El Louvre en 1380

Pasó cuatro siglos olvidado.

Desde que en abril de 1424 dos notarios se ocuparon de inventariar la biblioteca del monarca francés Carlos VI, muerto dieciocho meses antes, loco perdido, ninguna mirada se había vuelto a posar en él. O al menos ninguna con la sensibilidad suficiente como para reconocer su increíble valor.

Tampoco los dos notarios. Aquellos tipos se habían enclaustrado en el castillo del Louvre para cumplir el encargo de Juan Plantagenet —duque de Bedford, regente de Francia, futuro incinerador de Juana de Arco— y cuando le llegó el turno al extraño volumen localizado en la primera de las tres habitaciones de la antigua torre de la Cetrería (la tour de la Fauconnerie, que había sido transformada en 1367 en tour de la Librairie por Carlos V, quien tuvo la ocurrencia de desahuciar los alados inquilinos para meter dentro sus libros), no supieron calibrar su precio. Ni de lejos. Lo estimaron en cuatro libras: una miseria, incluso con la inflación.

Sería estupendo tratar de seguirle el rastro al artefacto durante los siglos oscuros, en el curso de los cuales la tour de la Fauconnerie donde estaba custodiado quedó reducida a escombros, sumida en esa metamorfosis incesante que aún hoy no deja de experimentar el Louvre, pero la verdad: no tenemos tiempo para ello. La obra volvió a ver la luz en 1843, cuando dos investigadores llamados Jean Alexandre C. Buchon y Josep Tastu publicaron dentro del tomo 14 de Notices et extraits des manuscrits de la Bibliothèque du Roi una abultada disección de 152 páginas denominada «Notice d’un atles en langue catalane». Su arranque ya columbraba la magnitud del hallazgo.

«El Atlas catalán, del que nos vamos a ocupar, es un monumento muy importante para la geografía en general y en particular para la Edad Media.

La fecha de su elaboración se remonta al año 1375, como vamos a probar más adelante.»

El mundo se asomaba así después de cuatrocientos diecinueve años a uno de los mapas más hermosos jamás creado por un cartógrafo del Medievo. Y no solo eso. Fue el primero en la historia que mostró una ornamentada rosa de los vientos. Y el fruto de un titánico acopio de documentación que situaba hasta las referencias geográficas más remotas, tomadas de los relatos de Marco Polo o del misionero dominico Jordanus de Severac, explorador de Asia. Y un certero termómetro geopolítico donde el mar Mediterráneo ocupaba el centro del mundo (conocido) y refulgían el templo de Jerusalén o la ciudad de La Meca, en tanto que otras sacrosantas localidades que, en nuestra ignorancia, daríamos por sentado que se hallan en él sin embargo no lo estaban. Ya no es que no figuren Barcelona o Madrid. Es que tampoco se encontraba Santiago de Compostela, faro de la cristiandad medieval.

Pero, ¿sabéis qué sí estaba?

Pues claro…

En aquel deslumbrante mapa alguien había escrito el nombre de Corrubedo.

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El atlas desplegado: 65 centímetros de alto por 3 metros de ancho

Doce hojas elaboradas en pergamino de cuero de becerro dispuestas sobre una tabla de madera plegable. Cada hoja posee unas dimensiones de 65 por 50 centímetros. Las cuatro primeras hablan de mareas, del zodiaco, de las fiestas agrícolas, de la luna y las estrellas… Las otras ocho abarcan el mapa en sí. La imagen global de arriba, tan larga, no hace justicia a su verdadera belleza.

Escribían sus descubridores Buchon y Tastu que el mapa se remonta a 1375. En realidad, en el documento no viene registrada ninguna fecha. Tampoco el nombre del autor o autores. ¿Quién o quiénes diseñaron semejante maravilla? ¿Cómo llegó a París?

No se puede asegurar al cien por cien, pero la hipótesis más aceptada entre los historiadores sostiene que fue el regalo del heredero de un rey a un nuevo rey.

