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Los tres héroes y su embarcación en Dover, casi al final del viaje
[Este post finaliza los titulados «El bote misterioso» y «Una bizarra odisea»]

Próxima parada. Santa Elena.

Os suena, ¿verdad? Es la isla a la que desterraron a Napoleón Bonaparte en 1815 tras ser derrotado en la batalla de Waterloo. Allí murió el otrora emperador, víctima de un cáncer de estómago, el 5 de mayo de 1821. Tenía 51 años de los cuales casi seis los pasó confinado en aquel peñasco azotado por vientos impetuosos, su egregia cabeza al sol abrasador o a las lluvias copiosas.

Cuando llegan los tres navegantes en su pequeño bote —más de 3.000 kilómetros mar adentro desde Cape Town— la gente de la capital, Jamestown, festeja su venida dando vítores y adornando con banderas noruegas los barcos del puerto… Y es que incluso hasta en aquel roquedal en mitad del Atlántico se tenían noticias de la gesta perseguida por los nórdicos: navegar desde Durban, ciudad sudafricana bajo dominio británico bañada por las aguas del océano Índico, hasta el mismísimo corazón del Imperio inglés, al Londres de la reina Victoria. Ya os adelantamos que lo van a lograr.

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La abrupta isla de Santa Elena

La travesía hasta Santa Elena fue fácil a juicio del capitán Ingvald Nilsen, quien había tomado la determinación de gobernar aquel bote de seis metros de eslora con la misma disciplina que si fuese un gran navío.

Así, la carlinga de la nave es limpiada cada mañana después del desayuno de las ocho a base de pan, mantequilla y café, que es remplazado por zumo de lima cuando el viento impide encender la estufa. Al mediodía, el almuerzo cocinado por Zephanias Olsen: sopa de pescado, carne guisada con verduras y galletas marineras. A las seis, té… Rutinas culinarias que son interrumpidas en las raras ocasiones en que la providencia envía un pez al anzuelo o un delfín al arpón.

El menú de los domingos ya es otra cosa: rabo de toro, liebre o sopa de riñones. Antes, si el tiempo lo permite, hay servicio religioso a partir se las once, cuando el capitán blande la Biblia y, con su único ojo sano, da lectura a un extracto del libro sagrado, amén de entonar algún himno tomado del volumen de Ira David Sankey y Dwight Lyman Moody.

Porque el barco es pequeño, sí, pero cuenta con biblioteca a bordo para matar las horas interminables que se desangran en medio del mar. Contiene el Paraíso Perdido de John Milton, dos poemarios del obispo sueco Esaias Tegnér, el Epitome of Practical Navegation de John William Norie y novelas de Frederick Marryatt y Walter Scott.

Además, el régimen diario incluye ejercicio físico por recomendación de un doctor de Durban: andadas de 300 pasos por la estrecha cabina cual presos entre las paredes de una celda.

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El Homeward Bound, de Sudáfrica a Londres

Desde la isla británica de Santa Elena, escala habitual en los viajes entre Europa y Asia hasta que se abrió el canal de Suez, el barco parte rumbo a la solitaria isla de Ascensión, situada 1.300 kilómetros al noroeste, a medio camino entre África y América. Descubierta en 1501 por un gallego al servicio de la corona portuguesa, Juan de Nova (de Maceda, Ourense), se habitó en 1815 cuando tropas británicas se atrincheraron allí como medida disuasoria contra sus archienemigos franceses por si les rondaba la idea de intentar rescatar a Napoleón. Antes de ser un asentamiento inglés había recibido algunas visitas esporádicas, como las del legendario capitán Cook, el bucanero William Dampier o el holandés Leendert Hasenboch, este último castigado a permanecer de por vida confinado allí en soledad para expiar un delito de sodomía. Charles Darwin la visitó en 1836 y, además de interesarse por sus ratas salvajes y sus bombas de lava seca, emprendió un innovador experimento en alianza con el botánico Joseph Hooker gracias al cual, en el curso de una sola generación, transformó aquel secarral donde no crecía un árbol en un frondoso bosque tropical.

