
Las dos de la madrugada del viernes 24 de octubre de 1930. El Fito, un mercante bilbaíno, navega de Sada a Gandía con cargamento de madera. Se encuentra a la altura de cabo Corrubedo. Hay oscuridad y bruma. De repente, sin que ninguno de los que permanecían despiertos se hubiese percatado, un navío se cruza por la proa. Chocan. La violencia del abordaje arranca planchas del casco del buque y el agua se empieza a filtrar por las brechas abiertas. Nadie vio nada. Cuando la tripulación reacciona, divisan las luces del otro vapor, distanciándose. Imposible identificar su nombre o nacionalidad. Un fantasma entre la bruma. Imperturbable.
Hay que salvar el barco. El capitán, José María Ruiz, ordena poner rumbo a la isla de Sálvora. Tras una hora de navegación, el buque empieza a inclinarse de proa, peligrosamente. El capitán manda arriar un bote. Se suben los dieciocho tripulantes. El Fito se hunde.
Hay que intentar vivir.

Puede que fuese el nombre lo que nos despistó, pero antes de iniciar la investigación esperábamos encontrarnos una nave de corta trayectoria. Y nada más lejos de la realidad. Cuando se fue a pique, el Fito era un vetusto matusalén de los mares al que no le faltaba mucho para cumplir su quincuagésimo aniversario…
Sí. Aquel carguero había nacido en 1880: antes de la invención del automóvil, el gramófono, el cine o el aeroplano, el mismo año en que Thomas Alva Edison patentó la bombilla. Fue construido en Wallsend, al nordeste de Inglaterra, en los astilleros de la Schlesinger, Davis & Co., compañía fundada en 1865 por el arrojo de Charles Albert Schlesinger —que había aprendido el oficio en la empresa del brillante ingeniero Robert Stephenson, pionero en la fabricación de locomotoras y raíles de ferrocarril— y Frederick Blake Davis, quien a su vez se había formado a las órdenes del escocés Charles Mitchell, de cuyas gradas en Newcastle a orillas del río Tyne había salido un navío por nosotros tristemente conocido: el holandés Friesland.
El Cypriano, que así fue bautizado el protagonista de esta historia, se botó el 17 de noviembre de 1880. Medía 77 metros de eslora, 10 de manga y 5,7 de puntal. Su arqueo de registro bruto era de 1.453 toneladas. El neto, de 1.030. Casco de hierro. Motor de 152 caballos de vapor fabricado en Newcastle por R. & W. Hawthorn & Co.. Contaba con un barco gemelo llamado Landore que había visto la luz dos meses antes, el 7 de septiembre, y en 1882 brotarían del mismo astillero otros dos hermanos con características técnicas muy parecidas: el Lavrion y el Benisaf. Este último, con otro nombre, ocasionaría la mayor masacre no bélica ocurrida en España en el siglo XIX. Luego la veremos.
Los cuatro buques fueron un encargo de la Compagnie Française des Steamers de L’Ouest, con sede en París y base operativa en Swansea, País de Gales. Dicha empresa estaba gestionada por un tal Jules Mesnier, quien en 2016 tuvo veinte minutitos de fama a raíz de una extraña noticia sacada por la BBC: el hallazgo de una carta que el hermano de aquel, Pierre Alexandre Mesnier, jurista en la corte de Napoleón III, había enviado desde París a su madre residente en Normandía en 1870. El intríngulis del asunto estaba en que la misiva había logrado burlar mediante un globo aerostático el cerco al que el ejército de Otto von Bismarck estaba sometiendo la ciudad gala (nos hallamos en plena Guerra Franco-Prusiana) y, rizando el rizo de lo inexplicable, la carta terminó apareciendo en Australia. ¿Cómo acabó allí? Eso era lo que resultaba especialmente inquietante para el canal de noticias británico, que tenía motivos para señalar a Jules como verosímil cooperador necesario, puesto que había sido el promotor de una empresa minera de fosfato (la primera nunca creada con capital francés) en las antípodas: la constituyó en 1909 bajo el nombre de Phosphate de l’Oceanie.

