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Viaducto La Polvorilla

Pero nuestra historia comienza en el mar. En una travesía oceánica de siete mil millas, tránsito de un viejo mundo, cansado, desgastado por tantas guerras que se suceden sin fin, a otro luminoso y embriagador, ilusorio espejismo edénico que atrae a millones de desposeídos que sueñan con otra oportunidad sobre la faz de la tierra.

Los registros hablan de cuarenta y nueve tripulantes y ciento cuarenta y cinco pasajeros. Podríamos citar, por ejemplo, a Berthe Gardes, francesa, planchadora, madre soltera de veintisiete años que navega con su vástago de dos. Repudiada por sus padres —él, yesero; ella, dueña de una modesta sombrerería— trata de escapar del oprobio familiar: cuando llegue a puerto, enmascarará este estigma de su biografía inscribiéndose como viuda ante las autoridades de inmigración.

Podríamos hablar también de cuatro hermanos suizos de veintiún, dieciocho, quince y nueve años de edad originarios de la luminosa Sierre, urbe bañada por el Ródano, apodada la Ciudad del Sol (Cité du Soleil), enclavada en el cantón du Valais, muy cerca de la línea imprecisa que divide francófonos y germanohablantes. Viajan solos. Sus padres, Joseph Marie Steiner y Jeanne Wellig, se quedan en la villa natal, amén de otros dos hermanos. Los nombres de los que se han marchado: Josephine, Joseph, Leon y Charles.

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Sierre en una vieja postal

Casualmente, el hijo de la planchadora gala también se llama Charles. Fue bautizado así en homenaje al hermanastro de Berthe, Charles Carichou, militar de campaña en Indochina… El infante posee también un segundo nombre, Romuald, como reconocimiento al médico polaco que la asistió en el parto, un tal Romuald de Plowecki que morirá al año siguiente de esta penuria marítima.

Penuria, sí, porque el trayecto es duro. La nave había zarpado en mitad del invierno del oeste de Francia. Durante la travesía, los hermanos suizos tratan de engañar el miedo con música. Entonan cánticos como el Chant des colons et emigrants valaisans, a medio camino entre el optimismo y la resignación. Su letra dice así:

Preparémonos queridos amigos de viaje
El día de partida al fin llegó.
Digámosle adiós a los amigos del pueblo
¡A la América nos vamos a embarcar!

Que la pena y la tristeza se mantengan lejos de nosotros
Seamos felices, abracemos la alegría
Nos iremos contentos
Que nunca nos invada el arrepentimiento

¿Para que llorar y alimentar la tristeza
Si todo aquí nos será quitado?
Dios mismo nos ha hecho la promesa
De reencontrarnos en su ciudad santa.

Por un tiempo no veremos la tierra;
Tendremos seguramente miedo
Así mismo tempestades y tormentas
Mostraran el poder de Dios.

No temamos a nada ni a nadie
Solo Dios podrá dictar nuestro destino
Por nuestra plegarias buenas y humildes
Todos nosotros llegaremos a buen puerto.

¡Oh queridos amigos de toda la vida!
Su recuerdo quedara en nuestros corazones
Partimos con mucha esperanza
Que Dios nos libre del maligno.

Antes de partir hacia el nuevo mundo,
Bebamos juntos unos vasos de buen vino
Y cantemos todos juntos como hermanos
¡Viva la alegría! ¡Enterremos la tristeza!

Estemos listos para partir al alba,
Cantemos con la copa en alto;
Ya lo hemos dicho, repitámoslo ahora;
¡Que no exista el dolor¡ ¡Vivan los americanos!

Tras un mes de singladura, el buque ancla en Buenos Aires, próximo ya el otoño en el hemisferio austral. Los pasajeros son transportados en grandes lanchas hasta un muelle de tablones. El río está picado. Berthe lleva a su crío apretado al pecho. El pequeño ha sufrido tos ferina durante el viaje. Al poco de bajar, la madre traba un zapato en un hueco del armazón de madera. Tropieza y se precipita hasta el borde y solo la mano auxiliadora de algún compañero anónimo la libra de caer al agua. Charles Romuald llora asustado, inconsolable. Ella, dolorida, agorera, se lamenta: imposible entrar con peor pie… literalmente. «Mal anuncio», piensa.

