
En la fachada del Waterford Marina Hotel, en Canada Street, hay una placa azul. Se trata de uno de esos letreros tan característicos del Reino Unido con los que buscan poner en valor su patrimonio histórico. Lo mismo identifican la casa en que vivió Freddy Mercury que el sitio de Londres sobre el que cayó el primer misil V1 en la Segunda Guerra Mundial que el inmueble de Baker Street donde Sherlock Holmes tenía su residencia/despacho (planta primera del 221B).
Nosotros nos encontramos en la verde Irlanda y el rótulo recuerda que allí se erigió una vez un astillero llamado Neptune. «Cuarenta barcos de vapor de hierro fueron construidos —explica el texto—. Cinco de ellos grandes cruceros oceánicos para los Malcomson».
Uno de esos cuarenta barcos de vapor fue la (para la prensa de nuestro país) desconocida nave naufragada en Corrubedo en 1881 a la que hicimos mención hace mes y medio cuando escribimos la versión española del relato de un náufrago. Un náufrago al que, por cierto, le vamos a poner nombre: John Fitzpatrick. Ya iba siendo hora de contar lo que él dijo.

Pero antes viajamos a 1825… el año en que un cuáquero llamado David Malcomson decidió diversificar su actividad mercantil. Hasta entonces se había conformado con poseer unos cuantos molinos de maíz a orillas del río Suir, en el sudeste del mapa irlandés, pero su ambición era tan grande como su olfato para los negocios y se lanzó a la industria del algodón levantando una fábrica junto a un río cercano, el Clodiagh. Las cosas le fueron muy bien, tanto que empezó a colocar sus productos en otras latitudes. Así que primero escarbó en la tierra abriendo un canal entre el Suir y el Clodiagh. Después profundizó el Suir para que pudieran navegar por él barcos de 200 toneladas. Adquirió intereses en navieras del mundo entero y fundó la suya propia: la Waterford Steam Navegation Company. No había desafío que se le resistiese si servía para la causa de la exportación de sus mercancías.
En 1843, dio un paso más. Creó la Neptune Iron Works: un astillero en el corazón de Waterford que puso en manos de su hijo mayor, Joseph (tuvo otros tres: Josuah, John y William Malcomson). Nació como un lugar para reparar buques, no para construirlos, pero un día Joseph recibió una de esas ofertas imposibles de rechazar: el gobierno ruso le propuso crear una línea de vapores entre Inglaterra y el imperio eslavo.
Surgió la St. Petersburg Steam Ship Company y el SS Neptune, el primero de los cuarenta navíos fabricados en aquel enclave tal como reza la placa azul. Se botó en agosto de 1846 y, cuando entró en San Peterburgo procedente de Londres por primera vez, llamó tanto la atención del zar Nicolás I —quien acudió personalmente a verlo en el río Neva a bordo de su barcaza real— que lo eximió de abonar tarifas portuarias en sus dominios a perpetuidad.

El Neptune había sido diseñado por John Anderson, quien lo dotó de una innovación casi copernicana que explica en parte su fulgurante éxito.
Veréis. El nacimiento de la industria de los barcos de vapor a principios del XIX discurrió asociado a un fotogénico método de propulsión: la rueda de paletas, esa tan habitual en las postales del Mississipi. En 1829, un guardabosques de Bohemia llamado Josef Ressel probó a modo de alternativa otro artefacto de su invención: la hélice de tornillo. El experimento, desarrollado en Trieste en un navío de nombre Civetta, terminó en un estruendoso fracaso —el barco explotó— con lo que la adopción de este ingenio se demoró una década y los laureles de la gloria fueron a reposar en las cabezas de dos rivales. Uno, sueco: John Ericsson, quien dibujó el Robert F. Stockton —el primer vapor de hélice que cruzó el Atlántico (1839)— y el USS Princeton —el primer vapor de hélice de la US Navy (1843)—. El otro, inglés: Francis Petitt Smith, artífice del SS Archimedes, al que un reticente Almirantazgo puso a competir en Dover en 1840 con los correos más veloces de la Royal Navy (el Ariel, el Beaver, el Tragar y el Widgeon) y quedó tan impresionado con el resultado que la marina británica acabó por abrazar la propulsión helicoidal desterrando las ruedas de paletas a lagos y cauces fluviales.