Y es que nuestro Jules Mesnier debía de ser todo un emprendedor. En la época del Cypriano tenía un socio llamado Philippe François Poingdestre, afincado en Le Havre, con el que compartía negocios de corretaje marítimo y exportación de carbón. Ambos poseían intereses coloniales en el cuerno de África, incluyendo un depósito de carbón en un pequeño puerto llamado Obock (en la actual Yubuti) destinado a los vapores de la Compagnie Française des Steamers de L’Ouest, pero que, a raíz de la guerra francochina de Tonkin (1884-1885), se convirtió en el proveedor oficial de este combustible fósil para los buques estatales franceses que operaban en aquellas aguas, ya que los británicos con su habitual zorrería se habían escudado en una muy oportuna posición de neutralidad para cortar el suministro a la marina tricolor.
Rebuscando en la prensa de la época, no hemos encontrado ninguna noticia alusiva a la presencia del Cypriano en Obock pero sí en otras localidades de más allá del canal de Suez como Aden (en la actual Yemen), Karachi (Pakistán) o Basra (Irak). Desde aquellas latitudes transportaba cargamentos de carbón y, en menor medida, zinc o mineral de hierro hasta los puertos galeses de Swansea y Cardiff. Entremedias, escalas en enclaves bañados por la mansedumbre del Mediterráneo como Malta, Lavrio, Nápoles, Civitavecchia, Marsella, Orán o Gibraltar y, ya más acá del estrecho, la atlántica Amberes.
Aquellas incesantes idas y venidas discurrieron sin cuento. Lo único, sucesos puntuales como la aparición del capitán de otro navío muerto en la bodega de nuestro vapor mientras estaba atracado en Swansea o la tentativa de deserción de cuatro marineros franceses (ya sea por casualidad o por causalidad, ambos acontecimientos ocurrieron el mismo día, 6 de marzo de 1884, pero fueron contados en noticias y fechas distintas). El hecho más grave tuvo lugar en noviembre de 1881: el varamiento del Cypriano en el puerto de Lavrio (al que nuestras fuentes denominan Ergasteria) tras impactar contra una roca conocida como Pacha o Pasha en un canal del cabo Matapán, al sur del Peloponeso. Afortunadamente, la nave pudo ser reflotada. Fue conducida a Marsella en enero de 1882 para completar las reparaciones.

Aquellas trilladas rutas desde las islas británicas hasta los puertos de Oriente Medio y viceversa tuvieron una llamativa alteración que hemos localizado en el Bulletin Consulaire Français editado en 1886 por el ministerio de Comergio galo.
En su página 400 cuenta que la Compagnie Générale Transatlantique (más conocida por sus iniciales, CGT) fletó tres barcos de la Compagnie Française des Steamers de L’Ouest para transportar material para la construcción del canal de Panamá. Eran el Lavrion [que ya hemos citado arriba], el Breton y el Cypriano. La información fue reportada en 1885 desde Saint Thomas, en las actuales Islas Vírgenes, y precisa que en el caso de nuestro navío su presencia fue consignada «deux fois»: dos veces.
Tal vez convenga aclarar, por cierto, que aunque fueron los yanquis quienes lograron coronar la hazaña de hacer navegable el istmo centroamericano a base de un sistema de esclusas (el vapor SS Ancón hizo los honores de inaugurar la travesía en 1914), antes lo habían intentado los hijos de Astérix. El promotor había sido Ferdinand de Lesseps, hipermotivado después de completar con éxito el majestuoso reto del canal de Suez, pero esta vez su proyecto tuvo que claudicar ante las dificultades orográficas, la malaria, la fiebre amarilla, los terremotos, los recelos norteamericanos, los escándalos de corrupción, los reveses en bolsa, las intrigas plutocráticas y una opinión pública y mediática que acabó por posicionarse en contra.
En 1888 el dinero se acabó y la obra recibió carpetazo, aunque por entonces ya hacía tres años que el Cypriano había cambiado de dueño y bandera.

En 1885, una empresa minera denominada Société Commerciale d’Affrètements & de Commission (SCAC) compró la compañía de Jules Mesnier para optimizar el transporte entre sus yacimientos de hierro en Argelia y los de carbón en Francia e Inglaterra. La transacción tuvo como efecto colateral el desprenderse de los cuatro navíos hermanos construidos en Wallsend, que fueron vendidos a la Naviera Ybarra, domiciliada en Sevilla. Ipso facto, todos mudaron de identidad. El Cypriano pasó a denominarse Cabo Ortegal. El Landore, Cabo Creux. El Lavrion, Cabo Mayor. Y el Benisaf, ay el Benisaf, Cabo Machuchaco.
Y por lo que se ve, de mercantes traspaladores de sucio carbón ascendieron a conductores de pasajeros. De ahí que el rotativo compostelano Gaceta de Galicia anunciase con gran pompa en 1886 que «los Sres. aficionados que deseen concurrir á las corridas, que tendrán en lugar en la Coruña, los días 2, 3 y 4 de Julio próximo» pueden realizar desde Carril «un viaje cómodo y rápido que á dicho punto hará el magnífico vapor de gran porte CABO ORTEGAL».
Todo sea por ver torear a Rafael Molina Lagartijo y a Rafael Guerra Guerrita, las estrellas del cartel…

El Cabo Ortegal permaneció en la Naviera Ybarra [hace tres años ya relatamos una anécdota relativa a otro buque con nombre de saliente español perteneciente a esta misma compañía de capital euskoandaluz: el Cabo Huertas] hasta 1917. En todo este tiempo se dedicó a corretear por los puertos de la península Ibérica con alguna que otra escapada al litoral francés, tal como muestra el anuncio colocado al principio, que incluye la única ilustración del barco que hemos encontrado [ojo: en internet abundan las fotografías de un Cabo Ortegal propiedad de Naviera Ybarra, pero corresponden al bajel que heredó tal identidad y fue construido en Nervión en 1919].
El mayor susto de esta etapa lo recibió el 17 de abril de 1896, cuando en la ría de Bilbao impactó con el vapor inglés Albeires. La Comandancia de Marina declaró responsables a los luteranos.

