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Nuestra historia empieza muy al norte: en Aalesund… Noruega
[Este post continúa el titulado «El bote misterioso»]

Año 1882. La suerte está echada. Las anclas, levadas. Finalmente son 229 los valientes que a bordo del Tasso zarpan el 14 de julio del puerto noruego de Aalesund, municipio cercano a los fiordos, rumbo a una nueva vida seducidos por la promesa de tierras fértiles, verdes colinas y calor, mucho calor.

Hasta entonces, América del Norte había sido el destino predilecto de un país que había aumentado su población de forma alarmante. En 1800, eran 900.000 noruegos. En el momento de esta historia se acercaban a los dos millones y unos 800.000 habían puesto mar de por medio siguiendo los pasos del vikingo Leif Erikson, el primer europeo de nombre conocido que pisó el continente occidental (lo hizo 492 años antes que Cristóbal Colón). Pero ya no. Estados Unidos estaba sintiendo los efectos de la Long Depression desencadenada por la quiebra del banco Jay Cooke & Company en 1873, así que los ojos de muchos nórdicos empezaron a mirar en otra dirección. Hacia el sur en lugar de hacia el oeste, encandilados por las idílicas descripciones de un tal capitán Nils Landmark que había explorado las tierras del sur de África y publicado artículos y folletos en que las pintaba como un diamante en bruto con un sinfín de posibilidades.

Tras cruzar el mar del Norte, los emigrantes del Tasso llegan a Gran Bretaña y son transbordados en otro vapor, el Lapland, que quiere decir Laponia. Hacen escala en la isla de Santa Elena y en Cape Town y, por fin, en la mañana del 28 de agosto los agotados viajeros entran en la bahía de Durban, también conocida como Port Natal, populosa urbe africana situada a orillas del Índico donde les espera un puñado de compatriotas que les quieren saludar y donde, ante la burocrática mirada de C.A. Butler, secretario del Consejo de Inmigración de aquella colonia británica, se procede a rifar las 50 parcelas de 100 acres que habían comprado a precios asequibles en las inmediaciones de Port Shepstone, lugar situado más al suroeste en la desembocadura del río Umzimkulu.

Uno de esos 229 pioneros, agraciado junto a otros colonos en la subasta del lote 45, responde a un nombre muy chulo, como si lo hubiese inventado Thomas Pynchon para una de sus novelas desquiciadas o desquiciantes: Zephanias Olsen. Es uno de los tres héroes/locos que van a protagonizar la disparatada pero maravillosa aventura que hoy vamos a empezar a contar.

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El sur del continente africano hacia la época de esta historia

Ese mismo día, 28 de agosto, el Lapland continúa viaje y por la noche atraca en Port Shepstone, donde a la mañana siguiente, en la playa, los escandinavos son recibidos por una comitiva formada por un aventurero que se hace llamar Hilmer Bru-de-World, dos compatriotas noruegos, un sueco, diversos miembros del Consejo de Inmigración… y cuatrocientos zulúes ataviados con pinturas de guerra, colas de buey en los brazos y las piernas y cuernos en sus cabezas que agasajan a los recién llegados con una espídica danza mientras algunos de estos no pueden evitar sentirse algo inquietos a la vista de unas grandes ollas puestas al fuego.

Los nervios acaban por tranquilizarse cuando los nativos sacrifican unos animales dispuestos en círculo y los introducen en aquellas enormes marmitas para montar un banquete. Rematado el ágape, los pioneros comienzan con los preparativos para transportar sus pertenencias hasta las parcelas que les han tocado en suerte. Algunas están a solo dos o tres kilómetros de Port Shepstone, pero otras más allá: a unos seis kilómetros tierra dentro, cerca de un poblacho llamado Marburg. Es a una de estas últimas adonde se encamina Zephanias Olsen.

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Port Shepstone, la imagen no invita a pasar una temporada

Como dijimos, Zephanias ha de compartir finca con más personas. El máximo responsable de la misma se llama Gustav Kjonstad, a quien le acompañan su esposa Elise y sus cuatro hijos (Ingeborg, Thomine, Gustav y Elise). También están Emil y Dagna Holte, Lina Pettersen, Karl Meeg y un tal Grimstad.

