
Lost. Segunda temporada. Episodio siete. En el encuadre una playa desierta de mar color turquesa. Una palmera. Un límpido cielo azul levemente tiznado por una insinuación de nubes encima del horizonte. El rumor de las olas se confunde con el murmullo de la brisa creando un lienzo sonoro sobre el que picotea ocioso el graznido de algún ave tropical. El plano se sostiene monótono, desafiando las convenciones propias de una obra audiovisual de ficción con audiencias [y descargas] millonarias. Dos. Ocho. Diez. Quince segundos. Emerge otro ruido. Al principio hay que aguzar el oído para escucharlo. Punzante. Continuo. El ruido va in crescendo hasta acabar por rasgar aquella idílica estampa de paz. Como el corolario de un eco, entra en plano un objeto volante girando sobre sí mismo. Pasa en un santiamén pero, si estáis atentos, lo identificáis.
Es la cola de un avión que se estrella en el agua.
Y tras este disruptivo arranque de capítulo asistimos a los primeros 48 días en la misteriosa isla de los otros supervivientes del avión, los que viajaban en la parte trasera. Porque resulta que además de Jack, Kate, Sawyer y el resto de pasajeros del vuelo 815 de Oceanic Airlines sobre cuyas evoluciones nos hemos tenido que tragar más de veinte horas de emisión, había otros sobrevivientes: los Señor Eko, Ana Lucía y demás. Cada grupo enfrentándose a los enigmas de aquel lugar (y a sus propios fantasmas) como si fuesen los únicos testigos vivos de la catástrofe.
En cierta manera, eso pasó también en el naufragio del Hvalen. Primero, en Corrubedo, dos rescates. Y con ellos telegramas que reposaron sobre bruñidas mesas ministeriales en Madrid y propiciaron la publicación de una serie de noticias en las que se dieron por muertos al resto de tripulantes del barco. Y después, más al sur…
¿Que sucedió más al sur?
Eso es lo que nos disponemos a relatar ahora.
Allá vamos.
O Grove. Discurren las primeras horas de la tarde del sábado 30 de marzo. Dos botes de pequeño tamaño se aproximan a la costa y consiguen recalar en la playa de A Lanzada, cerca de la ermita del mismo nombre. Sus ocupantes están exhaustos. Atrás ha quedado un penoso recorrido de dieciocho millas en que el impetuoso oleaje ha puesto en riesgo las embarcaciones y ha obligado a alterar su intención inicial de llegar navegando hasta Vigo. Dieciocho millas. Treinta y tres kilómetros. Los que distan de los bajos donde embarrancó el Hvalen.
Lo explica el Diario de Pontevedra en su edición del 2 de abril. Bajo el palio inevitable de «En la costa de la muerte», la noticia nos ofrece nuevos detalles de aquel último viaje del vapor. Por ejemplo, que después de zarpar de Almería el 20 de febrero tuvo que parar por averías en la máquina cuatro días en Gibraltar y otros catorce en Lisboa. O que además de las consabidas naranjas, transportaba un cargamento de hierro.
El hundimiento tuvo lugar en plena noche: entre las dos y las tres de la madrugada del miércoles 29. El buque se fue a pique con tal rapidez —minuto y medio— que la tripulación no pudo salvar nada de su equipaje y, cuando abandonó la nave, solo se veían los extremos de sus palos.
En O Grove los náufragos son «solícitamente atendidos» y pasan la noche en la parroquia de Noalla. Hasta allí acude en automóvil el vicecónsul de Noruega en Vigo para prestar sus servicios. Los supervivientes salen en un «ríper» [¿clíper?], supuestamente con destino a esta urbe.
El texto impreso —que adolece de algunas imprecisiones que hemos corregido a la luz de otras noticias— revela un dato crucial: que el número de hombres que llegaron a O Grove era de 23. Sabemos que la tripulación la componían 27. En Corrubedo se salvaron 2. El cálculo es sencillo. 27-23-2=2. Dos. Los que realmente murieron en el naufragio del Hvalen.

Antes de llegar a Vigo, recalaron en Pontevedra, donde diversos periódicos recogieron las manifestaciones de su desolado capitán, P. Falkin. Es el caso de Diario de Galicia, que reiteró la velocidad con que se hundió el buque y la ignorancia del paradero de «tres o cuatro tripulantes».

