
A pluma. A boli. A lápiz. En una traqueteante máquina de escribir. Pulsando el teclado muelle de un ordenador. O, simplemente, deslizando las yemas de los dedos por una pantalla táctil de última generación fabricada en la milenaria China. Nos da igual. Fueran cualesquiera las herramientas a nosotros lo que nos importa es que Corrubedo ha sido evocado en novelas, relatos, poemas, piezas teatrales, aforismos y ensayos por parte de decenas de literatos que han encontrado en nuestro cabo algo —o mucho— de inspiración.
Ya hemos hablado de tres: Bautista M. Lemiña, Diego Zernadas y Castro (el cura de Fruime) y Ramón María del Valle-Inclán.
Vamos a por el cuarto. Ramón Fernández Mato. Un tipo de ecléctica trayectoria. Dramaturgo, novelista, político, periodista, académico de la lengua en el exilio, médico, tuno y presidente del Real Club Celta. De todo hizo. Nació tal día como hoy, un 13 de mayo de 1889.

A veintitantos kilómetros de aquí: en la aldea boirense de Cespón, en una casa de dos plantas perfumada por el aroma de las camelias en la que creció junto a su hermana bajo el ala protectora de sus padres, Ramón Fernández y Emilia Mato. En su mocedad se trasladó a Santiago para estudiar medicina en el colegio de Fonseca. Allí coincidió con un casi paisano suyo: el rianxeiro Alfonso Daniel Rodríguez Castelao. Ambos se hicieron compañeros de farra y compartieron militancia en la legendaria Tuna Compostelana, en la que el primero ejercía de presidente y el segundo tocaba la guitarra.
Merece la pena echar un vistazo a los periódicos de la época en que nos estamos centrando. Con apenas veinte años nuestro espigado autor lucía un bigotillo azabache como el que populizaría Errol Flynn dos décadas más tarde y sus intereses transcendían ampliamente los estudios sanitarios y las bandurrias. Lo mismo viajaba a Madrid representando a la Universidad como delegado escolar que recaudaba fondos por las aldeas al objeto de donarlas al hospital santiagués.
Y sobre todo, su pasión eran las letras.

Letras de todo tipo. En forma de discurso, con una aclamada intervención sobre lírica contemporánea que pronunció en noviembre de 1910 en la sede de la sociedad viguesa La Oliva. En forma de pieza teatral, con el estreno en junio de 1911 en el también olívico Salón Pinacho de Peregrina de Ilusión, coescrita mano a mano con otro autor que algún día esperamos traer por aquí: Manuel Lustres Rivas. De ensayo, con un trabajo titulado «El amor de los poetas y los poetas del amor» que ganó en agosto de 1911 un premio en los Juegos Florales de Almería. Y, por supuesto, de artículos, crónicas, críticas y cuentos con los que colaboró, bien con su nombre o bien con el seudónimo Cardenio, en una pléyade de periódicos y revistas a lo largo y ancho de nuestra geografía y más allá: Juvenilia, Voz de Vigo, Vida Gallega, La Correspondencia Gallega, Gaceta de Galicia, El Progreso, Noticiero de Vigo o El Liberal, son algunos de los que hemos encontrado.
Fue en este último diario madrileño, El Liberal, donde localizamos el breve relato que nos ha motivado escribir este post. Se publicó el 24 de abril de 1912, cuando el escritor contaba 22 años de edad. Se titulaba Ofrecida y era un cuento costumbrista situado en la pedanía de Reboredo con clímax en el santuario padronés de A Escravitude, donde la rapaza protagonista logra desprenderse de la astenia que le martiriza no tanto por el triunfo de la fe como por la victoria del amor.
Ni que decir tiene que la referencia a Corrubedo alude a nuestra condición de cabo de los naufragios, mentada durante una tertulia de mujeres en la que se desentierran añejas historias «de pailebotes y dornas que se comió el mar en las sirtes malditas de Corrubedo y Finisterre».
Os dejamos la página en que apareció. Como no se lee nada bien [incluso hay una parte del todo ilegible al fondo], lo transcribiremos al final por si alguien quiere gozar de la pluma (algo almibarada) de Fernández Mato. Antes, unas salpicaduras con cuanto le deparó la vida a nuestro hoy cumpleañero. Que no fue poco.

