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Arquetípica portada de la revista Black Mask

«pulp. 1. Materia sin forma, suave y húmeda.
2. Revista o libro de tema morboso impreso característicamente en papel áspero, sin terminar.»
(Cita extraída del arranque de Pulp Fiction)

Todavía se nos eriza el vello de los brazos al recordar aquel momento. Invierno de 1995. El cine a oscuras y palomitas recién tostadas mientras en la pantalla se despliega la conversación de una pareja en una cafetería. Hablan de sus cosas. Sus cosas no son habituales en el común de las parejas. Hablan de atracos: los gajes de asaltar un banco o una licorería. Entre trago y trago de café, surge la posibilidad de atracar el garito en que están desayunando. Sondean los pros y los contras en veloz diálogo. Un revólver en la mesa y un beso apasionado sellan la decisión. Y tras una mutua declaración de amor («te quiero, Pumpkin», «te quiero, Honey Bunny»), la pareja brinca de sus asientos y empuñando las armas hace partícipe de sus intenciones al resto del local. Él: «¡Todo el mundo quieto! ¡Esto es un atraco!». Ella: «¡Y como algún jodido capullo se mueva, me cago en la leche me pienso cargar hasta el último de vosotros!».

Entonces atronó una música que nos aceleró el pulso y nuestros culos se revolvieron en las butacas mientras dos vocablos gigantescos trepaban por la pantalla y nos supuraban los ojos ante la estridencia de aquellas letras naranjas reptando por un fondo negro como el ánima de una pistola:

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El tema que nos hizo estremecer se llamaba —lo supimos después, con el lanzamiento del supervendido CD de la banda sonora— «Misirlou» y era una vieja canción de surfistas californianos interpretada por Dick Dale, aunque en realidad —y de eso aún nos enteraríamos mucho más adelante, cuando el soniquete, familiar, asaltó nuestros auriculares desde el iPod en versión del muy recomendable Vinicio Capossela— se trataba de una antiquísima tonada popular griega. En cuanto al título de la película, Pulp Fiction, pretendía ser un homenaje a toda aquella infraliteratura de sangre, sexo, pólvora y dientes rotos recogidos de la acera y envueltos en papel barato que causó furor en Estados Unidos durante los años veinte, treinta y cuarenta del siglo XX.

Pulp Fiction no era sin embargo el título original del film. Durante el rodaje, la película de Quentin Tarantino había adoptado provisionalmente el nombre de la publicación más identificativa de aquel violento subgénero bautizado como hardboiled (esto es, hervido como un huevo duro o como el vapuleado corazón de los detectives privados que se anuncian en los cristales esmerilados de las puertas de sus mugrientos despachos), donde los hombres guardan siempre una 38 en la guantera y las mujeres susurran palabras tiernas mientras clavan a sus víctimas un puñal en el corazón.

Pulp Fiction, antes que Pulp Fiction, se tituló Black Mask.

Y ahí, entre las páginas de esa revista legendaria, empieza nuestra historia.

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Él la ideó

El sujeto que con la mano diestra vuelca fieramente la cerveza en la garganta arriesgando un atragantamiento mientras la zurda, hierática, sujeta un puro fue el genuino creador de la Black Mask. Pero no os dejéis engañar por la primera impresión. Lo apodaban El Sabio de Baltimore y está considerado uno de los periodistas más influyentes de su tiempo. Su nombre [que casualmente citamos una vez en el blog] era H. L. Mencken (1880-1956).

Hablamos de un editor de raza, de un intelectual que se codeó con los totems literarios de la Norteamérica posterior a la Gran Guerra Europea (como Theodor Dreiser o Sinclair Lewis, futuro Nobel), de un mentor que alentó las carreras de un ramillete de periodistas y escritores noveles, como el joven John Fante, a quien Bukowski elevó ya moribundo a los altares del realismo sucio.

En abril de 1920, Mencken cofundó con el crítico teatral George Jean Nathan la revista Black Mask. Su lanzamiento encerraba el propósito de amortiguar las tribulaciones económicas de otra gaceta literaria bastante más conspicua, también impulsada por ambos: The Smart Set, magazine con ínfulas que, entre otros méritos, descubrió para los lectores estadounidenses a un irlandés hipermétrope que firmaba como James Joyce (sucedió en 1915 con la publicación de dos relatos de Dublineses) y que en fecha tan reciente como septiembre de 1919 había sacado el cuento Babes in the woods, debut de un joven aspirante a escritor de Minnesota que se llamaba Francis Scott Fitzgerald… Los rugientes años veinte serían suyos.