John Anderson aún se responsabilizó de un segundo barco de hélice, el SS Mars, botado en 1849. Pero ese mismo año arribó a Waterford el hombre que lo iba a sustituir: un escocés llamado John Horn, enjaezado con el marchamo de un deslumbrante currículum que había descollado cuando, con dieciocho primaveras, fue nombrado capataz del extraordinario ingeniero compatriota suyo Robert Napier, una eminencia que estaba revolucionando la industria de la construcción de los barcos de vapor a orillas del río Clyde.
Aún no había cumplido los treinta y cinco cuando Horn fue fichado por los Malcomson a cambio de un sueldo inicial de veinte libras mensuales. Con él al timón de la parte tecnológica, la Neptune Iron Works se convirtió en el principal astillero de Irlanda, the special one, orgulloso responsable de los buques de mayor tamaño construidos hasta la fecha en aquel país: el SS Cella (1862), el SS Iowa (1863), el SS William Penn (1865) y el SS Indiana (1867), todos ellos de eslora superior a los 300 pies (91 metros).

Pero para llegar hasta allí, hasta la edad dorada de la Neptune Iron Works con sus trescientos empleados y las catorce forjas de la ciudad trabajando a destajo, antes hubo que construir otras embarcaciones en las que Horn fue aplicando novedosas técnicas aprendidas con Napier o ideadas por él mismo. Entre los navíos fabricados en esa etapa: el Sylph (1852), el Leda (1854), el Nora (1855), el Dutchman (1855), el Abeona (1856), el Cloda (1857), el Cuba (1858), el Gipsy (1859), el Zephyr (1860) o el Avoca (1861).
Y ya hemos entrado en el barco del naufragio.

El SS Avoca fue lanzado el martes 23 de julio de 1861 ante la presencia de William Malcomson (su hermano Joseph había muerto en 1858) según anunció tres días más tarde el diario The Waterford News. Medía 250 pies de largo, 32 de ancho y 21 de alto. O lo que es lo mismo, 76 metros de eslora, 10 de manga y 6 de puntal. Desplazaba 1.103 toneladas. En su ansia de perfección, John Horn había implementado en él un nuevo avance que no poseían sus predecesores: el de que se pudiese levantar la hélice para reducir el rozamiento y que las velas pudiesen aprovechar al máximo la fuerza eólica.
El buque había sido un encargo de la Russian Steam Navigation Company, empresa promovida en 1856 por el gran duque Konstantin Nikolaievich —hermano del zar— con el propósito de acrecentar la influencia rusa en el mar Negro y el Mediterráneo oriental a través de una línea de vapores comerciales.
El 10 de abril de 1862, el Avoca logró una hazaña sin precedentes según hemos leído en diversas fuentes como, por ejemplo, en el boletín oficial de la Friends Historical Society, entidad fundada en Filadelfia en 1873 para el estudio de la comunidad cuáquera: romper el hielo del mar Negro y abrir el puerto de Odessa, hoy en Ucrania, ese en el que años más tarde, a las diez de la noche del 27 de junio de 1905, enarbolando una desafiante bandera roja, entró otro vapor muchísimo más famoso: el acorazado Potemkin, fuente de inspiración de una de las secuencias más escalofriantes de la historia del cine, rodada precisamente en la larga escalinata que conecta el casco antiguo y el muelle de aquella ciudad.

A partir de entonces, los datos que encontramos sobre este vapor se difuminan. Sabemos que en 1863 su nombre mudó a SS Uruguay. También que en 1868, el barco fue adquirido por The Liverpool, Brazil & River Plate Steam Navigation Company (conocida así mismo como Lamport & Holt) y que con ella emprendió travesías como buque de pasaje hasta Montevideo atravesando el Atlántico y hasta Malta y Trieste surcando el Mediterráneo. En aquellas expediciones estaba al mando un tal Squire Thornton Stratford Lecky.
En 1870, el Uruguay hizo al menos dos viajes a la brasileña Ceará (la actual Fortaleza) bajo la enseña de otra naviera: G.B. Meiklereid, de Londres. Al frente seguía el capitán Lecky, un tipo que escribió varios libros sobre náutica, alguno de los cuales se edita aún hoy: señaladamente, su Wrinkles in practical navigation, tocho de 960 páginas a la venta en Amazon.