4 de abril. «»Hvalen» af Tønsberg forlist. Fire mand savnes».
Era cuestión de tiempo. El suceso ha llegado a las páginas de los periódicos nórdicos. Concretamente, a las del rotativo Aftenposten [sigue existiendo… de hecho hoy es el de mayor tirada del país], que fue el primero en citar un telegrama del Consulado General de Noruega en Bilbao dirigido a la firma armadora N. Bugge, con sede en Tønsberg, en el que resume el incidente sucedido cerca de Sálvora. Del rol de la tripulación, nueve o diez eran originarios de aquella tierra escandinava y el resto ostentaban otras nacionalidades. También afirma que hay cuatro desaparecidos… lo que significa que no saben que hay otros dos hombres salvados por pescadores de Corrubedo.

Y ahora un inciso. Acabamos de escribir que la firma armadora a la que enviaron el telegrama se llama N. Bugge. Sin embargo, la última vez que hicimos referencia a la cuestión de la propiedad del navío habíamos explicado que lo adquirió en 1914 la compañía A/S Hektor como consecuencia de la absorción de otra sociedad llamada A/S Hvalen. ¿Un nuevo cambio de manos?
No. En absoluto. Pero aprovechamos para una breve exposición que nos parece interesante y que, además, nos sirve para resolver una duda que nos surgió mientras escribimos la primera parte de esta historia.
Empezamos por el principio. N. Bugge… La empresa fue fundada en 1851 por un tal Nils Bugge. Nació como tienda de verduras, pero su dueño tenía otras aspiraciones y montó una pequeña naviera con tan buen olfato que fue de los primeros en inmiscuirse en el floreciente negocio del transporte de emigrantes de Noruega a Canadá [aunque de manera tangencial, algo hemos hablado de este tema en otro post]. Sus intereses se diversificaron y ya a finales del siglo XIX tenía el hocico metido en la caza de ballenas operando al norte del país, en aguas del Ártico.
1910. Año clave. Bajo la égida de Finn Bugge (1871-1958), a quien suponemos hijo del anterior pero no lo sabemos con certeza, la empresa familiar dio otro salto adelante gracias a una concesión del gobierno británico que le autorizó a explotar una factoría ballenera terrestre en la isla Decepción, en aguas del Antártico. El 25 de octubre crearon una compañía para gestionarla. Su nombre, A/S Hektor. Voilà.

Las propiedades de la nueva sociedad engrosaron gracias a la adquisición de varias factorías flotantes que trabajarán también en el archipiélago Shetland del Sur. Primero, el Hektoria (antes conocido como Arapahoe, Inchmaree y Wentworth). Después, el Benguela (antes Oakmore) y finalmente el Hvalen (antes Fallodon Hall). Y con semejante artillería se convirtió en el segundo operador ballenero más potente de cuantos faenaban en el frío antártico en las horas previas a la detonación de la Primera Guerra Mundial.
Ahora bien [y esto es lo que no sabíamos la semana pasada] aquella contienda bélica obligó a interrumpir la cetácea cacería glaciar, muchas compañías quebraron por razones logísticas (por ejemplo, la Sociedad Ballenera Magallanes y la Sociedad Ballenera de Corral) y, en lo que respecta a la A/S Hektor, hubo de cerrar el complejo de Decepción y destinar sus barcos a otros menesteres, trasladando mercancías de aquí para allá…
Con las siguientes consecuencias:
El 26 de abril de 1917, el Hektoria fue torpedeado por el submarino alemán U-43 mientras viajaba de Philadelphia a Birkenhead con cargamento de petróleo. Hundido.
El 14 de junio de 1917 el Benguela fue torpedeado por el submarino alemán U-49 mientras viajaba de Fredrikshald a West Hartlepool con cargamento de puntales de mina. Hundido.
Y el 29 de marzo de 1918 el Hvalen embarrancó en los bajos de Corrubedo mientras viajaba de Almería a Barrow-in-Furness con cargamento de hierro y naranjas.
Hundido.
Tres de tres.
La A/S Hektor quedó maltrecha.

Continuamos. El 7 de abril el Aftenposten reveló nuevos datos sobre el suceso. Los (presuntos) cuatro muertos son el tercer maquinista John Bergdhal, el sueco Rikard Lundin más un español y un brasileño de los que no se molestaron en citar su latina identidad de sangre caliente.
Cuando empezamos a contar esta historia escribimos que los nombres de los rescatados en Corrubedo eran, de acuerdo con la prensa gallega, Abel Lugerrtray, sueco, y Cari Orterlamw, ruso. Compárense con los de arriba. Como un elefante a un refrigerador.

Poco después se anunció la celebración de una junta general extraordinaria de las sociedades limitadas A/S Hektor y A/S Hvalen en el hotel Kubblen de Tønsberg para analizar la situación. Entre las medidas a emprender se propondría la compra de más tonelaje utilizando el dinero de la póliza del Hvalen. La reunión estaba fijada para el 15 de mayo.