Aunque acabó la carrera no ejerció como doctor. Cachondo, argüía: «¿Qué futuro le puede esperar a un médico que en la puerta de su consulta informa: «Mato, de 5 a 9″?». Tras una estancia de catorce meses en Argentina —en la que no paró: incluso escribió una zarzuela, La Galleguita, con música del maestro Padilla— orientó su quehacer profesional al periodismo, colaborando con multitud de periódicos y fundando el suyo en Vigo en 1924. Lo bautizó El Pueblo Gallego. Si alguna vez habéis visitado este blog probablemente os suene: hemos extraído de él numerosas noticias puesto que contaba con corresponsalía en Riveira.
Lo dirigió hasta diciembre de 1926. Siete meses después era nombrado presidente del Celta tras la convulsa salida de su predecesor. En su haber, tener el acierto de contratar como entrenador a un escocés, W. H. Cowan, que debutó ganándole 5-1 al Atlético de Madrid y logró el segundo puesto de un amago de liga profesional que no acabó de cuajar y quedó truncada [la considerada primera liga oficial llegó enseguida: en la temporada 1928-1929]. Mister Cowan permaneció un año en el cargo con un loable balance de 20 victorias, 6 empates y 6 derrotas. Sin embargo, el señor Mato no disfrutó en primera fila del sabor de estos guarismos pues había dimitido en octubre de 1927. Fruto de aquella experiencia balompédica escribió una novela de resonancias carvalhianas: La tragedia del delantero centro, publicada en 1929.

Y después, la política, de la que nunca fue ajeno. Ya en 1912 había sido uno de los firmantes del Manifiesto de Ourense propugnado por la Liga de Acción Gallega, movimiento agrarista y anticaciquil liderado por Basilio Álvarez. Más tarde, en 1918, al regreso de su experiencia argentina, se había involucrado en las Irmandades da Fala participando en Lugo en su primera asamblea nacionalista como representante de O Valadouro, tierra a la que se había vinculado por su matrimonio con Josefa López, oriunda de allí.
Con el advenimiento de la Segunda República, Mato empezó a ocupar puestos de consideración en los gabinetes de Alejandro Lerroux, Manuel Portela Valladares y Santiago Casares Quiroga: gobernador civil de Ciudad Real, Málaga, Logroño y Jaén, subdirector general de Seguridad y, tras las elecciones de febrero de 1936, diputado en Cortes por la provincia de Lugo.
En la Guerra Civil se situó al lado de la causa republicana y ejerció de médico en el frente según hemos leído en una web cubana. Ahora bien, los extremistas de izquierda no le perdonaban su riguroso proceder en sus cargos gubernamentales, así que, temiendo por su vida, decidió escapar al poco de principiar la contienda. Lo hizo desde Alicante, arrostrando desde entonces un largo periplo en el exilio por países latinoamericanos.

En noviembre de 1936 atracó en La Habana y se puso a colaborar con Diario de la Marina y con la sociedad de instrucción El Valle de Oro. En 1943 partió con destino a Venezuela y después a Santo Domingo, donde dirigió el diario La Nación y redactó un panegírico en dos tomos titulado Trujillo o la transfiguración dominicana en loa del mismo dictador sobre el que Vargas Llosa escribiría La fiesta del chivo. En septiembre de 1945 viajó a México para tomar parte de las Cortes Españolas en el Exilio. Volvió a Cuba en 1947 y fundó Raíz. España en América, firmando también en numerosas publicaciones como Prensa Libre, Cultura Gallega, Carteles, Vida Gallega o Eco de Galicia. Recibió la Medalla de Oro de la Cruz Roja Cubana y fue nombrado académico de la Real Academia Gallega.
Por fin, en 1963, pudo regresar a España.

Lo hizo de la mano de Manuel Fraga Iribarne, entonces ministro de Información y Turismo. Según el escritor y periodista Borobó [otro que confiamos en traer por aquí], «fue el único exiliado, con Álvaro de las Casas, que marchó republicano y volvió franquista».
Desde 1964 hasta 1968 vivió en Foz agitando la vida cultural de aquella localidad. A continuación se trasladó a Vilagarcía tras comprarle a un indiano [o serle cedida por el Régimen, al decir de otras fuentes] una casa bautizada como «Miña terra». Allí pasó sus últimos años, entre vides, libros y fotografías de escritores, periodistas, toreros, actrices y otras gentes de la farándula con las que había congeniado a lo largo de su infatigable peripecia vital.
Falleció el 19 de noviembre de 1980. Tenía 91 años. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de Ferreira do Valadouro. Allí siguen reposando.