Nada que ver con lo que le aconteció a su hermano Cabo Machuchaco el 3 de noviembre de 1893. Estando atracado en el muelle de Maliaño, en el barrio pesquero de Santander, se declaró un incendio a bordo. Al parecer, el fuego se originó en torno a la una de la tarde por la rotura de un recipiente de vidrio estibado en cubierta que contenía ácido sulfúrico. Los bomberos y los tripulantes de otros barcos anclados en las proximidades acudieron en su auxilio. Multitud de curiosos se arremolinaron en el puerto atraídos por el humo y las llamas. Lo que ninguno de ellos sabía es que las bodegas contenían, entre otras mercancías, cincuenta y una toneladas de dinamita.
Bueno. El año pasado describimos una horrible catástrofe provocada por el invento de Alfred Nobel que algún periodista calificó de «crimen del siglo»… Esto fue aún peor, al menos en sus consecuencias. Cuando, a eso de las cinco menos cuarto de la tarde, la dinamita explotó, una pirámide invertida se formó en el cielo y una tromba de agua invadió la tierra y la metralla voló por doquier y la onda expansiva cabalgó desbocada y desplomó sesenta edificios y dañó otros ochenta y tres. Murieron 590 personas y hubo más de dos mil heridos.
Un monumento erigido en las cercanías de donde estaba anclado el buque recuerda aquella tragedia. Es el epicentro de los homenajes que el ayuntamiento cántabro organiza anualmente coincidiendo con la fatídica fecha… Así que hoy, 3 de noviembre de 2019, toca otra vez.

Tercera encarnación: Valentín.
El artífice de esta mutación fue un tal Teodoro Seebold, que compró el barco en 1917 y lo matriculó en San Sebastián aunque poco duró en sus manos ya que lo transfirió ese mismo año al político y armador de Vilagarcía Wenceslao González Garra, propietario de una pequeña flota de cargueros que rigió los designios de nuestro navío hasta 1924.
Garra lo matriculó en Bilbao. Poco después se cruzó en el camino de ambos el Comité del Tráfico Marítimo, ente que había sido creado durante la Primera Guerra Mundial con la facultad de intervenir cuantas embarcaciones conformaban la marina mercante española con el fin de transportar las mercancías que, en aquellos tiempos de carestía (de carestía para el ciudadano de a pie, pero no para los navieros que hicieron el agosto a raíz de la contienda internacional y vieron multiplicados exponencialmente sus beneficios), el Gobierno juzgase indispensables para sostener la economía patria, sobre todo trigo y carbón. Y para transportar carbón fue requisado en 1919 tal y como leemos en este recorte:

No fue el único imprevisto que tuvo en esta andadura. En agosto de 1924 sufrió un incendio en aguas de Ceuta mientras transportaba paja desde Málaga hasta Río Martín, localidad marroquí. El Valentín fue asistido por otros barcos mercantes y buques de guerra. Para poder apagar el fuego hubo que arrojar el cargamento al mar. Registró «importantes averías».
Pero resistió. Y volvió a cambiar de dueño recayendo en la naviera bilbaína de José María Scala Astiazaran. Su nuevo propietario lo rebautizó Marivi, con lo que pasó de ostentar un nombre de varón a uno de mujer. Scala lo puso a peregrinar de un puerto ibérico a otro cargando carbón y, por una vez, en esta cuarta encarnación, no lo hemos visto envuelto en ningún incidente…
En 1930, la última mutación. El armador vizcaíno Adolfo Ramírez Escudero fue quien acuñó su postrera denominación: Fito [¿Adolfo: Adolfito: Fito?]. De esta forma, volvían a cambiarle el género a este achacoso vapor que tantos y tantos kilómetros de costa había surcado en cuatro continentes distintos a lo largo de casi medio siglo, a este flotante Tiresias que fue incapaz de predecir que, por culpa de una colisión en la oscuridad, iba a encontrar la muerte cerca de Corrubedo el viernes 24 de octubre de 1930…