Veréis…

El remitente

Este es Juan I de Aragón (1350-1396), hijo de Pedro IV el Ceremonioso y de Leonor de Sicilia. Su reinado fue un desastre administrativo y financiero: prefería irse de caza que atender a sus responsabilidades como monarca —y la caída de un caballo mientras practicaba su cinegética afición acabó con él—. No obstante, sí se le reconoce como un decidido impulsor de las artes y las letras que instituyó los Juegos Florales de Barcelona, donde competían los mejores trovadores y poetas de la redonda.

Siendo aún el príncipe heredero a la corona de Aragón, Juan le habría hecho un regalo a su primo Carlos VI, que con once primaveras se había encaramado al trono de Francia el 4 de noviembre de 1380. El rastro del obsequio lo encontramos en una carta datada justo un año y un día después: el 5 de noviembre de 1381. La misiva acredita la entrega al señor Guillem de Courcy por parte de un tal P. Palau de un mapamundi a efectos de ser trasladado a la corte del recién proclamado soberano y, ahora sí, el escrito contiene la identidad de su autor: «Cresques lo juheu que lo dit mapamundi ha fet».

«Cresques el judío que el dicho mapamundi ha hecho».

La referencia hace alusión a Abraham Cresques (1325-1387), judío mallorquín, relojero, constructor de brújulas y otros útiles de navegar que ha pasado a la historia como uno de los más excelsos cartógrafos de la Edad Media. El hombre habría recibido por el encargo 150 florines de oro de Aragón y 60 libras mallorquinas, y para su confección habría sido ayudado por su joven hijo Jafuda Cresques (1360-1410), quien, después de ser cristianizado como Jaume Ribes, emigraría a Portugal y se convertiría en asistente del legendario Enrique el Navegante, instigador de varias expediciones marítimas por las costas de África.

Los Cresques representan el apogeo de la llamada Escuela Cartográfica Mallorquina, con la que solo sus homólogos genoveses fueron capaces de rivalizar. Antes de adentrarnos en el motivo de este post, recreémonos en algunos de los muchísimos detalles escondidos en el atlas. Empezando por este:

La primera rosa de los vientos

La primera rosa de los vientos nunca reflejada en un mapa. Contiene los ocho vientos principales, escritos en sabir —la lingua franca compartida por marineros y mercaderes del Mediterráneo—, lo que evidencia el dominio que tenía Abraham Cresques sobre todo lo concerniente a los instrumentos navales.

El más rico

Ni Creso. Ni Rockefeller. Ni el Tío Gilito. Ni Bill Gates. Ni Jeff Bezos. Esta que veis aquí está considerada la persona más rica en toda la historia de la humanidad. Su nombre, el Mansa Musa (1280-1337), rey de Mali. Poco conocido por otros potentados de su tiempo hasta que tuvo la idea de irse en peregrinación a La Meca. En el trayecto estuvo acompañado por una caravana formada por 60.000 almas, y hasta los esclavos iban ataviados con brocados de oro y la mejor seda persa. Si tuviésemos en cuenta la inflación, su fortuna hoy rondaría —dicen— los 400.000 millones de dólares, el doble de lo que atesora el fundador de Amazon.

Sus majestades de Oriente

En un día como hoy, 6 de enero de 2021, no podíamos dejar de mostrar esta miniatura en la que los tres Reyes Magos van camino de Belén a lomos de sendos caballos para celebrar un ritual que esta madrugada se ha emulado en millones de hogares de todo el orbe.

Música y muerte

Una estampa inquietante situada en la lejanísima Catay. Tres músicos tocando música mientras otro individuo está siendo incinerado. El texto superior explica: «Sabed que los hombres y mujeres de esta región, una vez que han muerto los llevan a quemar acompañándolos con instrumentos y jolgorio, aunque los parientes del difunto lloran. Y ocurre algunas veces, si bien solo de cuando en cuando, que las esposas de los difuntos se arrojan al fuego con sus esposos, pero, en cambio, los maridos nunca se arrojan junto a las mujeres».

