El último día de agosto de 1911, José Ramón Moure Lamas, maestro nacional en Anceu, municipio de Ponte Caldelas, tuvo la pulsión de escribir una carta dirigida a sus amigos del cabo Corrubedo.

Aquel año, Moure había pasado una temporada en nuestro pueblo inducido por «vínculos familiares». De hecho, expirando la primavera, había dejado constancia de sus impresiones en un artículo publicado en el diario pontevedrés La Correspodencia Gallega. Se tituló, sencillamente, «El Cabo Corrubedo».

Y luego, cuando a la estación veraniega le iba llegando la hora de emprender la retirada —que cantó Carlos Gardel—, el profesor decidió redactar su carta, y además utilizar los servicios del mencionado periódico del río Lérez para compartirla con sus lectores. 

La misiva salió el jueves 7 de septiembre. Hablaba del mar. De las dunas. Del faro y sus fareros. De nuestra iglesia y de las voces que hacían elevar el corazón al resonar en el interior del templo. Y, por supuesto, de los amigos de José Ramón, auténticos destinatarios de sus sentimientos.


Hoy, en otro 7 de septiembre pero 114 años más tarde, han cambiado muchas cosas en el cabo mas la esencia permanece: el mar, el faro, las dunas, la iglesia, la amistad. Por eso, ahora que el verano declina y la población merma, que en las terrazas ya no abundan las mesas que tienen escrito a tiza su toque de queda, que en las playas los bañistas han sido superados en número por las carabelas portuguesas, quisimos traer las palabras del maestro de Anceu.

Exhalan el aroma agridulce de las despedidas.


A mis amigos del Cabo Corrubedo

Amigos sinceros y leales que vivís allá a lo lejos del valle, donde las olas chocan con ímpetu violento contra las rocas de las escarpadas montañas que se yerguen majestuosas cerca de los límites marítimos de ese famoso Cabo, os saludo desde aquí, y os envío el perfume que de mi alma agradecida brota por los cariños y atenciones que recientemente me habéis dispensado.

Sí; en ese rincón a donde los vínculos familiares y vuestra consideración me han llevado, habéis hecho de mi vida una ilusión y de la estancia entre vosotros un encanto, sin que por lo tanto llegase a sentir los efectos climatológicos de ese país y de la naturaleza de esas tierras, que, exentas casi de vegetación, presentan como distintivo la misteriosa montaña de arena, semejando unas veces la blanca nieve del mes de Enero, y paceciéndose otras, al gran desierto africano.

Todos esos efectos me los aminoraban vuestra amable presencia; todo me lo compensaban aquellos ratos de distracción; aquellos momentos humorísticos de juegos, donde vuestra galantería y vuestros gracejos se derramaban a manos llenas, y donde en fin, el Compare, el simpático D. Pepe, el insigne D. Vicente y el célebre D. Manolo, hacían resaltar las notas agradables de la reunión.

Me lo compensaban también las dulzuras y atractivos del Océano que ya mostrándose en completa calma o presentándose en bruscos movimientos, traían a mi consideración los momentos de tranquilidad y de agitación, que solemos experimentar los hombres en determinadas épocas de la vida.

Hermoso panorama el que se presenta a la vista desde los balcones de la Torre del Faro corrubedano, dominándose millas y millas sobre la superficie de las azuladas aguas del Atlántico. Allí, en aquel establecimiento, solo se respiraban amabilidad y virtud.

Los Torreros D. José y D. Juan y sus respectivas familias, entre ellas, la distinguida y gentil señorita Manuela Prego, que acaba de terminar su carrera de Maestra superior con sobresalientes y matrículas de honor, hacen de aquella morada, de aquel establecimiento del Estado, un santuario digno de todo respeto y veneración.

Aquellos actos religiosos en los que el respetable Párroco y cariñoso amigo Sr. Rey Bretal, capellán de honor de S. M., con su elocuentísima palabra inflamaba en fuego divino los corazones de sus feligreses; aquel núcleo importantísimo de Hijas de María que dejando oír el eco melodioso de sus voces en la misa de su excelsa patrona y Madre cariñosa hacían elevar el corazón al Dios creador y omnipotente; aquellas procesiones tan aparatosas y bien organizadas y aquellas fiestas profanas cercanas al mar con sus clásicas hogueras que semejaban las de nuestros enemigos del Gurugú llamando a combate, formaban un conjunto sorprendente, admirable, encantador.

Y ya que de grandes recuerdos tanto sería injusto no recordar siquiera los obsequios con que me han distinguido mi coetáneo Cabo Otero y su amable y bondadosa señora.

De todo ello, amigos y demás que omito solo me queda, como consuelo al recuerdo vivo que siento en mi ser, que al hacéroslo ostensible desde este apartado rincón de la poética y pintoresca provincia de Pontevedra lo uno a un ruego de perdón que dirijo a todos los que no he podido despedirme por causas ajenas a mi voluntad.

JOSÉ R. MOURE

Anceu – Puentecaldelas, 31 de agosto de 1911

La Correspondencia Gallega, 7 de septiembre de 1911