Mientras los tripulantes del Fito intentan salvarse, un villorrio de Texas llamado Sabine Pass situado a 7.400 kilómetros de distancia presencia el nacimiento de Jiles Perry Richardson Junior, un nombre que no os dirá absolutamente nada salvo que seáis unos melómanos redomados. Tal vez sí os suene el apodo por el que fue conocido: The Big Bopper. A finales de los años cincuenta del siglo XX tuvo mucho éxito con el tema «Chantilly Lace», de pegadizo y buenhumorado rockabilly.
Pero su carrera se truncó de la peor manera. La historia es conocida. El 3 de febrero de 1959, en medio de la nada en Iowa, tres jóvenes cantantes se subieron a una avioneta para volar hasta la siguiente escala de su gira por el Medio Oeste. Tenían que haber ido en autobús, pero la fatiga, el frío y el mal humor estaban haciendo mella en ellos. El instigador del cambio de medio de locomoción fue Buddy Holly, cantautor de composiciones tan sensacionales como «Peggy Sue», «Everyday» o «Not fade away» [sí, la de los Rolling Stones]. Sus acompañantes a bordo del pequeño Beechcraft 35 Bonanza, con capacidad para cuatro personas, piloto incluido, tendrían que haber sido dos músicos de su banda, pero uno de ellos cedió gentilmente su sitio a un griposo The Big Bopper. En cuanto al otro, se lo jugó a cara o cruz con el tercer cantante, quien le había pedido el asiento. Salió cara y ganó Ritchie Valens, vocalista latino de diecisiete años que estaba causando sensación con su electrizada versión de una tonada popular mejicana que todos hemos tarareado alguna vez: «La Bamba».
«¡Espero que tu viejo autobús se congele!», bromeó Buddy Holly con el músico que había donado su puesto a The Big Bopper. «¡Bueno, yo espero que tu viejo avión se estrelle!», le replicó aquel. Al poco de despegar a las 0:55 durante una suave nevada, la avioneta cayó en picado e impactó contra el suelo a una velocidad probable de 273 kilómetros por hora. Ni que decir tiene que nadie se salvó (nuestro recuerdo también al piloto: Roger Peterson). Los amantes de la música lloraron como no habían llorado nunca por un accidente aéreo desde lo de Carlos Gardel.
En 1971, Don McLean publicó una larga y críptica canción en que la muerte de los tres cantantes sirvió de melancólico leitmotiv, de recurrente piedra de toque mientras Don avanzaba en sus estrofas por los meandros de la historia del rock. El tema, «American Pie», permaneció durante cuatro semanas en la cima de las listas estadounidenses. En cuanto a la velada alusión a Holly, Bopper y Vallens, arraigó con tal fuerza que, aún hoy, después de tanto tiempo, así es como los entendidos designan el luctuoso suceso del 3 de febrero de 1959… El leitmotiv era: «The day the music died».
El día que murió la música.

Todo eso está aún por suceder. Por ahora The Big Bopper solo está viniendo al mundo en una esquina de Texas. Y aquí, tras varias horas a merced de las olas, los tripulantes del Fito son avistados por los marineros del vapor de pesca Corbaceiro número 2, que acude en su auxilio. Son las siete y media de la mañana. Los náufragos son recogidos a una milla de Sálvora y conducidos a Vigo, donde las autoridades de Marina les toman declaración.
«¿Qué ha sido del buque abordado?», se pregunta retóricamente el diario local El Pueblo Gallego.

La noticia obtiene repercusión no solo en la prensa regional (El Noroeste, La Voz de Galicia…) sino también en la de la meseta (La Libertad, El Siglo Futuro…) e incluso en algún periódico inglés (Nottingham Journal, The People…), allí donde el buque había nacido como Cypriano. Ninguno es capaz de citar el nombre o nacionalidad del navío presuntamente agresor.
El lunes 27 de octubre al mediodía, los náufragos llegan a Bilbao y, después de cobrar sus haberes en la casa armadora, marchan hacia sus lugares de residencia. El vespertino madrileño La Voz señala que los tripulantes «tienen la seguridad de que el barco que abordó el suyo se fué a pique».

Pero se equivocan.
[Algunas fuentes consultadas: «Shipbuilder: Schlesinger, Davis & Co, Wallsend (1865 – 1893)» (Tyne Built Ships), «Cómo una carta que salió en globo del asedio de París en 1870 terminó en Australia» (BBC, 13 de marzo de 2016), «Un desastre a la española» (Prácticos de puerto), «Histoire de Djibouti» (Djibouti, Terre dès Extrémes), «The complementarity between merchant shipping and auxiliary to transport activities. The case of two French firms, Scac and Saga (1880s-1990s)» (Hubert Bonin), «SS Fito (+1930)» (Wrecksite), El impacto de la Primera Guerra Mundial en la marina mercante española: un apunte sobre el caso catalán (1914-1922) (Enrique García Domingo)]
Una más:
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