A continuación, una singladura de más de 5.000 kilómetros hasta islas Azores. Los noruegos acusan el calor y la falta de viento. Trayecto agotador, sofocante, en el que atraviesan la línea del ecuador y se quedan sin comida antes de alcanzar su destino. Es la etapa más larga de toda el viaje, afrontada con una brújula anticuada, un octante, algunas cartas náuticas y dos relojes a los que les ha afectado el agua de mar. Han perdido las correderas así que tienen que calcular a ojo la velocidad. Pero llegan: arriban a São Miguel en el archipiélago portugués y es a partir de pisar tierra firme en el hemisferio norte que nosotros empezamos a localizar noticias en los periódicos.

La primera la topamos en un diario de Jerez de la Frontera, El Guadalete, el 30 de enero de 1887. Vale la pena echarle un vistazo:

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Primera aparición que hallamos en prensa

«Sólo los ingleses son capaces de estas excentricidades». Así termina un texto en el que vuelve a aflorar el sambenito de la extravagancia de los británicos. Descontando la cuestión de la nacionalidad equivocada, el resto de la noticia se aproxima bastante a la realidad, pero hay una segunda frase que merece por nuestra parte una explicación.

Es esta: «La tripulan tres hombres, de los cuales uno es ciego y los otros sólo cuentan con dos ojos para los tres». Al principio pensamos que era una patraña y no le dimos la mínima credibilidad: la fabulación de un plumilla demasiado sugestionado que quería aderezar aún más una aventura ya de por sí al borde de lo increíble. Nuestras impresiones cambiaron a raíz de la que iba a resultar nuestra principal y más detallada fuente de información para esta historia que os estamos narrando: un tocho de 521 páginas titulado Grow Lovely, Growing Old escrito en 1951 por un prestigioso periodista sudafricano llamado Lawrence Green (1900-1970) que dedica uno de sus capítulos a evocar la hazaña del Homeward Bound. En un pie de página, el autor hace referencia a una conversación que mantuvo con una tal señora Macmahon, hija de aquel señor Avery con el que los noruegos alcanzaron un acuerdo por el que le construirían una casa a cambio de la madera que precisaban para el barco. Pues bien: esta mujer le dijo a Green que lo más asombroso de todo era que el capitán Nilsen tenía un solo ojo y su hermano Bernhard estaba casi ciego. Turulatos nos quedamos cuando lo leímos. El plumilla no exageraba y solo nos queda la duda de Zephanias: ¿tenía un ojo o dos?

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Vista del faro de Ponta Delgada, capital de la isla de São Miguel, la mayor de las Azores

Al zarpar de las Azores el tiempo vuelve a empeorar y las olas se ceban con los tres sufridos navegantes. «Muchas veces la carne caliente fue barrida de nuestros platos», escribirá el capitán. Y a esto hay que añadir la amigable visita de tiburones que, esperanzados, acompañan a la nave en su viaje relamiéndose, ellos sí, ante la expectativa de un opíparo banquete.

En esto, la noticia de la aventura noruega alcanza Gran Bretaña a través de un gran barco que se ha topado con el bote en su camino:

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«El atrevido viaje desde el Cabo»

Lo leemos el 9 de febrero en el diario South Walles Echo. El paquebote SS Garth Castle —mole de 111 metros de eslora y 3.704 toneladas de arqueo de registro bruto— atraca esa misma mañana en Plymouth y comunica que dos días antes, el lunes 7, se había tropezado con el pequeño cúter en las siguientes coordenadas: latitud 42:54 Norte y longitud 9:42 Oeste. Los tripulantes del bote estaban en buen estado e incluso desearon reportar su situación: se hallaban a 201 jornadas de Cape Town y a 500 millas de Plymouth, navegando en dirección sudeste.

Por fin, el jueves 10, tras 1.500 kilómetros de travesía desde São Miguel y siete meses y ocho días desde que la quijotesca odisea comenzó en la bahía de Durban, se produce el incongruente encuentro que da sentido a que estemos relatando esto en nuestro blog: los nórdicos entran en Corrubedo.

