Hoy tocamos un tango

Creíamos que había muerto hace tiempo. Que la piel ya no recubriría los huesos de esta hacedora de versos, de esta escanciadora de sombras nacida en el Uruguay el año en que Carlos Gardel cantó La cumparsita por primera vez. Versos tristes, apenas entrevistos, bañados en nostalgia y aguardiente. Sombras yertas, trenzadas en lunfardo, que encubren una escena de angustia y desgarro… Y en ella, lejana como un sueño, palpita como un eco la luz de Corrubedo.

Hoy tocamos un tango.

O varios.

Aquí se encuentran

La (pluscuamperfecta) curiosidad que traemos hoy apareció en el libro cuya portada tenéis encima. El tango (antología). Número 43 de algo que se dio en llamar Capítulo oriental, perteneciente a la Biblioteca Uruguaya Fundamental.

Capítulo Oriental fue un proyecto ambicioso, perpetrado por un grupo de profesores e intelectuales uruguayos que a finales de los años sesenta del siglo pasado quisieron reescribir la historia de la literatura de su país saliéndose del alquitranado carril oficial para deambular por otros caminos menos transitados.

Fruto de este esfuerzo colectivo (por allí andaba un joven Eduardo Galeano) se publicaron un total de 44 fascículos entre 1968 y 1969. Por tanto, el volumen que nos ocupa fue el penúltimo de aquella aventura editorial.

La revista

Siendo puntillosos, el fascículo propiamente dicho que se corresponde con el número 43 de Capítulo Oriental posee este aspecto. Era una revista de veinte páginas que, con el título Literatura y tango, había sido redactada por el antropólogo Daniel Vidart y revisada por el historiador y periodista Carlos Maggi. Una rápida ojeada al texto nos desvela cuán alargada era la sombra de Carlos Gardel, de origen uruguayo según algunos hermeneutas [aunque para otros francés que emigró con su madre al Nuevo Mundo en un barco que —lo que hay que ver— se hundió tres años después en los bajos de Praguiña en Corrubedo].

Entonces… ¿qué era El tango (antología)? Pues un libro que se incluyó en la misma entrega a modo de suplemento. Este es su índice:

Ignorantes como somos, al único de los autores que conocemos es Jorge Luis Borges, argentino él, que trae una composición titulada simplemente El Tango… Que es la que sigue, en maravillosa versión de Astor Piazzola con voz del actor Luis Medina Castro:

También se nos van los ojos a un tal Víctor Soliño. ¿Gallego? Una consulta en la wikipedia nos confirma nuestra suposición. Nació en la localidad pontevedresa de Bayona en 1897 y murió en Montevideo en 1983. Maula, su pieza en la antología, fue interpretada por diversas gargantas femeninas como Cristina Banegas o Nina Miranda:

Hay otro apellido inconfundible: el de Idea Vilariño, una de las dos mujeres que figuran en el tomo. Con un par de obras (El Tango y Las letras del tango) que no eran creaciones líricas sino sendos ensayos sobre este género musical. Hechas las comprobaciones, resulta que la dama era montevideana, pero sus raíces son incuestionables.

Idea Vilariño (1920-2009)

Aunque a nosotros la que nos interesa es la otra mujer… María D. de Guerra, colaboradora con tres títulos en las páginas 94, 95 y 96: Gimiendo, El organillero y Barrio reo. No sin dificultad, averiguamos en su día que el nombre completo de la autora es María Amelia Díaz de Guerra, nacida en Montevideo en 1924, de padre español, mudada cuando niña al departamento de Maldonado, al este de la capital, donde se convierte en una estudiosa de la historia local y en una agitadora cultural, amén de publicar tres poemarios que la integran en la denominada Generación del 45. Sus nombres: Desde antes de la infancia, Poemas del tiempo y Poesía, este último con prólogo de la antecitada Idea Vilariño.