OFRECIDA
«Al atardecer de los días santos y festivos —que de ambas suertes se nombran los domingos y las fiestas de guardar en Galicia— se congregaban en la era del señor Baldomero, pedáneo de Reboredo, las viejas y las mujeres maduradoras que á punto de ser madres se hundían en un reposo de cluecas.
La tertulia era por demás entretenida; las quijadas de las ancianas, como unas deformes tijeras, recortaban los recuerdos y las más aleves dejaban en trizas las honras de la comarca.
Se desenterraban añejas historias de abades y amas que, sin ser parientes, sí tenían una caterva de sobrinos que les eran comunes; de raposos y alcotanes que asolaron polladas enteras; de pailebotes y dornas que se comió el mar en las sirtes malditas de Corrubedo y Finisterre; de foros, de pleitos enrevesados é inmemoriales y de levas para la guerra civil; de trasnos rabones y de sátiros que los cañaverales y bajo las viñas enanas esperan rijosos á las mozas que vuelven del molino, sin farol ni compañía.
Silenciosa y mustia, una moza pasaba las horas en aquel cautiverio de la maledicencia, encogida dentro del mantón invernal. Llamábanla Amadora por nombre de pila, que no por mañas de su corazón. Su tez amarillenta de mazorca amerada, sus carrillos exangües, sus párpados mazados por el insomnio, sus manos flacas y descoloridas, y aquella muda tristeza de ruinas que la nimbaba, como una halo de marchitez, á las claras delataban la menguada salud de la rapaza.
Iba para veinte años y dos llevaba de palidecer. Ni médicos, ni saludadores, ni rústicas doctoras y herbolarias atinaban con la veta podrida de aquel mal. Quién decía que era dimanado de haber dormido sobre el lino húmedo; quién aventuraban que provenía de un aire del difunto, si por acaso Amadora no saltó del lecho al cruzar por delante de su puerta el cortejo de un muerto. Unos le irguieron la paletilla con palabras latinas de exorcismo y con ventosas que succionaron la piel de su seno en un beso bárbaro y lento; otros intentaron tornarle el color y la alegría sacándole la bilis de dentro de las venas con la icteria, piedra preciosa y bien preciosa, que en el anular de todos los cirujanos debía prenderse si ellos fuesen competentes en su arte; ¡hasta el caldo de siete liendres hubo de beber la decaída cdoncella!
Todo en balde.
Sus compañeras, las mozas de Valmayor y de la Ambrela, pasaban por delante de la era, con bulla de risas y coplas, camino de las romerías; en la mano una malva bien oliente, para incitar al robo á los galanes; bajo el mandil, la pandera.
Y más por concitar la envidia de Amadora que por cristiana conmiseración, decíanla al pasar:
—¿No vienes á la Santa Marila, mujer?
A cuya inclemente pregunta respondía la cuitada:
—¡Así hace quien puede y no quien quiere! Los gustos y las diversiones ya no son para mí.
Seguían las mozas su camino, más felices después de haber restregado su vista contra la ajena desventura; en el primer recodo de la vereda reventaba la canción, escandalosa y saludable, lo que hacía gruñir á las viejas de la era:
—Ya amainaréis, demonios, ya amainaréis, que hasta las gatas se aplacan pasado el Enero.
Y otra refunfuñaba:
—Mala ley de las almas; no hay buen corazón de unos para otros.
Amadora, acurrucada bajo el pie achaparrado del hórreo, que más parecía una seta enorme de piedra, veía sumirse la tarde de Julio tras los pinares que se ennegrecían, que se entristecían.
El cónclave de viejas y de esposas deliberó un día acerca del salvamento de aquella rosa adolescente.
Había que ir al santuario de la Esclavitud; había que ofrecerse á la Virgen.
Convínose que Amadora llevase una vela de muchas libras y bien rizada, que durante la misa mayor la sostuviese encendida, y por remate del voto aquél, dar la vuelta al atrio del santuario, de hinojos, bajo las andas de la Virgen.
Un resplandor de fe invadió el alma de la moza.