Pero se equivoca.

Si tuviéramos que escoger una fecha en el ascenso sideral que convertirá a aquel niño en uno de los astros más rutilantes del firmamento, nos decantamos por el dos de abril de mil novecientos doce. Ese día, dicen, grabó su primera canción, Sos mi tirador plateado, en las dependencias de Casa Tagini sitas en la avenida de Mayo esquina calle Perú. Ahí se consumó su último cambio de identidad, la metamorfosis final. Al principio, el enfant Charles Romuald; después, el pibe Carlitos; y, ahora, impreso en la galleta azul del disco, su flamante nombre artístico…

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Ha nacido una estrella: Carlos Gardel

¿Y los hermanos suizos? Ellos no se instalan en la capital argentina sino que prosiguen camino hasta Santa Fe, más al noroeste, al departamento Las Colonias.

Y claro… Ninguno arañará el firmamento. Sus nombres no resplandecerán en el cielo ni serán venerados por los inquilinos de la posteridad. Pero uno de ellos llegará muy alto, ascenderá bien arriba, los vientos andinos azotarán su cara. Y su mente alentará un tren que atravesará las nubes.

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La nave del trayecto como nunca la habías visto

Quien haya rondado este blog con anterioridad probablemente hace bastantes líneas que ha reconocido el barco. Se trata del trasatlántico francés Dom Pedro y lo que hemos evocado sucintamente es el viaje que este navío realizó entre el 11 de febrero de 1894, fecha en la que zarpó de Le Havre, y el 11 de marzo, jornada en la que arribó a la metrópolis bonaerense bajo el mando de Vincent Marie Créquer. Dos años más tarde, con este mismo capitán, la nave se hundió frente a la costa de Corrubedo, donde continúan sus restos.

Por consiguiente, esta es otra de esas historias en las que, en vez de hablar de nuestro pueblo, exploramos los avatares de algunas embarcaciones que, siempre a su pesar, han encadenado sus errantes existencias a los vicios ocultos de este cabo. Nunca sabes las sorpresas con que puedes tropezar (ni nosotros ni esos barcos).

Aprovechando la coyuntura hemos querido traer un hallazgo. Lo tenéis justo arriba. Es la misma imagen que publicamos ya dos veces [aquí y aquí], pero con tal grado de detalle que deja a sus antecesoras a la altura de paupérrimas fotocopias.

Y es que tras una incansable búsqueda hemos localizado la fuente original. Se escondía en la Biblioteca Nacional de Francia… Concretamente, en un doble álbum con 116 fotografías de navíos y puertos del mundo entero. ¿El autor? Este señor de aquí:

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El retratista

Se llama Émile-André Letellier (1833-1893). Hijo de un peón caminero, con dieciocho primaveras marchó a París para aprender los arcanos de la alquimia fotográfica. Abrió estudio en Bolbec, ciudad situada en la Alta Normandía, y después se movió hasta Le Havre, en cuyo puerto tomó la única instantánea que conocemos del vapor Dom Pedro (hay quien habla de una segunda imagen, pero estamos persuadidos de que esa otra vista corresponde al Pampa, su barco gemelo).

El reverso de la foto de Letellier contiene una anotación escrita a lápiz. Dice así:

«Paquebot – «Dom – Pedro»
Construit par la Soc. des Fo. et Ch. de la Méditérr.é au Havre, appartient à la Compagnie des Chargeurs – Réunis, ligne du Havre au Sud-Amérique»

Traducida (y completada):

«Paquebote – «Dom – Pedro»
Construido por la Societé des Forges et Chantiers de la Méditérranée en Havre, pertenece a la Compagnie des Chargeurs – Réunis, línea de Havre a Sudamérica»

Y ahora, revelado nuestro pequeño descubrimiento, vamos a continuar la historia.

