
Allí donde, un día de cada tres, cientos de viajeros abarrotan las terrazas, espuma de cerveza en los labios, mientras aguardan por el bocinazo que los lleve de vuelta al trasatlántico ─ingleses destemplados en pantalón corto y jipijapa, expuestas las canillas a las corrientes de aire, implorando a un sol que se resiste a abrirse la gabardina como si fuese un exhibicionista tímido─, hubo una vez una floreciente actividad pesquera. Coruña no era aún esa ciudad pujante y sofisticada, heredera de la revolución que encabezó una bata de organza hace cincuenta años. Sardinas, jureles, xardas y bocartes tiraban mal que bien de las haciendas domésticas al tiempo que perfumaban los soportales de piedra situados bajo las galerías de cristal, con vistas privilegiadas al muelle de Montoto.
Y fue allí, junto a lo que ahora conocemos como paseo de la Marina, donde sucedió la historia corta [muy corta] que os vamos a contar, después de haberla leído en el periódico La Correspondencia Gallega otro 20 de julio, igual que hoy, en 1910. Unas pocas líneas sin titular escondidas en la primera página.

Él episodio es el siguiente. Un muchacho de doce años cayó al mar desde una de las rampas del muelle. Hubiera muerto ahogado de no ser porque, desde una lancha de pesca de Corrubedo anclada cerca, un marinero sin nombre se arrojó al mar. Y lo salvó.
Consecuencia: el chaval no sufrió mayor mal que un buen remojón.

El caso es que, cinco años antes, en la misma urbe, en el mismo muelle, también «a espaldas del Banco de España», otro niño fue rescatado por un marinero de nuestro puerto.
Olvidados héroes de Corrubedo en la Ciudad de Cristal.
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