
Si desde el faro se pueden contemplar los más bellos anocheceres a este lado del Atlántico, no hay mejor sitio para extasiarse con la salida del sol que el puerto de Corrubedo. Sí, hay que madrugar un poco, pero compensa. Resulta hipnótica la experiencia de ver cómo el disco de fuego remonta desde detrás de los montes y se eleva sobre la bahía, arriba, más arriba, disparando su estela dorada a través del mar, de los barcos, de las rocas, de la orilla espumosa, hasta alcanzar la playa de A Robeira mientras una gaviota cruza de izquierda a derecha o de derecha a izquierda para terminar de redondear esa estampa de postal o wallpaper o foto de Instagram que nos llena de energía y nos sube la moral en momentos de marasmo, desgana o bajón, llámalo como quieras.
Ni que decir tiene que el puerto es mucho más que una bonita imagen. Es, sobre todo, el espacio catalizador del pueblo, su placa base. En los días de esplendor, hace cosa de un siglo, Corrubedo tenía más de 1.800 habitantes y una vitalidad económica e industrial que ya quisieran para sí otros núcleos de la zona. Y todo gracias a las fábricas de salazón y a la intensa actividad pesquera que aquí hubo antes de sentir el hachazo de la emigración. Hoy somos menos de la mitad, pero no por ello el puerto —un puerto cuya configuración actual data de los años treinta del siglo pasado pero que existía mucho antes— ha perdido su condición de lugar de encuentro tanto para los que viven del mar como para los que no. Si en Casablanca «todo el mundo va a Rick’s» aquí todos vamos al puerto. As time goes by.
La profusión de locales de hostelería ayuda, claro. Pero lo que hace palpitar este sitio, lo que le hace respirar, su corazón, su pulmón y su alma, se encuentra ahí enfrente, en la rambla, en el varadero y en los barcos anclados, donde cada madrugada un puñado incansable de hombres y mujeres se dispone a repetir su diálogo mudo con peces, pulpos y otros seres branquiales tal y como viene sucediendo desde la antigüedad. Sin ellos esto tendría el valor de un jardín sin flores.
Pero… ¿queréis emociones fuertes? Esperad al invierno («Winter is coming!»). Cuando hay temporal, cuando los telediarios llenan minutos narrando una espantosa borrasca en el tercio norte peninsular (eso que ahora llaman ciclogénesis explosiva), aquí el espectáculo está asegurado. Sobrecoge ver las olas embistiendo contra el murallón, golpeando brutalmente, con una violencia tal que a veces doblan las barandas de metal y sacan del sitio pesadísimos bloques de piedra de la estructura del dique. De repente, un revuelo de fotógrafos surgirá de la nada ansioso por inmortalizar semejante demostración de fuerza con sus cámaras digitales y, dos minutos después, aparecerá un coche rotulado con el logo de alguna televisión estatal en busca de unos planos que luego podremos ver en las noticias a la hora de la cena. De Corrubedo para el mundo.
Dicen los que saben que no hay que darle nunca la espalda al mar: un consejo pensado para aquellos que desempeñan su oficio a bordo de una embarcación o saltando entre las resbaladizas rocas, pero que también nos lo aplicamos quienes estamos en tierra. Podréis vernos bebiendo un vino, leyendo el periódico, viendo el fútbol o jugando al dominó, pero tened por bien cierto que siempre andaremos con un ojo y un oído puestos en lo que sucede en el puerto. Porque el puerto es también portador de noticias y una invitación a soñar: el sitio que, más que ningún camino o carretera asfaltada, nos tienta con marcharnos a descubrir qué hay más allá del horizonte —más allá del arcoíris que dirían en el país de Oz— y que ha empujado a cientos de habitantes de este cabo/confín a navegar por el ancho mundo, persiguiendo su destino donde quiera que esté. El puerto es entonces nuestro salvoconducto a Lisboa.












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