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Anotación en el reverso de la foto

Leon Steiner, nacido en Sierre el veintiséis de julio de mil ochocientos setenta y ocho, tercer hijo varón de un total de seis hermanos, cuatro de los cuales se enfrascaron en una singladura a lo desconocido a bordo del Dom Pedro: a otro continente, a otro hemisferio y a otro idioma siguiendo la estela de tantos otros habitantes del cantón du Valais que habían abandonado su patria seducidos por las promesas del Nuevo Mundo.

Allá en los Alpes suizos, Leon había aprendido con su padre —herrero de profesión— a trabajar con los metales y una vez aquel adolescente de quince años recién llegado a la Argentina se trasmude en un joven instruido se encomendará en cuerpo y alma a una industria en la que el hierro y el acero son los materiales con los que se moldea el progreso. Leon va a consagrar su vida al avance del ferrocarril.

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El ingeniero Leon Steiner

Esta andadura se inició con veinticuatro años, cuando ingresó en Ferrocarril Central Norte y fue destinado a San Cristóbal en una época en la que las vías férreas se iban extendiendo hacia tierras recónditas como conexiones sinápticas con las regiones más remotas de la psique humana. A los veintisiete se traslada al Chaco, cerca de Paraguay, para trabajar a las órdenes del ingeniero Emilio Palacio. Por entonces la red ferroviaria argentina apenas superaba los diecinueve mil kilómetros.

Un hito importante en su trayectoria profesional aconteció el dieciocho de mayo de mil novecientos doce cuando, requerido por Manuel Elordi, gerente de Ferrocarril Central Norte, se reincorporó en esta empresa estatal como encargado de depósito en Tucumán, al noroeste del país, cerca de la cordillera de los Andes. Desde entonces ocupó diversos cargos que le llevaron a recorrer estas latitudes (inspector de tracción, inspector del servicio de agua, jefe del servicio del agua, inspector divisional del servicio del agua) hasta su jubilación en mil novecientos cuarenta. En aquel momento, el tendido nacional contaba cuarenta y un mil kilómetros, más del doble de cuando comenzó su carrera.

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Jubilación

De todas sus contribuciones al progreso de la industria del ferrocarril hay una que nos encandiló: la de su condición de asesor en la construcción del ramal C-14, un mítico tramo destinado a unir la localidad argentina de Salta con la ciudad chilena de Antofagasta. Su itinerario incluye el viaducto andino La Polvorilla, que con 4.200 metros de altitud sobre el nivel del mar es uno de los puentes ferroviarios más elevados del planeta.

Concebido originalmente para el intercambio de minerales y mercancías agropecuarias entre ambos países, el ramal C-14 adquirió en la década de los setenta una dimensión turística que no ha hecho más que fortalecerse con el paso del tiempo. Como muestra: en un ranking publicado hace dos años con los dieciséis mejores viajes ferroviarios del mundo, la National Geographic lo situó en el séptimo lugar, un puesto por delante del icónico Orient Express.

Al servicio se le conoce como Tren a las Nubes.

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El Tren a las Nubes en una imagen reciente

Leon Steiner falleció el veintidós de junio de mil novecientos cincuenta y siete cuando tenía setenta y ocho años de edad. En el momento de su muerte, sus colegas, colaboradores y subalternos le dedicaron un elocuente epitafio:

«León Steiner
Pionero en la conquista ferroviaria de los Andes»

[Algunas fuentes consultadas: Leon Steiner (Pablo Barral Steiner), «Des Aupes aux Andes» (Los Primos, mayo de 2007), «El excepcional C 14» (Página 12, 1 de febrero de 2014), «16 Best Train Trips in the World» (National Geographic, 18 de julio de 2017), «Gardel y su madre en el «Dom Pedro» (1893)» (Museo del Libro «Gardel y su tiempo») y «Emile Letellier et la Tour Robinson» (La Tour Robinson)]