Black Mask era otra cosa. «Cinco revistas en una —se autoproclamaba—: las mejores historias de aventuras disponibles, los mejores cuentos de misterio y detectives, los mejores romances, las mejores historias de amor y los mejores historias de lo oculto». Fue un buen negocio para Mencken y Nathan, que no tardaron en recuperar su inversión inicial de 500 dólares y en el verano de 1921 la vendieron por esta cantidad multiplicada por 25.

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Nace una obra maestra

El 15 de marzo de 1923, Black Mask publicó el que se considera texto fundacional del hardboiled. Su título Three Gun Terry. Su autor, Carroll John Daly. He aquí un extracto: «Tengo un pequeño despacho que dice: “Terry Mack, Investigador Privado”, en la puerta. Significa lo que quieras pensar. No soy un ladrón y no soy un imbécil; hago las cosas a mi manera. Estoy en el centro del triángulo; entre el ladrón, el policía y la víctima».

Relatos como este, cuyos protagonistas transitan por las regiones casi siempre yermas del cinismo y la melancolía mientras esquivan las añagazas de agentes corruptos, hampones de baja estofa y venenosas mujeres, coparon cada vez más páginas de la revista a raíz de la contratación en 1926 como editor de un tal Cap Joseph Shaw, frustrado escritor de historias de aventuras con un olfato especial para las apetencias del público… De esta forma, la nómina de autores con pulso hardboiled se multiplicó y las portadas se llenaron de revólveres, metralletas, sombreros borsalino, escotes insondables, miradas veladas por el humo de un cigarro y billetes que serían verdes si no estuviesen teñidos por la sangre de algún pobre iluso…

Hasta que, de septiembre de 1929 a febrero de 1930, mientras el american way of life convulsionaba y los exmillonarios se precipitaban al vacío desde lo alto de sus rascacielos abatidos por el crack de Wall Street, Black Mask publicó en cinco partes una novela que trascendió los tópicos del subgénero y fue saludada por la crítica como una pieza mayor capaz de reflejar los bajos instintos de la sociedad de su tiempo. Nos estamos refiriendo a El halcón maltés, de Dashiell Hammet, quizá la obra más representativa de lo que estamos explicando junto a El sueño eterno de Raymond Chandler, ambas con su detective icónico —Sam Spade en un caso, Philipe Marlowe en el otro—, ambos inmortalizados por el mismo legendario actor: Humphrey Bogart.

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Bogart, su pitillo y el material con que se forjan los sueños

Hammet, Chandler, James M. Cain (El cartero siempre llama dos veces) y, quizá, Horace McCoy (Acaso no matan a los caballos, cuya versión cinematográfica fue titulada en España Danzad, danzad, malditos) fueron los autores más famosos entre los asiduos a las páginas de Black Mask. Hubo muchos más, claro, pero sus nombres probablemente no os sonarán de nada: por ejemplo, Erle Stanley Gardner, Paul Cain, Frederick Nebel, Frederick C. Davis, Raoul F. Whitfield, Theodore Tinsley, W.T. Ballard, Dwight V. Babcock, Roger Torrey o las escritoras Marjory Stoneman Douglas, Katherine Brocklebank, Sally Dixon Wright, Florence M. Pettee, Marion O’Hearn, Kay Krausse, Frances Beck, Tiah Devitt y Dorothy Dunn.

Caso singular fue el de George Harmon Coxe. En su época, muy conocido gracias a su personaje Jack Flashgun Casey, fotógrafo del periódico The Morning Express que resolvía los crímenes que su diario le enviaba a cubrir y luego los relataba en The Blue Note Cafe —su tugurio favorito— a Ethelbert, el camarero. Lanzado en Black Mask en marzo de 1934, fue tan bien acogido que se convirtió en una aparición habitual en la revista con más de veinte historias cortas publicadas hasta 1943 [entre ellas, Murder in the red, con cuya ilustración de portada abrimos este post]… Pero no solo eso: seis novelas, una serie radiofónica, otra para la televisión, dos largometrajes e, incluso, un cómic editado por Marvel tuvieron en las andanzas de este rudo pero noble fotoperiodista su inspiración y fuente de ingresos.