Suponemos que a alguno de ellos pertenecen los versos recogidos en la antología que justifican este post… Veréis. Quien esté familiarizado con Google Books sabrá que en muchos de los ejemplares allí contenidos solo se pueden ver fragmentos sueltos, no el volumen al completo. Este es el caso.

He aquí el fragmento que captó nuestra atención:

En la página 95

Son los cuatro primeros versos de El organillero, una profesión ambulante que tuvo una importancia capital a la hora de popularizar el tango en sus inicios, pues lo sacó de los burdeles a las calles y, desde allí, pudo traspasar los ventanales de las casas «decentes». Dicen que el bandoneón bebe del sonido quejumbroso de los «organitos».

Con mucha paciencia, logramos reconstruir fragmento a fragmento la composición [también intentamos comprar el libro, pero ninguno de los vendedores con que contactamos acepta envíos más allá de Uruguay], así que estamos en disposición de reproducirlo en su integridad… aunque no está demás explicar antes qué significan ciertas palabras lunfardas que figuran en él:

  • Abacanado: persona que tiene o aparenta poseer sólida posición económica // lujoso, espléndido, esmerado // persona afectada en el vestir.
  • Cachuso: deteriorado // persona pobre, enferma, achacosa, venida a menos, acabada.
  • Yirar: vagar por las calles, pasear sin rumbo fijo.
  • Encurdelado: embriagado, borracho.
  • Linyera: peón jornalero «golondrina»; vagabundo que trabaja ocasionalmente en zonas rurales o vive de la caridad pública // atado de enseres de un vagabundo.
  • Griseta: joven de condición modesta amiga de galanteos, pero no venal // costurera.

Ahora sí, vamos con el tango/poesía:

Por una calle oscura abacanada
se retira el tristón organillero
con su cachúso paso y la mirada
tirada para adentro en Corrubedo.

De aquel rincón natal sus ojos tienen
la algodonosa amarillez de un faro
y esas ojeras hondas que revienen
cada vez que se acuerda de su pago.

Allá está su niñez, aquí su vida,
allá el beso goteante por la herida
de la lengua gallega. Aquí el destino
el vendaval funesto de su yiro.

De entre las grises piedras de la calle
sube un acre perfume de malvones,
con su verde fragancia los cedrones
envuelven el aliento del olvido.

Por qué soñar, ¡oh noche eterna y triste!
por qué esquivar la suerte, organillero,
en copa aguardentosa y borronienta
encurdelar los ayes lastimeros

La noche es un anillo que lo ciñe,
una capa de amor es el ajenjo
como una manta pampa que cubriera
la pobre escualidez de algún linyera.

Y es todo el arrabal que tiembla y cae
con su voz de Malena oscurecida
y la humilde griseta que suspira
a un campo abierto, más allá, dormido.

Contraportada de la antología

Creíamos que había muerto hace tiempo. Qué equivocados. Cuando, a principios de mes, nos pusimos a buscar nueva información con la que enriquecer un post que aún era un bosquejo en la cabeza porque lo queríamos lanzar precisamente hoy (para hacerlo coincidir con el centenario del escritor uruguayo más universal, Mario Benedetti, nacido el 14 de septiembre de 1920), no dábamos crédito a lo que leían nuestros ojos. María Amelia Díaz de Guerra falleció hace justo dos semanas. Tenía 96 años. Si hubiéramos andado más vivos (si no fuésemos tan «maulas», en expresión lunfarda) podríamos haber intentado establecer contacto y haberle preguntado si alguien cantó alguna vez su composición y si existe en alguna parte una grabación sonora.

Y, sobre todo, podríamos intentar saber si detrás de aquel alcoholizado organillero delineado en veintiocho versos se ocultaba alguien real… un emigrante con piel y huesos y nombre y partida de bautismo que, en las noches de intemperie, volvía la mirada para dentro para poder refugiarse en una infancia remota y feliz que había dejado aquí, en Corrubedo.

Descanse en paz.

María Amelia Díaz de Guerra (17 de julio de 1924- 31 de agosto de 2020)