Y bueno. Nuestra nave fue yendo de mano en mano hasta que en 1877 fue comprada por la firma galesa T. Baker & Son, con sede en Cardiff, ciudad en la que cambió otra vez de identidad.
Su nuevo (y último) nombre: Calliope… Igual que la musa griega de la elocuencia y la poesía épica.

Sábado 29 de octubre de 1881. South Walles Daily News. «Naufragio de un barco de Cardiff. Veinte vidas perdidas». Un telegrama enviado dos días antes desde Puebla del Caramiñal anunciaba la pérdida total del Calliope en cabo Corrubedo. Afirmaba que todos sus ocupantes habían fallecido a excepción de un tal Juan Curpalid, rescatado por pescadores locales.
El vapor navegaba a las órdenes de James Smith con una tripulación formada por 21 hombres, descontando al capitán. Había zarpado de Cardiff dos meses antes con cargamento de carbón para Nápoles. De allí viajó a Odessa, el puerto en el que había sido pionero en romper el hielo casi veinte años antes, donde recogió 13.000 chetwerts [una rara unidad de medida] de grano que debía transportar a Bremen. Las últimas noticias eran de su paso el martes 25 por Gibraltar.

Martes 1 de noviembre de 1881. Nuevas revelaciones en el South Walles Daily News. El Calliope había abandonado la colonia gibraltareña en compañía del SS Coquetta, otra nave de la T. Baker & Son. El texto añadía una macabra casualidad: en su anterior viaje de regreso a casa, el bajel había perdido su palo de trinquete cerca de Corrubedo.
Algunos datos biográficos. El capitán Smith, de unos 35 años, quien gobernaba el Calliope desde febrero, había nacido en Mevagissey (condado de Cornualles) y se había casado en Plymouth, donde residía y tenía tres hijos. Su hermano Peter Smith era el primer oficial, soltero, de 26 años. Ambos eran nietos del armador Peter Smith, experimentado navegante que había guiado el vapor Lilian en plena guerra anglo-ashanti con la encomienda de introducir armas y mercancías en el Castillo de la Costa del Cabo, sede del gobierno colonial británico en la africana Costa de Oro.
El segundo oficial, un tal mister James, era oriundo de Plymouth. El contramaestre, Joseph Merton, dejaba esposa y cinco hijos en condiciones de extrema pobreza. Otros miembros de la tripulación eran William Trewin, carpintero; y William Fisher, hijo de Samuel Fisher.
De quien la prensa galesa no reveló sus circunstancias en aquel momento fue de Juan Curpalid, el único superviviente. Lo hará algunos días más tarde, empezando por su auténtico nombre: John Fitzpatrick, muchacho de unos veinticinco años, marinero preferente en el escalafón, quien había participado en toda la travesía: en Cardiff y en las sucesivas escalas, la última Gibraltar, donde habían embarcado seis pasajeros —armenios, en su opinión— entre ellos un doctor, su esposa y un hijo que planeaban tomar un buque en el puerto de Bremen para viajar a Nueva York.
Y por fin, a renglón seguido, la noticia reproduce entrecomillado y en primera persona el espeluznante relato del náufrago que da título a este post:
«Salimos de Gibraltar el martes y poco después de zarpar empezó a hacer muy mal tiempo y la carga se movió escorando el barco a babor. El miércoles el barco se puso al pairo, pero al día siguiente el capitán lo hizo navegar de nuevo y lo puso al pairo a las diez de la noche del viernes. Hacia la una de la mañana siguiente se llevó las cadenas del timón, y la carga volvió a moverse, esta vez escorándose a estribor mucho más fuertemente que antes. A las tres, el bote salvavidas de babor fue arrastrado y los calzos fueron llevados desde debajo del bote salvavidas de estribor. Alrededor de las cinco, uno de los hombres se adelantó e informó de que el barco se estaba hundiendo, y el capitán, al enterarse de esto, dio la orden de que los motores se pusieran a toda velocidad, y que el timón se pusiera rumbo a puerto, pero el barco no respondía a su timón en absoluto. En ese momento yo estaba al timón junto con un maltés, cuyo nombre desconozco, y fue lo último que vi del capitán cuando dio la orden de que los motores se mantuvieran a toda velocidad. Unos diez minutos después, el barco comenzó a hundirse muy rápidamente. Otro hombre y yo nos subimos al bote salvavidas de estribor, y estábamos cortando las amarras del bote cuando nos arrastraron. No vi a ninguno de los tripulantes ni a los pasajeros cuando me fui por la borda, pero cuando el barco se estaba hundiendo escuché sus chillidos y gritos de ayuda. No podía distinguir la voz de nadie, ya que las calderas hacían un ruido tan temible como el agua que llegaba a ellas, y si explotaron o no es algo que no puedo decir. El barco se hundió tan rápido que no hubo tiempo para arriar ningún bote; en realidad, el único bote que podría haberse bajado era el de popa, ya que los botes salvavidas de babor y estribor se habían llevado. Después vi al oficial en el agua, y un perro negro. El oficial me preguntó si había visto alguno de los botes. Le dije que no, y poco después lo perdí en la oscuridad. Llegué a una escotilla a la que me aferré durante un tiempo, cuando encontré flotando la cámara de las cartas náuticas. Cogí un salvavidas y me subí a ella, y durante tres días y medio permanecí en la cámara sin comer ni beber ni una gota. El primer día estuve bastante consciente, y vi a dos barcos pasar cerca de mí, uno de vapor y el otro un bergantín. Entonces me quedé inconsciente, y permanecí así hasta la mañana del cuarto día, cuando recuperé el sentido, y un barco de pesca tripulado por tres pescadores españoles me apresó y me llevó a bordo. Considero que es casi milagroso que me haya salvado, porque en el momento en que me recogieron me había metido entre muchas rocas y rompientes. Los pescadores me llevaron a la casa de un sacerdote español en un pueblo muy pobre, y me quedé allí durante tres o cuatro días, el sacerdote me trató con mucha amabilidad todo ese tiempo. Luego me llevaron al cónsul británico de Correel [Carril], donde permanecí otros dos días, y luego me envió a Vigo, desde donde me mandaron a casa. Perdí toda mi ropa, excepto lo que tenía sobre la espalda, pero el cónsul británico en Correel no hizo nada por mí, excepto enviarme a Vigo, y durante todo el tiempo que estuve en la casa del sacerdote y en Correel no pude encontrar a nadie que entendiese el inglés. Hasta donde yo puedo decir, el lugar donde fui recogido estaba a unas diez o doce millas de donde se hundió el barco. Había veintidós personas a bordo, incluidos los seis pasajeros, y por lo que sé, ni un alma, salvo yo, se salvó».

