
Los malditos bajos. Durante siglos un desafío en el arte de la navegación, capaz de hacerle temblar el pulso al lobo de mar más curtido a la hora de emprender el dificilísimo trance de doblar (que no doblegar) el cabo. Ya hemos hablado aquí del hundimiento del Dom Pedro, una de las mayores tragedias náuticas ocurridas en su época. Por suerte, no todos los accidentes acaecidos en esa floración de piedras semisumergidas que acechan Corrubedo tuvieron tan triste final.
Hoy traemos otro incidente marítimo protagonizado por un navío pretendidamente holandés (cójase en principio esta nacionalidad con pinzas) justo el mismo año que lo del Dom Pedro (1895) y que se deslizó a las letras de imprenta tal día como hoy, un 6 de octubre. No hubo muertos ni grandes desgracias que lamentar, no ha pasado a la historia, no tiene referencias en los portales de Internet especializados en naufragios, pero hemos querido aprovechar la coyuntura del suceso para explicar someramente hasta qué punto en las postrimerías del siglo XIX —una década antes del nacimiento del Ford T y del aeroplano patentado por los hermanos Wright— Galicia, la ría de Arousa y la península del Barbanza, Corrubedo incluido, estaban inextricablemente conectadas con el resto del mundo gracias a un sabroso animal pelágico de dos años de vida media, cuya temperatura idónea de desove es de 10 a 17 grados centígrados y que alcanza en septiembre su peso máximo, unos 60 gramos.
Los acontecimientos son como siguen o al menos así fueron explicados. El vapor holandés Júpiter, perteneciente a la compañía Det Forenede Dampskibs-Selskab, había zarpado del puerto inglés de Plymouth teniendo por destino final la vecchia Italia, previa parada en Puebla del Caramiñal (sic). Era un carguero de 775 toneladas con 25 tripulantes al mando del capitán Hansen.

Un dato que nos chirría… Con su impronunciable nombre, la citada compañía naviera no es originaria del país de los tulipanes sino danesa. De Copenhague para más señas. Aún existe y se la conoce por sus siglas, DFDS, teniendo el honor de ser la más antigua y más poderosa casa armadora de la nación escandinava. ¿El barco era de Dinamarca, entonces? ¿Del país de los hermanos Laudrup? En el afán de contrastar la verosimilitud de esta opción hemos consultado el Inventario Oficial Danés de Barcos de Guerra y Comercio en su edición de julio de 1895 (en su idioma, Officiel Fotegnelse Danske Krigs- Og Handels-Skibe: antes de que nos llaméis frikis, está en Google Books). Y no. Ni uno de los buques adscritos a la Det Forenede Dampskibs-Selskab había sido bautizado como el dios romano…
Por contra, sí hemos descubierto que por esas mismas fechas había un vapor llamado de esta forma de otra naviera con siglas: la KNSM, acrónimo de Koninklijke Nederlandse Stoomboot-Maatschappijde, con sede en Amsterdam ¿Por lo tanto sí sería holandés, al fin y al cabo? ¿Del país de los hermanos De Boer? Es solo una conjetura. Pero juega en nuestra contra el hecho de que el apellido Hansen (hijo de Hans) sea el tercero más común en Dinamarca con el 4,3% de su población. Un lío.

Ante la imposibilidad de despejar la incógnita, vamos a seguir… Para llegar a la tierra adoptiva de Valle-Inclán el buque tuvo que cruzar, cómo no, por los bajos de Corrubedo, nuestro cabo de Hornos. En la compleja maniobra el vapor tocó en ellos «produciéndose averías que se cree son de consideración, pero sin que, afortunadamente, se haya ido a pique», escribe un periodista. El barco conducía «alguna carga general» que habría de completar en la vecina Pobra pues estaba —y esto es importante— «realizando uno de esos viajes que por esta época efectúan muchos buques holandeses con objeto de recoger sardina para llevarla a Italia».
¡Sardina! ¡Sardina atlántica! Un producto de precio inferior a la carne, fuente de sustento de las clases humildes, que empezó por exportarse al Levante español (fue alimento imprescindible para los operarios del textil catalán y los mineros del plomo de Almería y Cartagena) y, a medida que las sucesivas innovaciones aumentaban cada vez más su tiempo de conservación, a otros puertos europeos y de ultramar, hasta convertir Galicia en la primera potencia del mundo en la especie.
La historia es bien conocida. Desde finales del siglo XVIII comenzaron a llegar los autoproclamados fomentadores catalanes (los nuevos tiranos, la polilla y holandeses del mediodía fueron otros epítetos no tan amables que recibirían por parte de algunos de sus nuevos vecinos): emprendedores procedentes del nordeste peninsular con sus novedosas técnicas de procesado del pescado (y su hermosa arquitectura pareja) que hacían que la mercancía pudiese llegar más lejos, en condiciones higiénico-sanitarias más adecuadas y a un coste de producción más bajo de lo conocido hasta entonces. La industria del salazón de la sardina floreció todo a lo largo de la costa gallega, teniendo en la ría de Arousa uno de sus puntos candentes (es más, la primera factoría instalada en nuestro país se edificó en la isla de Sálvora por obra y gracia de un coruñés vallisoletano: Jerónimo de Hijosa).
Cabo de Cruz, Palmeira, Riveira, Aguiño, Corrubedo, Castiñeiras, Porto do Son… En estos y otros núcleos del Barbanza proliferaron las fábricas de salazón, de las que perviven algunos vestigios en mejor o peor estado. Sin ir más lejos, aquí en Corrubedo sobreviven algunos ejemplos: la infraestructura sobre la que se concibió el Benboa, un aljibe en el Cantón o la ruina del Carraspello, en la playa de A Robeiriña, que da pena verla.

