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Es la víspera de la víspera de San Juan. Impertérrito, el tiempo avanza su curso y ya la primavera apurando el paso le ha entregado el testigo al verano.

Aún faltan unas horas para la gran noche, treinta quizá, pero la magia impregna el ambiente de la ciudad y casi se diría que se puede oler el humo que muy pronto emanará de las miles de fogatas que, de sur a norte y de este a oeste, van a tamizar la planimetría urbana: humo que en estilizadas volutas ascenderá al cielo para formar un palio protector bajo la cúpula estrellada… un manto denso y etéreo con que ahuyentar espíritus y malos augurios mientras el sabor de las sardinas asadas a pie de calle sacian otros anhelos más terrenales. La gente anda como electrizada en el afán de disponerlo todo para la ocasión. Al fin y al cabo, es única en el año.

Tal vez fue por eso que el muchacho no pudo evitar la tentación de hacerlo. Un impulso irrefrenable. Viendo que en el puerto había un lanchón con cargamento de leña de tojo, el pequeño se encaminó hacia él con la intención de apoderarse de algunos palos que le habrían de servir muy bien para avivar las llamas de alguna hoguera. Total, que quiso cruzar el tablón que hacía de pasarela entre el muelle y el barco, pero tuvo tan mala suerte que dio un traspié, se trastabilló y su cuerpo menudo se zambulló en el mar.

Por dos veces subió a la superficie pero, al no saber nadar, por dos veces volvió al fondo, donde sus piececillos se hundieron y enredaron en un fangoso lecho que se regodeaba ya con aquel epitafio irónico: en lugar de ser redimido por el fuego purificador, el rapazuelo iba a morir ahogado en el agua. Vaya putada.

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La Marina coruñesa a principios del siglo XX

Aquel niño se llamaba Rogelio Vázquez Fraga y la escena que estamos describiendo sucedió en la ciudad de A Coruña en 1905. De ella fueron testigos los acristalados edificios de La Marina, entre los que se encontraba según la prensa el del Banco de España, dos décadas antes de que trasladara la sede a su (ahora) histórica ubicación en la calle Durán Loriga.

El destino de Rogelio ya parecía sellado cuando hete aquí que desde otra embarcación anclada en el puerto que tenía matrícula de Corcubión, alguien lo divisó a lo lejos. Ese alguien era el patrón de la Concepción, quien, transcendiendo cualquier achaque propio de sus 55 años de edad —de anciano lo llegó a tildar un periódico— y aun vestido como estaba, se lanzó al mar para ir hacia él. Con gran dificultad lo logró remolcar hasta una rambla, donde aún tuvo fuerzas para prodigarle los cuidados necesarios para desalojarle del estómago el agua que había tragado.

El niño Rogelio revivió y fue trasladado a su casa. Fin de la historia

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La Voz de Galicia

Esto que os hemos contado apareció el 23 de junio de 1995 en La Voz de Galicia bajo el epígrafe «A punto de ahogarse» y, también el mismo día y con idéntico titular, en otro desaparecido diario coruñés: El Noroeste.

Pero, en lo que a nosotros respecta, lo que más curioso es el nombre que dan uno y otro al valiente salvador…

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El Noroeste

Para La Voz de GaliciaManuel Díaz Prego. Para El Noroeste, José María Díaz Prego. Eso sí: ambos coinciden en que era de Corrubedo.

¿Con cuál quedarnos, pues? Difícil decisión.

El caso es que, hace algo más de un año, relatamos con el título «El nombre de los héroes» otro suceso acaecido en 1885 en el que diez de nuestros vecinos se subieron a una lancha en medio de una tormenta (la San Antonio y Ánimas, también protagonista del episodio «De langostas y hombres») y salvaron de una muerte segura a los tripulantes de la goleta valenciana Dichosa: gesta que fue reflejada en el Boletín de la Sociedad de Salvamento de Náufragos.

¿Sabéis cómo se llamaba el patrón de la lancha?

José Manuel Díaz Prego.

Y es nuestra apuesta.