeado de un paisaje triste, donde abundan los grandes arenales, y desamparado de los vientos que lo deben batir despiadadamente. ¡Buena atalaya para la codicia sin entrañas! Angustia pensar en los días de niebla, en los amaneceres lívidos de invierno, en que los corceles desbocados del Sudoeste empujan a barcos sin gobierno sobre la Marosa o el Rocín. Estas gentes aldeanas saldrán entonces a las playas esperando el labor de las olas, y cuando la mar lo permita, embarcarán en sus frágiles botes y como los cuervos que olfatean la muerte, volarán en torno del casco partido, que muestra su vientre repleto de tesoros…
Más al Norte, pasada la ría de Muros, verde pasillo por donde llega rachado el viento fuerte y salino, sigue el obsesionante desfilar de manchas negras rodeadas de espuma: los Bruyos, la Ximiela, los dilatados Meixidos, los Minarzos y las Lobeiras… Ya llegamos a Finisterre. El enorme espolón donde el mundo terminaba para los antiguos, se adentra bravamente en el agua, fingiendo el lomo de un cetáceo y a su lomo brilla al sol la masa informe del Centolo. Extensos pinares manchan a trechos los montes tapizados de aulagas. A sus pies se abren ensenadas, con finas y doradas playas, donde la mar se hace verde transparente. Cae la tarde sibilante y fría. La entrada de Corcubión se nos recata y disimula hasta el último momento. Aún hemos de pasar junto a las piedras de los Carromeiros, y aún hemos de ver otro gran barco, montado sobre una de ellas, el casco de hierro abierto, la mar rompiendo en el puente, la chimenea y los palos —¡tristes troncos sin hojas y sin ramas!— pregonando a lo lejos la tragedia…
Enfilamos la ría de verdes orillas, íntima y acogedora como un amor del otoño, y en ella, frente al caserío, entre goletas y pataches, entre pontones y bous, damos fondo fatigados del viento que quemó nuestras frentes, y con la imaginación aún encendida de evocar historias de ahogados y de bandidos.»

No nos resistimos a dar unas pinceladas de lo que le deparaba el destino a este señor. Desde 1926 dirige la recién creada Agencia de Propaganda Hispano-Americana Plus Ultra, ideada para amplificar el calado de la comunicación oficial emanada del gobierno de Miguel Primo de Rivera (duró poco). En 1928 es nombrado vocal del Patronato Nacional de Turismo, ese cuya presidencia había rehusado un año antes el marqués de Santa María del Vilar. En 1931 cofunda Acción Española, influyente revista de corte conservador, católico, monárquico y antirrevolucionario que le pone la proa a la Segunda República. En 1932 da con sus huesos en la cárcel por involucrarse en la Sanjurjada y comparte celda con el eminente ensayista Ramiro de Maeztu y con [¡glups!] José Antonio Primo de Rivera, padre de la Falange. El 18 de julio de 1936 apoya activamente el Alzamiento Nacional.
Por su inquebrantable afección a la corona se empieza a distanciar del franquismo. En 1941 asiste en el Grand Hotel de Roma al fallecimiento en el exilio de Alfonso XIII. En 1957, durante un acto de aniversario de Acción Española, exclama enojado: «¡La monarquía había caído unos meses antes [de cuando se fundó la revista, se entiende] y no ha vuelto todavía!».
No la verán sus ojos: muere en la nochebuena de 1974 a los 85 años por una dolencia broncopulmonar. Faltaban once meses para que España tuviese otra vez rey. Un suspiro.
Mala suerte.

[Algunas fuentes consultadas: La leyenda de la Costa de la Muerte. Naufragios y faros como desencadenantes para la activación de un patrimonio marítimo (Jesús Ángel Sánchez García), A la conquista de las masas. Los orígenes de la propaganda estatal en la España de entreguerras, 1917-1935 (José Manuel Morales Tamaral), «El S.O.S. de Siboney» (Faro de Vigo, 28 de diciembre de 2012), «Lanchas cañoneras para servicio en Cuba» (Historia Naval de España – Todoavante)]
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