Es, salvo que alguien demuestre lo contrario, la única escala del barco en la Europa continental.

Volvemos al principio

Recapitulamos. El industrial Manuel Fernández manda una embarcación adonde los ocupantes del bote pensando que son las víctimas de algún naufragio cercano y, en lugar de aceptar su ayuda, entregan un papel en el que, como en el encuentro con el Garth Castle, se ve a las leguas el deseo de dar cuenta de las evoluciones de su aventura. Un vecino de Santa Eugenia, José Martínez Fernández, remite al diario santiagués Gaceta de Galicia una carta en la que refiere el suceso. No hay más explicación.

Ahora que sabemos que aquello no era ninguna fake new, releer la columna no solo nos trae sensaciones nuevas sino que además hizo que nos percatásemos de un detalle que nos había pasado desapercibido la primera vez: el capitán había informado del nombre del barco, Homeward Bound, que el texto traduce errónea pero comprensiblemente por «en viaje de regreso». Si hubiésemos empezado las pesquisas por ahí, por esas dos palabrejas cantadas por Simon & Garfunkel en Central Park, nos habríamos evitado muchas vueltas y revueltas tratando de localizar el rastro de esta historia hasta que, en un destello de lucidez fugaz, se nos dio por buscar, no «Ingvald Nilsen», sino «Ingvald Nilson», que, si os fijáis, es como aparece citado en la ilustración superior de este post amén de en otros muchos documentos de la época.

Pero bien está lo que bien acaba.

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Travesía atlántica

Y la odisea acaba (casi) así de bien: el 28 de marzo el barco atraca en el puerto de Dover. Han pasado exactamente diez meses y veintiséis días desde su inicio. La llegada genera expectación y numerosos habitantes de aquella localidad británica orientada al canal de la Mancha se acercan hasta el muelle de Werlington Dock para echar un vistazo al maltrecho bote y a sus baqueteados ocupantes.

Es lo que leemos, por ejemplo, en la edición del 2 de abril de The Aberdare Times, que se regodea describiendo sus impresiones sobre el buque: «El Homeward Bound parece cualquier cosa menos una embarcación capaz de realizar semejante viaje —de hecho, a juzgar por su apariencia, muy pocas personas salvo las de carácter más aventurero confiarían en sí mismas en una embarcación de su tamaño con una brisa ordinaria».

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Una noticia que rezuma estupor

Y sigue: «Toda la parte superior de la nave está desgastada por la acción constante del mar. El fondo del bote está cubierto de grandes percebes, y crece hierba de una longitud considerable en el casco hasta la línea de flotación».

El desastrado cúter aún permanece unos días en Dover hasta que en la tarde del lunes 4 de abril es trasladado a Londres, no sabemos si por tierra o remontando el Támesis. Es la última etapa del viaje. El periplo final. Y en todo este tiempo, en estos once meses, pese a los temporales, la lluvia, el viento, la humedad, el calor, el hambre y la angustia, los noruegos se las han arreglado para conservar intacta una saca llena de material delicado: las cartas que le habían sido entregadas al capitán Nilsen en Port Natal confiando en que pudieran ser llevadas a sus destinatarios en la capital del Imperio.

No hay duda. El optimismo es contagioso.

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El diario cántabro El Atlántico haciéndose amplio eco de la hazaña en su edición del 29 de abril

Y en Londres, fin del trayecto. Pero nos queda todavía algo que contar. Y para explicarlo convenientemente vamos a tener que retroceder casi cuatro décadas, hasta 1851, cuando por iniciativa del príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, consorte de la reina Victoria de Inglaterra, la metrópoli acogió la primera Exposición Universal de la historia de la humanidad.

El magno evento se celebró en Hyde Park, que aglutinó las mayores maravillas del mundo bajo un esplendente edificio de hierro fundido y cristal diseñado por Joseph Paxton. Aquella construcción se llamó, gráficamente, Crystal Palace y era una deslumbrante joya arquitectónica de 563 por 124 metros que, finalizada la muestra, fue trasladada a Sydenham Hill, un distrito del sur de la capital.