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Coxe

¿Y quién era George Harmon Coxe?

Nacido en Olean —estado de Nueva York— en 1901, los inicios de su vida laboral cabalgaron por el periodismo y la publicidad antes de poder vivir exclusivamente de la literatura pulp. En 1929 contrajo matrimonio con Elizabeth Fowler, con la que tuvo dos hijos, chica y chico. En 1934 empezó a colaborar con Black Mask y, poco después del acierto de Flashgun Casey, sacó de su máquina de escribir otro fotógrafo-detective algo más urbanita y refinado que le reportaría nuevas satisfacciones: Kent Murdoch, también llevado a la gran pantalla.

El que no tuvo demasiada fortuna en la meca del cine fue el propio Coxe, quien entre 1936 y 1938 probó suerte como guionista para la Metro Goldwyn Mayer firmando un par de películas que pasaron sin pena ni gloria. Volvió al papel barato, pues, y entre 1939 y 1976 escribió unas sesenta novelas. Al menos dieciocho de ellas fueron traducidas al castellano: El castigador de señoras (The frightened women, 1939), Y la muerte no esperó (No time to kill, 1941), Cita en Guayana (Assignment in Guiana, 1942), Alias el muerto (Alias the Dead, 1943), Asesinato en La Habana (Murder in Havana, 1943), El novio cayó muerto (The groom lay dead, 1944), Asesinato para dos (Murder for two, 1944), Una mujer acorralada (Woman at bay, 1945), Anuncio para el crimen (Fashioned for murder, 1947), Herencia peligrosa (Dangerous legacy, 1949), La quinta llave (The fifth key, 1950), Una dama afortunada (Venturous lady, 1951), Travesía por el canal (Inland passage, 1953), La novia espantada (The frightened fiancee, 1953), La aguja hueca (The hollow needle, 1954), Acusado de doble crimen (Man on a rope, 1956), A las ocho y un minuto (One minute past eight, 1957) y Doble identidad (Double identity, 1970).

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Woman at bay

Nosotros nos centramos en Woman at bay, novela de 1945 ambientada en La Habana. El protagonista se llama Paul MacKinnon, periodista trotamundos que, bajo este disfraz, oculta su condición de agente de la OSS, el servicio de espionaje creado por los norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial que, finalizada la sangrienta contienda, sería objeto de una operación de rebranding para transformarse en la CIA.

La acción se sitúa precisamente en los primeros días después de la capitulación de las Potencias del Eje. Las fuerzas aliadas deben ahora depurar responsabilidades y es en este proceso en el que MacKinnon es reclamado por los cuarteles generales de la OSS en Nueva York para una discreta misión: viajar a la capital cubana y hacerse con cierto manuscrito en el que, al parecer, están consignados los datos de prominentes financieros franceses y americanos que han colaborado en secreto con el gobierno filonazi de Vichy. El documento —ansiado tanto por la inteligencia yanqui como por el general De Gaulle— estaría en manos de la viuda de un oscuro subsecretario ministerial galo. Ella va camino de la isla a bordo de un trasatlántico procedente de Lisboa, así que MacKinnon debe partir sin demora. Pero ocurre una cosa: la viuda es la antigua mujer de MacKinnon… y a él maldita la gracia que le hace el trabajo.

No es nuestra intención destripar el argumento. Baste explicar que en el mismo barco llegan otros inquietantes personajes y que nadie es quien aparenta ser. La búsqueda del dossier avanzará entre habitaciones de hotel, pistas de baile, rumbas, flirteos, whiskies con soda, daiquiris, partidas de black jack, apuestas a la ruleta, allanamientos, policías, persecuciones en coche y, por supuesto, muertos.

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El cabaret Sans Souci

Aunque con un periodista/agente secreto como personaje principal, la novela destila el negro aroma de las novelas detectivescas, nada que ver con las glamurosas aventuras de James Bond que desde 1953 empezaría a publicar Ian Fleming.