Arribó Octubre, primavera para el dolor. Se embriagaban las abejas aferradas á los gajos que quedaran olvidadas en las parras. Y por las puertas de los graneros abiertos al sol, asomaban los montones de espigas, fuertemente dorados. Y los hórreos reían, ni más ni menos que como viejos hartos y sanos.
Amadora ensangrentó sus rodillas flacas, arrastrándose sobre las lápidas que circundaban el santuario de Nuestra Señora de la Esclavitud.
Un eco opaco de lástima onduló entre las devotas.
¡Pobriña! ¡Debe haberle dado el mal del aire!¡La Virgen querida le dé la salud! ¡Qué tristura hay por el mundo en almas cristianas! ¡Cuitada!
Sobre los hombros de cuatro apopléticos mozallones mecíase la Virgen y sonreía. Sus manos, plácidamente abiertas encima del pecho, talmente figuraban una mariposa de marfil.
Amadora, la doncella enferma, avanzaba; el martirio crispaba su boquita mustia y seca.
Un alma compasiva portaba á su […]
En la torre románica, el racimo de bronce de las campanas y las cúpulas sonaba algarero, y los arrapiezos correteaban por el iglesario, tras las cañas de los cohetes que caian del azul…
Finó el suplicio al entrar bajo las bóvedas frescas e incensandas del santuario las casullas y las dalmáticas floridas de los sacerdotes.
La muchedumbre, y confundida con ella la rapaza que tan valerosamente cumpliera su oferta, acampó en la robleda vecina, donde la tradición exigía yantar. A los lados del sendero una doble cadena de cestas rebosantes de frutas olorosas y sazonadas.
Bajo los robles fornidos y copudos, un césped con blanduro de alcatifa y de trecho en trecho, junto á las vacas desuncidas, el carro que soportaba los bocoyes ventrudos del vino picante y alegre.
Un áspero y níveo mantel de lino. Un pan más blanco que el mantel. Unas viandas recias en condimentos simples y finos. En torno a esta bendición de Dios: la señora Marta, madre de Amadora; ella, una comadre convidada y Demetrio, el sobrino de Marta, subdiácono…
¡Virgen de la Esclavitud! ¡Hasta se le habían abierto á la moza las voluntades de comer! ¡Santa querida!
De corro en corro, los gallofos hacían chirriar sus violines é improvisaban jácaras con asonantes inauditos. Se les arrojaba un trozo de empanada, y á tener rabo los juglares aquellos, como los canes, mostrarían su regocijo y su gratitud.
Amortiguóse el sol. Dió principio la zambra; la gaita plañía al parecer, mas no debía ser su son cosa de dolor, cuando el tamboril se mofaba con tanta bulla y el bombo hacía su comentario óptimo lo mismo que un abade sacio y campechano.
No á divertirse habían venido Amadora y sus deudos, por lo cual una vez vertida la limosna en los cepillos, rezadas las preces postreras y obtenido el ramo bendito de mirto, dieron espaldas á la serenidad del santuario y á la jarana de la romería.
Delante, Marta y su comadre.
En pos, Demetrio y Amadora.
La noche, bajando por los montes en una lenta sucesión de sombras.
Parejas de enamorados en la obscuridad de las encrucijadas y bajo los palios alcahuetes de las viñas.
Cada vez fué más luengo el trecho enentre las dos viejas y los dos jóvenes. Las rodillas martirizadas de Amadora demandaban altos en la marcha.
La luna, lámpara hechizadora. Los aturuxos, cohetes del deseo, taladrando la noche.
*
Meses más tarde, Amadora tenía bermellón de brasa en la boca y las mejillas arreboladas y lozanas como frutas de salud y de vida.
No obstante seguía sentándose en la era, con las viejas y entre las mujeres, sedentarias por fecundas.
El varal seco iba á hendirse, victorioso, floreciendo. Y nuevamente estaba ofrecida á San Ramón Nonnato, obispo y abogado de las cosechas que siembra el pillastre Amor.»

[Algunas fuentes consultadas: «Ramón Fernández Mato» (Consello da Cultura Galega), «Ramón Fernández Mato como presidente del R.C. Celta» (Fame Celeste), «Ramón Fernández Mato» (EcuRed), «Curros en Foz» (Galicia Digital), Camelias do Barbanza (María Luisa López Otero), Actas do Congreso Internacional «O exilio galego» (do 24 ao 29 de setembro de 2001)]
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