Gustav, cabeza de familia, se va a convertir en el primer profesor de la escuela de Marburg y en un valioso miembro de la comunidad noruega al ocuparse de la correspondencia en inglés. Entretanto, la vida no es tan buena como la había coloreado el capitán Landmark. Los campos son fértiles, sí, pero sus frutos no compensan los gastos de transporte hasta el mercado de Durban. Además, las vacas apenas dan leche y las enfermedades se ceban con los caballos. Aún no ha transcurrido un año cuando muchos de los colonos optan por buscar empleo en otros sitios, trabajando en plantaciones de azúcar o en la construcción de la línea de ferrocarril.

En cuanto a Zephanias, tampoco tarda en abandonar el asentimiento. Se interna solo en el continente africano hasta pisar un pueblo remoto llamado Witzieshoek. Es allí, en esa aldea dejada de la mano de Dios, donde traba relación con los otros dos héroes/locos de esta historia. Vamos con ellos.

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Gustav Kjonstad y familia: ellos se quedaron

Tirado. Abandonado. Como un marinero en tierra. Así se vio el capitán Ingvald Nilsen cuando el barco donde servía fue declarado innavegable estando atracado en Cape Town. Sin tripulación en la que mandar, el noruego, oriundo de la ciudad de Bodø en el círculo polar ártico, acaba alistándose en la caballería y combatiendo en la Guerra de Bassuto que enfrentó en 1880 y 1881 a las fuerzas del ejército de Cape Colony —vasta región sudafricana bajo dominio británico— contra las tribus basotho que exigían el derecho a portar armas (y se salieron con la suya).

Más tarde, nuestro capitán sin barco trabaja como constructor de casas en el Estado Libre de Orange —república independiente fundada por los bóers en el interior— y allí decide instalarse en Witzieshoek, donde funda un negocio mezcla de colmado y herrería. En algún momento se le une su hermano Bernhard, quien había ido a Natal en busca de fortuna. Y en algún momento ambos ven llegar a Zephanias Olsen, que es contratado para la forja.

Pero las cosas no van bien y los negocios no marchan. Sin apenas un centavo, en los noruegos crece el deseo ferviente de volver a casa: a sus fiordos, sus auroras boreales y su sol de medianoche. Entonces el capitán Nilsen urde un plan.

¿Cuál? ¿Enrolarse en uno de los balleneros que suelen parar en Durban? ¿Pagar un pasaje en un trasatlántico? ¿Adentrarse en la selva y viajar hasta al norte? ¿Subirse a un ferrocarril?

No. Fabricar su propio medio de transporte. Así de simple, así de sencillo. Diseñar un navío a la medida de sus necesidades confiados en los años de experiencia que atesora Ingvald como capitán.

Dado lo limitado de sus recursos económicos, cierran un acuerdo con un granjero, un tal señor Avery, según el cual le construirán una casa a cambio de la madera que precisan. Con ademán decidido, los escandinavos talan árboles en un bosque cercano, modelan la quilla usando un tronco de dos pies y después la tablonan con pino americano. Enterados de su quimérico empeño, los agricultores de las proximidades los visitan solo por el insano placer de descojonarse ante semejante ocurrencia. Pero ellos no se dan por aludidos. Inasequibles al desaliento, trabajan hasta perder el resuello y en febrero de 1886 logran concluir la empresa. Ya tienen barco.

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Los nórdicos y su obra: bienvenidos a la república independiente de mi casa

Homeward Bound. Ese es el nombre con que bautizan la nave. Más apropiado imposible: significa Regreso a Casa. Se trata de un cúter de seis metros de eslora por dos de manga y casi uno y medio de puntal dotado de un solo palo en lo alto del cual penderá una bandera noruega con su cruz azul bordeada de blanco sobre fondo rojo.

Su interior dispone de dos habitáculos confeccionados con tela alquitranada en los que apenas se puede estar sentado —se accede a ellos reptando por una especie de gatera— cuyos ocupantes han de compartir madriguera con el equipaje y la provisiones. En medio, una cabina a la intemperie de metro cincuenta de largo por uno de ancho pensada para el hombre que esté de guardia manejando el timón. Bien sujeto al pie del palo, una pequeña estufa de parafina para resguardarse del frío y, llegado el caso, cocinar algo caliente… Comparado con esto, al camarote de los hermanos Marx es una suite en el Waldorf Astoria.

