
En el curso de la vida de este blog hemos dado cuenta de la visita que el general Francisco Franco, siendo jefe del Estado, hizo a nuestro pueblo con motivo de su asistencia a la festividad del Nazareno en A Pobra. También, de aquella vez en que Alfonso XIII, junto a su madre María Cristina, circunvaló nuestro cabo a bordo del yate real Giralda perseguido por los periodistas. Y ahora, aprovechando que esta semana nos estamos desayunando con las andanzas de Pedro Sánchez Pérez-Castejón durante sus vacaciones marroquíes ataviado con una fachona gorra a lo Peaky Blinders, se nos ha ocurrido rememorar la ocasión en que un descocado y pecho al viento Adolfo Suárez, primer presidente de la Democracia, anduvo de pesca por nuestras aguas en una suerte de calma en medio de la tempestad política.
Ocurrió hace 43 años en el que sería [ojo, spoiler] su último verano al frente del Gobierno de España.

Pongámonos en situación. Pintaban bastos para el gobierno de la UCD en el verano de 1980. La formación encabezada por Adolfo Suárez iba cuesta abajo y sin frenos, asediada por el paro, la inflación, los sangrientos atentados de ETA y la creciente inseguridad ciudadana, en tanto que el ruido de sables se oía como un murmullo lejano, amortiguado por las charlas de café y el descorche de botellas de champán de los militares. Poco antes, el 31 de mayo, el político abulense había tenido que superar una moción de censura —la primera desde la promulgación de la Constitución— interpuesta por el PSOE y que había erigido a Felipe González en la gran esperanza roja para renovar el colchón de la Moncloa. La autoridad del presidente del Gobierno empezaba a ser cuestionada incluso dentro de su propio partido. Hasta don Juan de Borbón, en público, y su hijo Juan Carlos I, en privado, habían insinuado la necesidad de un cambio o un golpe de timón.
Ante semejante panorama y con el ánimo de darse un respiro, Suárez aterrizaba en el aeródromo de A Lanzada el 1 de agosto a bordo de un helicóptero de las Fuerzas Armadas. Se iba a instalar en O Grove en una impresionante mansión conocida como La Atlántida, propiedad de los herederos de Raimundo Vázquez Lera, un magnate de la construcción pontevedrés fallecido dos años antes.

La agenda vacacional de Suárez incluía caminatas, partidos de tenis, visitas a distintas localidades donde saborear sus manjares, y, cómo no, placenteras excursiones en barco por las rías gallegas. Sus idas y venidas eran objeto de un minucioso seguimiento por una legión de periodistas («no abandona su inseparable paquete de cigarrillos negros emboquillados, de los que fuma sesenta al día, en contra de todas las recomendaciones») ansiosos de vislumbrar el futuro de España en los posos del café con leche de que, también dijeron, no se privaba el presidente.
Y hete ahí que en la tarde del martes 5 de agosto embarcaría en la Rosarito, una motora matriculada en Vilagarcía con la que, en su primera singladura, se dedicó a pescar al curricán entre los bajos de Corrubedo y la costa oeste de la isla de Ons, según informó La Voz de Galicia.

La Rosarito estaba patroneada por Antonio Ventoso Núñez, de Vilanova de Arousa, ayudado por el marinero Hipólito Maneiro Campos. Al día siguiente, la embarcación se dejó caer otra vez por el cabo Corrubedo previo almuerzo frente a la isla de Sálvora a base de marisco y sardinas asadas regadas con champán catalán.
Esto también nos lo cuenta La Voz de Galicia en un artículo que contenía una noticia más pequeña con este titular: «No hay distanciamento entre el Rey y el Presidente del Gobierno».
Excusatio non petita…

Las vacaciones de Adolfo Suárez en Galicia duraron veinte días y aún hoy se escribe sobre aquella estancia en artículos de lo más variado [dejamos abajo el enlace de algunos] que ponen el foco en temas concretos como la gestación de nuestro Estatuto de Autonomía o la pericia del presidente pescando tiburones —tintoreras— en la ría de Pontevedra.
Entretanto, el piloto de la Transición negaba la mayor: «No me perturban los rumores sobre cambio de Gobierno», titulaba El País, mientras que el diario Ya publicaba el dibujo de un meditabundo Suárez sentado en bañador sobre la cabeza de Leopoldo Calvo-Sotelo, los pies en la arena bajo un sol achicharrante.

Hoy sabemos (lo reveló su hijo en 2014) que fue durante esas vacaciones cuando tomó la decisión de dimitir. Ignoramos el momento preciso en que pasó de lo posible a lo certero, pero no nos cuesta nada imaginar a un Adolfo Suárez deshojando la margarita mientras la Rosarito avanza plácida por nuestras aguas, pues son notorias las cualidades catárticas de la pesca al curricán, en la que se anclan varias cañas en la popa, cada sedal a una profundidad diferente.
La renuncia la hizo efectiva el 29 de enero de 1981. El 10 de febrero, el rey propuso a Calvo-Sotelo como sucesor, quien no logró ser investido en la primera votación, celebrada en la jornada del 20. Tres días más tarde, el Congreso abordaría su segundo intento de investidura. A las 18.23 horas, un nutrido grupo de hombres vestidos de verde irrumpía en el hemiciclo comandado por un individuo barrigudo de bigote y tricornio que, pistola en la diestra, gritó: «¡Quieto todo el mundo!».
El resto es historia.
[Algunas fuentes consultadas: «De cuando Suárez vino a pescar tintoreras» (Tiburones en Galicia), «El origen gallego de Adolfo Suárez» (Galicia Única), «Suárez y el Estatuto gallego: de Galicia como excusa a Galicia como problema» (elDiario.es), «Suárez: «No me perturban los rumores sobre cambio de Gobierno»» (El País), «O Grove, el paraíso donde Adolfo Suárez decidió dimitir» (Faro de Vigo) y «Los inicios del cerco a Adolfo Suárez» (Cahiers de civilisation espagnole contemporaine)]
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