Allí estuvo hasta que el 30 de noviembre de 1936 la devoró un incendio, pero nos dejó como legado el club de fútbol del mismo nombre que, fundado por los custodios del espectacular edificio en 1905, hoy ocupa el décimo quinto puesto de la Premiere League con 27 puntos en 27 jornadas pese a perder los cuatro primeros partidos (lo que le costó la cabeza al entrenador, Frank de Boer). Quién le diera al Dépor.

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Arte italiano a la entrada del Crystal Palace

Durante las décadas en que estuvo enclavado en Sydenham Hill, el palacio de cristal continuó funcionando como gigantesco centro de ocio con atracciones de todo índole. En el verano de 1887 hay carreras entre ciclistas y caballos, ascensiones en globo con las que sentirse como los pájaros y la asombrosa función de un acróbata japonés —conocido como Little-All-Right— que camina por una cuerda tendida entre el suelo y la galería superior para, una vez arriba, sentarse y deslizarse hacia abajo. La repanocha.

Ignoramos cómo lo logran, pero los tres vikingos se las ingenian para que el bote sea expuesto en el interior del recinto en lo que constituye una nueva ocasión de rememorar la experiencia y de morder el vil metal de unas cuantas monedas. El capitán Nilsen, marketero nato, incluso escribe un libro sobre la hazaña: Leaves from the log of the ‘Homeward Bound’ or Eleven months at sea in an open boat. En cristiano: Páginas de la bitácora del ‘Homeward Bound’ u Once meses en el mar en un barco abierto. Publicado por Chapman & Hall (sello habitual de Charles Dickens… si dais con su Cuento de Navidad en la versión de 1843 no pidáis por él menos de 15.000 euros), alcanza dos ediciones y hoy se custodia en la Biblioteca Nacional de Noruega y en la Biblioteca Británica, la cual, por cierto, lo ha reimpreso en 2011. Tal vez algún día le echemos un ojo (está en Amazon y ocupa el puesto 4.690.242 en su lista de bestsellers), más que nada para confirmar como sospechamos que nuestro pueblo no aparece citado en él, ya que, a diferencia del resto de escalas, indicadas con precisión, las crónicas periodísticas hablan difusamente de España o de noroeste de España *. En fin. Si algún día un cineasta con olfato se anima a rodar una película sobre esta peripecia —si los protagonistas fueran yanquis ya llevaríamos varios remakes— ya sabe que una de las localizaciones tiene que ser aquí. En el cabo Corrubedo.

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El libro original

Epílogo. Lindvard y Bernhard Nilsen regresaron como pasajeros a su Noruega natal y pudieron saciarse de fiordos, auroras boreales y soles que alumbran en la media noche. En esta atmósfera mágica les perdemos de vista.

En cuanto a Zephanias, el intrépido viajero que un buen día decidió abandonar el asentamiento de Marburg (muchos descendientes de los colonos del Lapland siguen allí, orgullosos de sus raíces), en Londres se enamoró y allí se quedó para siempre. Murió en 1930 y, hasta el final de sus días, mantuvo el Homeward Bound atracado en el Támesis como un recordatorio de la mayor y más apasionante aventura de toda su vida. Como la prueba de que hasta la quimera más utópica puede llegar a hacerse realidad.

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Nuestro adiós al Homeward Bound: dentro del Crystal Palace y en plena tormenta

[Algunas fuentes consultadas: Grow Lovely, Growing Old (Lawrence Green), The Norwegian Settlers: Marburg Natal 1882 (Andrew Halland, Anna Halland y Ingeborg Kjonstad), «The 1882 Norwegian Emigration to Natal» (Frederecik Hale), «The Homeward Bound» (InClarens And Surrounds/En Omgewing, octubre de 2011), «Really pining for the fjords» (Actonbooks), «History» (The Norwegian Settlers Association of Marburg)]

* Craso error por nuestra parte. Otro día hablaremos de su estancia en Corrubedo según la recoge el diario de a bordo.