Antes de tomar posesión de tan confortables aposentos han de afrontar un primer contratiempo. Y para explicarlo vamos a tener que ampliar el mapa de arriba:

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El dedo señala el lugar

¿Veis Witzieshoek? ¿Veis el mar? Lejos, ¿verdad?

Se encuentran a 400 kilómetros de la costa y a 1.700 metros de altitud… Así que lo primero de lo que se tienen que preocupar es de cómo coño van a poner a flotar el barco. Y pequeño es, sí, pero no por ello deja de estar sometido a la ley de la gravedad.

De algún modo, se las apañan para hacerse con una carreta y 18 bueyes que les van a servir de fuerza motriz por caminos y veredas que ni siquiera merecen tal nombre. Atraviesan por un paso los montes Drakensberg, los más altos del sur de Africa, y desde una población llamada Harrismith [la podéis ver en el mapa al norte de Witzieshoek] descienden camino de la costa mientras las tribus de las aldeas acuden a su encuentro engalanadas con banderas para contemplar un ingenio para ellas tan extraño como para nosotros una nave espacial. Los granjeros les colman con manzanas y melocotones pero los viajeros deben querer sentir el tintineo de las monedas en sus bolsillos porque cobran por ver el bote un chelín por cabeza.

Por fin, el lunes 19 de abril de 1886 entran en la ciudad de Durban y el Homeward Bound cata el agua salada por primera vez .

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Durban, un día de navidad —es verano— de finales del siglo XIX

Durban. Que, a ojos europeos, nació como Rio de Natal cuando fondeó allí el explorador portugués Vasco de Gama el 25 de diciembre de 1497. Que se renombró Port Natal cuando se percataron de que aquello no era ninguna desembocadura fluvial. Que en 1835 mudó a su denominación actual en honor del gobernador de Cape Colony, sir Benjamin D’Urban… En el momento de la llegada de los tres noruegos, la ciudad está viviendo una efervescencia brutal provocada por el descubrimiento en 1884 de una descomunal veta de oro en Witwatersrand [al parecer, el 40% de todo el metal precioso que se ha extraído en el planeta proviene de allí] amén de otras riquezas como las que manan de minas de carbón y plantaciones de azúcar… mercancías que son gestionadas desde el puerto de la urbe, que eclosiona en aquellos años postreros del siglo XIX como una meca comercial en la que se entrecruzan multitud de lenguas, culturas, religiones y formas de entender el mundo, mezclándose o no dependiendo esencialmente de una cuestión de raza. Ahí van dos ejemplos que, aunque no tienen nada que ver con nuestra historia, no nos resistimos a contar.

En febrero de 1896, a bordo del paquebote SS Hawarden Castle, un niño portugués de siete años llega con su madre recién casada en segundas nupcias y con un tío abuelo. En Durban el chaval recibe una esmerada educación británica y lee a Shakespeare, Milton, Byron y Edgar Allan Poe. Brillante y de carácter rabiosamente introspectivo, compone sus primeros poemas en inglés. Allí permanece casi una década hasta ser un mozalbete de 17 años con la cabeza poblada de versos y amigos imaginarios. De vuelta a su Lisboa natal trabajará como un gris traductor de correspondencia comercial mientras Bernardo Soares, Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y otros muchos letraheridos, ficticios o no, se sirven de su mente, de su mano y de su pluma para plasmar sus creaciones. Hablamos, por supuesto, de Fernando Pessoa, tal vez el más grande poeta que ha alumbrado nuestro país vecino.

Lo otro es una anécdota que acontece en junio de 1893. Se trata de un acto anodino —un joven se sube a un tren— que, en cierto modo, sirvió para cambiar la vida de cientos o incluso miles de millones de personas. El muchacho, un indio de 23 años que se ha licenciado hace poco en Derecho, se sube en la estación de Durban a un ferrocarril para ir a Pretoria y lo hace en un asiento de primera clase. En una localidad intermedia, una ciudad llamada Pietermaritzburg, monta un súbdito británico y exige que el coolie sea trasladado a la zona de tercera donde viajan los negros. Él se niega. Las autoridades se ponen de parte del europeo y, ante la resistencia del indio, lo arrojan violentamente del tren. Humillado, un sentimiento nuevo se planta en ese instante en el interior del muchacho, una semilla que crecerá y crecerá hasta provocar que, tras otros encuentros y desencuentros, merezca el apelativo de Alma Grande… o dicho en sánscrito: Mahatma. Así lo apodará el escritor Rabindranath Tagore. El alias hace fortuna. Tanto, que la mayoría ignorábamos que su verdadero nombre es Mohandas Gandhi.