En los confines

Al otro extremo del mundo conocido, la escasez de datos geográficos se compensa con emanaciones de algunas de las supersticiones más enraizadas en la mente medieval. Por ejemplo, el ser coronado que en el centro de la imagen sostiene sendas ramas y reparte sus dádivas entre nobles, monjas y obispos con los brazos alzados, no es otro que el Anticristo: falso profeta que «cuando tenga treinta años empezará a predicar en Jerusalén; contrariamente a la verdad, proclamará que él es Cristo, hijo de Dios vivo, y se dice que reedificará el Templo». Justo sobre su testa, invertido, contemplamos al mismísimo Satanás en compañía de Alejandro Magno.

Volvemos

Y ahora sí. Tras este rápido periplo —el atlas da muchísimo más de sí— regresamos a nuestro extremo terráqueo y entramos en materia. Hemos tomado como referencia la ya exhibida rosa de los vientos y, a su derecha, hemos recuadrado en color azul la porción de mapa que nos va a interesar: apenas una listas de nombres sin grandes florituras cromáticas ni llamativos dibujos. Tal vez porque, tocante a estas complicadas costas, al constructor de brújulas Cresques le interesaba más marcar los hitos geográficos que un navegante debía tener en cuenta antes que alardear de talento.

Lo agrandamos.

Galicia

En una muestra de agudeza visual digna de encomio, los propios Jean Alexandre C. Buchon y Josep Tastu transcribieron las localidades que aquí enseñamos en su monumental estudio «Notice d’un atles en langue catalane» y además trataron de identificarlas con sus topónimos actualizados. Las repetimos —en algún caso, ligeramente corregida según el criterio de otros investigadores futuros— y para ello partiremos del nombre en color rojo situado más al norte y andaremos hacia el sur. Vamos allá: Betanzos, Corogna, Cormes, Mongia, Sea, Muros, Noya, Corouedre, Lopeyra, Puntauedre, Radondella, Baona de Mignor, Mignor, Viena, Villa, Naxoia y Portogal.

La mayoría no precisa traducción, pero por si acaso: Betanzos, Coruña, Corme, Muxía, Cee, Muros, Noya, Corrubedo, [Islas] Lobeiras, Pontevedra, Redondela, Bayona, [Río] Miño, Viana do Castelo, Vila do Conde, ¿Neiva?… y con el último fogonazo rojo ya nos adentramos en Portugal.

Vamos a repintar Corrubedo en azul para que lo advirtáis sin problemas:

«corouedre»

No hay constancia de la impresión que le causó el mapamundi a Carlos VI, imberbe monarca francés que aún tendría que esperar a cumplir veinte años para gobernar sin figuras interpuestas. El joven asumió esta responsabilidad con energías, pero poco duró el pulso firme en su cetro: con veinticuatro empezó a sufrir unos ataques psicóticos que hicieron que su tío Felipe II, duque de Borgoña, asumiese la regencia en 1392. Consumida por su interminable guerra con los ingleses, Francia se fue desangrando durante las siguientes décadas, aunque su rey permanecía ajeno a estas cuestiones de estado. Bastante tenía con arrostrar sus cada vez más abracadabrantes alucinaciones. Acabó sus días en 1422, envuelto en gruesas mantas en un cuarto de palacio para evitar cualquier contacto físico porque pensaba que su cuerpo estaba hecho de vidrio.

Aún menos mal que no se le dio por masticar sus libros.

Carlos VI, apodado el Loco

[Algunas fuentes consultadas: Atlas de cartes marines / Atles catalan (atribuido a Abraham Cresques), Recherches sur la librairie de Charles V (Léopold Delisie), «Notice d’un atles en langue catalane» (de Jean Alexandre C. Buchon y Josep Tastu, en Notices et extraits des manuscrits de la Bibliothèque du Roi, volumen 14) y La cartografía mallorquina (Julio Rey Pastor y Ernesto García Camarero)]