
Sucedió «no lejos de los famosos bajos de Corrubedo».
El corresponsal en Santa Eugenia de Riveira de Gaceta de Galicia informó a la redacción de este periódico compostelano sobre los detalles del hallazgo. Una botella lacrada flotando en el agua. Encontrada por los marineros de una lancha propiedad de Antonio Cardona, consignatario de buques de la citada localidad, mientras navegaban una milla por fuera de la isla de Sálvora. La llevaron a puerto. La abrieron. Y sacaron un papel escrito a lápiz por ambas caras que semejaba proceder de una cartera de apuntes.
De algún modo, el corresponsal se hizo con él. Estaba en lengua alemana. Lo tradujo o encontró quien lo tradujera:
«German Juan Friese de Yever (Oldemburgo) abordo del vapor «Príncipe Imparcial» Federico Guillermo, de la Alemania del Norte.
Procedente de Bremerhaven vá para el Rio Janeiro.
El momento en que traza estas líneas es el 10 de junio de 1883, en el golfo de Vizcaya. Qué tempestad… ¡Y ella?…»

No es la primera ocasión en que hablamos en este blog acerca de mensajes contenidos en una botella a la deriva. No lo hemos hecho una… sino dos veces. Y aún habrá más.
El de hoy era toda una invitación a emprender averiguaciones, empezando por la identidad del buque… Príncipe Imparcial Federico Guillermo. Parecía fácil, pero no lo fue. Teníamos bastante claro que el susodicho príncipe era Friedrich Wilhelm Nikolaus Karl von Preußen, o sea, Federico III de Hohenzollern, segundo emperador de Alemania, octavo rey de Prusia, eterna promesa que tardó 52 años en heredar el trono y, cuando por fin se sentó en él, aguantó 99 días (del 9 de marzo al 15 de octubre de 1888) porque un cáncer de laringe se lo llevó por delante.
Semejantes lutos estaban aún por venir. Nuestra historia se sitúa un poco antes: en 1883. No localizábamos el maldito barco hasta que nos percatamos de que el texto [y esto ya nos había pasado antes] contenía un ligero error de traducción: lo «de la Alemania del Norte» no hacía referencia a un lugar geográfico, sino a una compañía naviera… Y en el curso de nuestras historias nos habíamos topado con ella una vez.

«Norddeutscher Lloyd». Eso es lo que debía de estar escrito a lápiz en el papel.
En otras palabras, la poderosísima armadora teutona también conocida por su nombre en inglés: North German Lloyd… la firma propietaria del infortunado Salier, el trasatlántico que el 8 de diciembre de 1896 se hundió en la noche en la que hasta hoy constituye la mayor tragedia sucedida nunca en los bajos de Corrubedo: 281 muertos, ningún superviviente.
Sabedores de que nos teníamos que ceñir exclusivamente al listado de buques de esta empresa, todo resultó más sencillo. Resulta que el barco era el Kronprinz Friedrich Wilhelm, botado el 13 de septiembre de 1870 tras ser construido en Greenock —oeste de Escocia— por la casa Caird & Company.
Medía 95 metros de eslora por 9 de manga. Tenía un arqueo de registro bruto de 2.387 toneladas. Poseía capacidad para 555 pasajeros. Y este es su porte:

Siguiente pregunta. ¿Naufragó en aquel viaje?
Rotunda respuesta. No.
El vapor, que había zarpado del puerto de Bremen (Bremerhaven) el 3 de junio de 1883 con 20 pasajeros al mando del capitán A. Meier, llegó sano y salvo a su carioca destino, con lo que eran en vano los temores del tal German Juan Frieser que por la razón que sea se vio impelido a consignarlos por escrito y arrojarlos por la borda.
Es más… La nave aún habría de emprender otros 31 trayectos desde el puerto germano rumbo al sol de Brasil o, esporádicamente, hacia el Mar del Plata hasta que en 1897 dejó de prestar servicio en la Norddeutscher Lloyd. He aquí por ejemplo este anuncio publicado en 1890 en Diario de Tenerife en el que se venden pasajes para el viaje de vuelta del «grandioso vapor»:

Falta lo más difícil. ¿Qué hay de German Juan Frieser? ¿Qué le deparó la vida? Y sobre todo… ¿quién era ella?
Fallamos. Tenemos que reconocerlo. Porque sí encontramos un Hermann Frieser en la prensa brasileña de la época. Y un Germano Frieser también. Pero nada nos hace pensar que uno u otro sean la misma persona que la que llegó a bordo del Kronprinz Friedrich Wilhelm después de dejar su Jever natal en la Baja Sajonia.
Así pues, antes de dar este post por terminado, solo nos resta emplear nuestra intuición para evocar la escena de la botella. Nos imaginamos a un muchacho romántico y soñador, un sufriente joven Werther que acaba de abandonar para siempre su tierra, su gente, su pasado, todo lo que alguna vez amó u odió o simplemente desdeñó para vivir otra vida en los tristes trópicos del Brasil… alguien que en aquel trayecto transoceánico saboreó las bascas del viaje mientras el vapor pespunteaba el golfo de Vizcaya… zagal aturdido por una tempestad que sacude sus pies y maltrata su garganta… y cuando ya está al filo de la náusea se arma de valor para garabatear unas líneas en una hoja arrancada de su cuaderno de apuntes, la introduce en un frasco, lo sella y, al igual que hizo Espronceda con su única moneda en el río Tajo, lo arroja por la borda como un mensaje póstumo en el que proclamar su identidad y las circunstancias dramáticas de su presente en tránsito y … como epílogo … un último pensamiento para ella, faro lejano y cada vez más distante, debatiéndose entre la exclamación y la interrogación y consolándose con un residuo de puntos suspensivos que no son sino un postrero grito de angustiada esperanza de amor.
¡Y ella?…
Deja una respuesta