Un día después llegó el artículo más interesante de cuantos se publicaron en los medios noruegos. Lo editó una vez más el Aftenposten, que desde Bergen detalló el testimonio que dejó a su paso por esta ciudad uno de los náufragos, Oluf Nielsen, quien, en compañía de otros tres, viajaba camino de Tønsberg.
El traductor de Google no ha obrado ninguna maravilla, pero al menos nos enteramos de que en el momento del impacto, sucedido a las dos de la madrugada, se hallaba en el puente el segundo oficial y que el barco viajaba a 10 nudos de velocidad y se hundió en menos de un minuto.
La parte más dramática llegó al amanecer, cuando los 24 náufragos guarecidos en sus lanchas divisaron a un hombre sentado en el aparejo del Hvalen. Sus tentativas de auxilio no dieron resultado, con lo que empezó una frenética carrera por tocar tierra para buscar ayuda y medios para salvarlo. Cuando pudieron regresar ya no había nadie, pero el microrrelato tuvo un inesperado final feliz en forma de autóctono deus ex machina: el encarnado por Manuel Díaz y su dorna que, como sabemos, habían rescatado a aquel desdichado.
También se narran las congojas del otro de los supervivientes, quien se hallaba en la máquina en el momento del impacto y no tuvo tiempo de subir y escapar con sus compañeros. Pudo hacerse sin embargo con un bote maltrecho, roto por el costado, y alejarse con él, acechado por el miedo a estrellarse contra las rocas bajo la noche oscura hasta que, más muerto que vivo, consiguió alcanzar la orilla [en la versión de la prensa gallega habría sido asistido por Ventura Fernández García].

Regresamos a los periódicos de España con dos noticias finales.
La primera, el abandono de toda esperanza de salvar el vapor o su carga. El desguace es la única solución. Y para llevarlo a cabo, el pecio fue adquirido por un tal José Ormazabal, propietario de una empresa metalera bilbaína.

Y la segunda, el nombre de la víctima española: Juan González, natural de Málaga. Nos lo cuenta el cónsul de España en Cristianía (o Christiania), que era como se denominó la ciudad de Oslo hasta 1925.
Del nombre del brasileño no hemos topado rastro.

Antes de concluir, queremos dedicar unas últimas palabras a la A/S Hektor.
Terminada la Primera Guerra Mundial, las instalaciones de la isla Decepción pudieron reabrir sus puertas y la compañía adquirió en 1920 una nueva factoría flotante, el Ronald, que con sus 6.249 toneladas y 129 metros de eslora se convirtió en la mayor y más moderna embarcación del negocio ballenero. De esta forma, la A/S Hektor resurgía de sus cenizas cual ave fénix de fuego y hielo.
Ahora bien, la década trajo nuevas mañas: los discípulos de Ahab, Ismael y el arponero Queequeg huyeron de aguas territoriales con sus engorrosas tasas y licencias para internarse en las libérrimas aguas internacionales donde no tengo trono ni reina y mi palabra es la ley. Y ello conllevó la necesidad de contar con barcos factoría más potentes y un volumen de inversiones difícil de captar en Noruega.
Es por eso que varias compañías del país nórdico decidieron mudar sus despachos a la City londinense. Entre ellas, la A/S Hektor. Y a consecuencia de ello nació el 1 de agosto de 1928 la Hector Whaling Company Ltd., dirigida desde el momento de su fundación por el yerno de Finn Bugge, un lumbreras inglés casado desde hacía dos años con la hija de este, Maude Edle Bugge, que respondía al nombre de Rupert Trouton.
El tipo logró gobernar diligentemente el barco hasta que se retiró en julio de 1961. La travesía no estuvo exenta de dificultades, especialmente en los primeros tiempos a tenor del crack del 29. Pero el tal Trouton tenía un as en la manga. Un amigo. Un mentor. Alguien que le había dado clases y de quien había sido asistente personal en Versalles. Aquel benefactor no solo compró acciones de la modesta compañía, sino que le regaló sus consejos cuando más los necesitó.
Aquel hombre aún hizo más. Liberó al mundo de la Gran Depresión… O eso dicen algunos. Porque para otros, como el inefable Fernando Sánchez Dragó que lo tacha de «malhechor», es el principal causante de los males económicos que atenazan hoy a los países de Occidente.

Pero ya nos desviamos bastante.
Hasta otra.
[Algunas fuentes consultadas: Keynes, Trouton and the Hector Whaling Company. A personal and professional relationship (Bjørn L. Basberg), «AS Hektor og N. Bugge» (Hvalfangstarkiver), «Fernando Sánchez Dragó: «Lo que más me ha enseñado en la vida han sido las ingestas de LSD»» (JotDown, julio de 2012)]
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