Y en cuanto a Pobra do Caramiñal, bueno… a despecho de lo que pudiere parecer tras las lindezas soltadas en cierto reportaje televisivo sobre el caso Diana Quer, ya por entonces era una villa muy bonita y señorial que fue escogida por prohombres de Levante para levantar sus almacenes de salazón, concentrándose sobre todo en una franja litoral que enseguida fue llamada Barrio de los Catalanes y que, dos siglos más tarde, hoy es conocida como Paseo do Areal, muy concurrido tanto en invierno como en verano.
Los Ferrer, los Villoch, los Soler, los Martí, los Barreras… Apellidos de ilustres fomentadores instalados en la agradable localidad. Casi seguro que de alguna de sus fábricas habría de salir la carga que iba a recoger el Júpiter para trasladarla a Italia. ¿Y por qué a Italia? Sin duda pesó el tratado que, firmado por primera vez en 1888 (hubo dos ratificaciones en 1892 y 1893), regía las relaciones comerciales entre los dos países y que, tocante a la sardina en salazón (y también a la anchoa, de las que los azzurri fueron grandes fomentadores en la cornisa cantábrica), permitía introducir el producto sin aranceles en los puertos transalpinos: una situación que perduró hasta 1905, año en que los compatriotas de Garibaldi decidieron implantar una tarifa de 5 liras por quintal para el pescado en salmuera. Ah, la balanza de pagos.
Pero… ¿qué pasó con el Júpiter? ¿Llegó a su destino? No lo sabemos. Lo que cuenta el cronista que tenemos de mano (el del diario La Época… hemos encontrado alguna noticia posterior pero en líneas generales viene a resumir lo aquí expuesto) es que se mandó un telegrama a su consignatario en Coruña, un tal «Sr. Carricarte» (que bien pudo ser Ricardo o bien José de Carricarte, ambos pertenecientes a una potentada familia de banqueros, agentes comerciales y representantes consulares), y que, sea quien fuere, demostró ser expeditivo al enviar dos buzos a bordo del buque F.M. para comprobar la magnitud de los daños.

Y hasta aquí. No supimos nada más. Suponemos que el buque seguiría su rumbo, que las sardinas acabarían en los gaznates del proletariado italiano y que la actividad del salazón —esto no lo suponemos, de esto estamos seguros— terminaría por doblar la cerviz ante la fuerza arrolladora de la industria conservera. Pero esa es otra historia.
Antes de concluir, una última cosa. Sí pudimos averiguar el destino final del Júpiter de la KNSM, el de los hermanos De Boer: un año después de nuestro suceso en Corrubedo, el día de Navidad de 1896, encalló cerca de la isla de Naissar, en el golfo de Finlandia, debido a la intensa niebla mientras hacía el trayecto entre Amsterdam y Reval, que era como se conocía entonces a la capital de Estonia (hoy Tallin).
No hubo víctimas. Dos de dos.

[Algunas fuentes consultadas: Los italianos y la industria de salazón. Primeras aportaciones a su aparición en el Cantábrico (Luís Javier Escudero Domínguez) / Trabajar, vivir y morir junto al mar: el legado cultural de los hombres del mar en las villas costeras gallegas: el Paseo del Arenal de la Pobra do Caramiñal (Begoña Fernández Rodríguez) / Los mercados de trabajo en las industrias marítimas de Galicia. Una perspectiva histórica, 1870-1936 (Luisa Muñoz Abeledo) / Santa María del Cabo de Corrubedo y coto del mismo nombre (Francisco Sánchez Fraga)]
07/10/2016 at 20:31
Impresionante artículo.Ya no se si podré pasar sin leer más de lo que escribas.Gracias por compartir historias e ilustrarnos con temas tan interesantes
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08/10/2016 at 11:13
Gracias a ti por tu interés. Es nuestro mejor combustible 🙂
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