South Walles Daily News, County Observer and Monmouthshire Central Advertiser, The Aberystwith Observer, The Cardigan Observer, The Exmouth Journal, The Ross Gazette, The Beverley and East Riding Recorder, The London Evening Standard, The Sheffield Daily Telegraph, The Dundee Advertiser…
Decenas de periódicos de toda la geografía británica recogieron idéntica narración de John Fitzpatrick, sobrecogidos por el dramatismo de una milagrosa aventura en la que el marinero permaneció casi cuatro días sin comer ni beber hasta ser rescatado por tres pescadores de Corrubedo y recibir la amabilidad de un cura [de un «pueblo muy pobre»: el nuestro por aquel entonces] que lo acogió en su casa los días que hicieron falta antes de caer en manos de Ricardo Urioste, cónsul de Inglaterra en Vilagarcía, sujeto tan rácano que ni ropa le dio para recambiar los harapos del naufragio.
[Algunas fuentes consultadas: Shipbuilding in Waterford, 1820-1882: A Historical, Technical and Pictorial Study (Bill Irish), «Shipbuilding in Waterford» (Decies. Journal of the Old Waterford Society, nº46»), «John Horn 1814-1895» (Decies. Journal of the Waterford Archaeological & Historical Society, nº69), «The Malcomson’s» (The South-East of Ireland) y «Boatyards & Boatbuilders III – Cork, Drogheda, Portadown & Waterford» (Heritage Boat Association)]
28/12/2018 at 17:38
Excelente como siempre
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