Proseguimos. Los tres noruegos han acumulado el suficiente dinero para abastecerse de provisiones como carne en conserva, panecillos, tocino y mantequilla para seis semanas. También de toneles de agua dulce de veinte galones que además de calmar la sed les van a servir de lastre llenándolos de agua salada a medida que se consuman. Aparejan el bote con una vela mayor de forma cuadrada, una gavia, dos foques y la mesana.

Ya están preparados. El objetivo, las islas británicas. Con un par. Alrededor de 14.000 kilómetros montados en un bote que ni sacado de un catálogo de IKEA [en la Rejata Cutre Sark de la Festa da Dorna hemos visto embarcaciones con pintas más consistentes]. Y para ello, lo primero que van a tener que hacer aquellos Ulises escandinavos es medirse con sus Escila y Caribdis. Esto es: con el cabo de Buena Esperanza. O cabo de las Tormentas, ese al doblar el cual, en señal de hombría, piratas y navegantes se ponían un aro de oro en el lóbulo de la oreja derecha (el de la izquierda estaba reservado para el cabo de Hornos), el mismo en que cierto capitán Hendrik Van Der Decken osó retar la voluntad divina y encaró con su galeón una furiosa borrasca pese a las súplicas de su tripulación —«¡Desafío al poder de Dios a detener el curso de mi destino!», clamó— y fue condenado a vagar por los mares hasta el Día del Juicio Final en lo que se conoce como la leyenda del Holandés Errante. Este es el escollo con el que se van a tener que desvirgar. Menudo arranque.

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El preocupante precedente del Holandés Errante

Aparte de que el sentido común desaconseja lanzarse a este tipo de empresas, tampoco las condiciones concomitantes son las más propicias. En primer lugar, porque ya se acerca el invierno austral [Winter is coming!], rizando el rizo de la temeridad. Y en segundo por cierta peculiaridad fisiológica que se nos había olvidado explicaros: resulta que Ingvald está tuerto y su hermano Bernhard casi ciego, lo que no invita a apostar por ellos que digamos… incluso hemos leído que Zephanias es bizco —dato este último que no hemos podido confirmar— lo que reduciría a dos el número de ojos sanos.

A estas alturas no se van a echar atrás, claro. El domingo 2 de mayo de 1886, justo el mismo día en que los Reales Astilleros de Esteiro en Ferrol presencian la botadura del majestuoso crucero de primera clase Reina Cristina, de 84 metros de eslora y sólido casco de hierro [no duró demasiado: en 1898 los yanquis lo hundieron a golpe de cañonazos en la bahía de Manila], los tres aguerridos vikingos zarpan de la bahía de Durban en su cascarón de madera. ¡Comienza la aventura!

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Del Índico al Atlántico: de Durban a Cape Town

Bien. Diez días después el Homeward Bound ya se encuentra en Algoa Bay, con lo que su estreno tampoco es tan malo [agoreros que somos]. Allí ancla frente a Bird Island, cuyo farero obsequia al trío con huevos de pingüino, calabazas, repollo y pescado. La nave sigue avanzando y se enfrenta a un temporal procedente del oeste: «El bote se comportó como una gaviota, bajando el bauprés pero sin permitir que el agua entrase por la proa», escribe con evidente orgullo el capitán en su diario de a bordo.

A medida que recortan millas la cosa va empeorando. Las olas rompen contra el barco e inundan la desamparada cabina donde se ha de cobijar el infortunado al que le toque ser piloto, una mano en el timón y un ojo [es un decir] en la brújula situada ante la camareta de proa. A la altura del río Storms, entre Algoa y Plettenmberg Bay, un bote salvavidas acude a su encuentro. El capitán Nilsen declina cualquier ofrecimiento de auxilio, pero acepta una bolsa con patatas y cebollas y un poco de pescado seco. Después el cúter alcanza Mossel Bay y una multitud le da la bienvenida ya que, entretanto, la noticia de aquella gesta demencial se ha ido propagando de costa a costa.