Destaca su recreación de una Habana previa a la revolución, cuando Cuba aún no era tildada de burdel de América [eso llegaría tras el golpe de Estado que Fulgencio Batista propinó en 1952] pero en la que ya brillaba el oropel de los casinos, cabarés, cafés, hoteles y restaurantes a mayor gloria del rubicundo dólar… Es más, algunos de los escenarios en los que se desarrolla la trama eran reales y hoy están cubiertos por una pátina de leyenda. Es el caso del Sans Souci, del Dos Hermanos o del Sloppy Joe’s Bar. Se nota la excelente labor de documentación de Coxe, quien ya había publicado dos años antes otra novela ambientada en la misma ciudad: Murder in Havana (Asesinato en La Habana).

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El Sloppy Joe’s Bar en una vieja fotografía (el local reabrió en 2013 tras 48 años cerrado)

Como ya apuntamos, Woman at bay se publicó en España con el título Una mujer acorralada. Ocurrió en 1960 de la mano de la Ediciones G.P., afincada en Barcelona, que también sacaría otros libros de George Harmon Coxe como Herencia peligrosa, La quinta llave, Una dama afortunada, Alias el muerto, Asesinato en La Habana, La aguja hueca, Anuncio para el crimen, Asesinato para dos, Travesía por el canal, La novia espantada, El novio cayó muerto y El castigador de señoras.

En 1964, Coxe fue distinguido con el Grand Master Award: el mayor honor que un escritor de suspense puede recibir en Estados Unidos, otorgado por la asociación Mistery Writers of America. El premio lo había inaugurado Agatha Cristie en 1955… George Simenon (1966), James M. Cain (1970), Alfred Hitchcock (1972), Ross MacDonald (1974), Graham Greene (1976), W. R. Burnett (1980), John Le Carré (1984), Mickey Spillane (1995), P. D. James (1999), Mary Higgins Clark (2000), Joseph Wambaugh (2004), Sue Grafton (2009), Ken Follet (2013) y, ni que decir tiene y ya tardaba, James Ellroy (2015), fueron algunos de los galardonados que vendrían después.

Coxe murió el 31 de enero de 1984 en Old Lyme, Connecticut. Tenía 84 años.

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La edición en castellano

Bueno. Llegados a este punto, seguro que más de uno o una se ha preguntado qué carallo tiene que ver con Corrubedo todo este rollo que hemos soltado…

Nada.

Nada de nada.

Salvo en un detalle…

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El nombre del barco…

Pues sí: SS Corrubedo. Así se llamaba el trasatlántico en el que, tras zarpar de Lisboa, viajaban la mayor parte de los personajes de cierto calibre que pueblan la novela descontando al protagonista (su ex Norma Travers; el sonriente Dennis Clarke, la enigmática Adriene Brissard, el ladino camarero Manuel Zayas…). Y no es que nuestro topónimo aparezca citado una o dos veces. En la primera edición que publicó en 1945 la editorial Alfred A. Knopf, fue mencionado en las páginas 5, 12, 28, 33, 92, 129, 130, 145, 146, 151, 159, 161 y 198.

Por supuesto, tampoco podía faltar en la versión en castellano. Cuando nos pusimos con el libro, a veces estábamos tan absorbidos por la tensión de la trama que hasta se nos olvidaba la razón de nuestra lectura y de repente, ¡zas!, brotaba el nombre de nuestro maravilloso pueblo en pleno suspense argumental para dejarnos descolocados por un momento.

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Confesiones

¿Qué es lo que indujo a George Harmon Coxe a elegirlo como nombre del vapor?

Ya nos gustaría saberlo. Tal vez recorrió un mapamundi con el dedo en busca de inspiración y su índice se detuvo en este cabo sureuropeo. O leyó la noticia de algún dramático naufragio acaecido en nuestros bajos. O, puestos a imaginar, a lo mejor nos visitó en plan turista.

Sea lo que fuere, no cabe duda de que, ya solo por toda la historia que ocultan sus aguas, un sitio como Corrubedo merecía que sus nueve letras estuviesen estampadas en el casco de un enorme trasatlántico.

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Aunque sea en la ficción

[Algunas fuentes consultadas: «Black Mask History» (Black Mask Magazine), «En el principio fue Black Mask» (Un ciego con una pistola), «Flashgun Casey» (The Thrilling Detective Web Site) y «Kent Murdock – George Harmon Coxe» (Mis detectives favoritos)]