Y ahora sí. Es hora de mirar de cerca el rostro del cabo de las Tormentas y enfrentarse a él. Los noruegos llevan tanto tiempo en el mar que la comida enlatada se ha vuelto mohosa por la humedad y los provisiones escasean, habiendo días en que se tienen que contentar para matar el hambre con una galleta y una taza de café. Las olas pegan con fuerza contra el costado, desplazando la carga a sotavento con riesgo de volcar. En esto cae el invierno [Winter has come!]. «Los bancos de nubes eran tan negros y espesos —escribirá el capitán— que bien podríamos estar tumbados entre altas y empinadas montañas negras». Una y otra vez, la nave trata de doblar el cabo de Buena Esperanza para alcanzar Table Bay, puerta de entrada a Cape Town. Una y otra vez, el viento y las corrientes la rechazan hostiles. Durante quince tempestuosas jornadas viven permanentemente empapados. Achican el agua que entra por la borda para no zozobrar. Las mantas se pudren por la humedad. Manos y piernas se paralizan. Pierden sus dos anclas. No duermen. No comen. Es como el mito de Sísifo: tan cerca de conseguirlo y vuelta a empezar. Hasta que, el 5 de julio, al sexto intento, a fuerza de coraje y voluntad, nuestros extenuados protagonistas triunfan. El Homeward Bound se deshace de su némesis y entra en Cape Town, donde ya les habían dado por muertos.

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Un viejo grabado de Table Bay y Cape Town

Cape Town, capital de Cape Colony. Ciudad del Cabo para los castellanohablantes. Capetón —así, tal como suena— para los marinos de Corrubedo y de otros pueblos de la redonda acostumbrados a surcar los cinco océanos del planeta. El lugar donde Villa marcó en el 62 y la Selección pasó a cuartos. Los periódicos saludan a los recién llegados dedicándoles estos versos:

«Welcome, tiny craft to Table Bay,
We have looked for you for many a day,
Now yo have come we all say round,
May God watch over the Homeward Bound».

Lo que, traducido por nosotros, viene a decir:

«Bienvenida, diminuta nave, a Table Bay,
Te hemos buscado muchos días,
Ahora que has venido, todos decimos alrededor,
Que Dios guarde el Homeward Bound».

La acogida que les dispensan los habitantes de la urbe es formidable. Cientos de pescadores transportan el bote hasta el mercado y lo cubren con una tienda de campaña. Hasta allí acude en masa gente de toda la localidad para escuchar la despampanante historia narrada de viva voz por el capitán Nilsen… previa entrega de un chelín por cabeza.

Por la noche, sus compatriotas afincados en Cape Town honran a los tres nautas con una cena. «Nos fuimos a dormir soñando con negras y fuertes ráfagas», escribe Ingvald.

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Zephanias Olsen y el bote en Cape Town

En el momento de partir, el Homeward Bound es remolcado hasta la bahía y secundado por toda una flota de pequeñas embarcaciones que se quieren despedir. Les han cargado de víveres para dos o tres meses: carne en conserva, sopa, salmón, cangrejo de río, bacon, guisantes verdes… Los nórdicos se han agenciado cerveza, licores, jugo de lima y vino de quinina a modo de medicamento. Han mejorado las velas. Han comprado anclas. Y mil quinientas libras de lastre de plomo… Delante de ellos, un larguísimo viaje hasta Inglaterra —más de 12.000 kilómetros— en el que han de sudar en los trópicos y cruzar el ecuador. De hemisferio a hemisferio.

Ya zarpan los tres héroes/locos (¿o-tal-vez-no-tanto?) rumbo a su próxima escala… Ahí van en camino de nuevo. Ojalá que, en vez de por negras y fuertes ráfagas, sus sueños se vean mecidos por hálitos más venturosos. Los de sus fiordos, sus auroras boreales y su sol de media noche. Los de su tierra noruega.

A toda vela.

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Bernhard, Ingvald y Zephanias, con todos los ojos aparentemente en su sitio
[Continuará]