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Antigua imagen de Muxía encuadrada por Ramón Caamaño

Cabo Touriñán. El punto más occidental de la geografía peninsular española. Dos embarcaciones dedicadas a la pesca de la langosta se hallan fondeadas a tres millas de allí. Son las cuatro de la madrugada. Plena noche. Aún falta un par de horas para que las luces del alba alumbren el que será último día de la semana y del mes. Domingo 30 de junio: festividad de San Teobaldo de Provins, un militar francés de familia noble que renunció a su linaje para abrazar la fe, se hizo ermitaño, peregrinó a Compostela y a Roma y, tan solo siete años después de morir en 1066 víctima de una dolorosa enfermedad (¿lepra?), fue canonizado por el Papa Alejandro II.

Un temporal se desata de repente. Negros nubarrones ocultan las veraniegas estrellas y el viento empieza a soplar con saña. Llueve. Aquello tiene mala pinta. Sin tiempo que perder, las dos embarcaciones despliegan sus velas y ponen rumbo al refugio más cercano: el puerto de Muxía.

Comienza así una travesía agónica mientras la tormenta va a más, una carrera nocturna contra la fatalidad donde el fracaso se paga con la muerte. Estamos en 1907, una época en que nuestras lanchas pesqueras eran endebles cáscaras de nuez flotando al capricho de las olas. Las dos tienen nombre de mujer: la María Dolores, originaria de Muros, y la Encarnación, que aun con matrícula de Puebla era corrubedana, ay.

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El suceso relatado en el compostelano Gaceta de Galicia el 8 de julio de 1907

Tuvo que pasar una semana para que los diarios impresos en las ciudades gallegas contasen el suceso ocurrido en aquel lugar distante de la Costa de la Muerte, apelativo que empezaba a salpicar las páginas de un periódico aquí y de otro allá desde hacía tres años, cuando apareció por primera vez en El Noroeste.

Cuentan que la María Dolores llevaba ventaja de una o dos millas sobre la Encarnación. Con la vela hecha jirones, logró alcanzar su destino y ponerse a salvo venciendo aquel involuntario duelo. Los recién llegados habían perdido de vista la otra lancha en el trayecto.

Pasada la tempestad, que duró tres cuartos de hora, se inició en Muxía una angustiosa espera. Seis eran los tripulantes que iban a bordo de la Encarnación. Se enviaron emisarios a otros puntos de la costa por si se hubiesen guarecido en alguna parte. Nada.

El lunes 1 de julio, todos los pescadores de Camariñas (¡todos!, dijo la prensa) zarparon con sus lanchas a rastrear las inmediaciones en un gesto que nos demuestra otra vez (igual que en el María Rosa, igual que en el Volverán) que los puertecitos pesqueros de este rincón de Europa están unidos por insobornables lazos de fraternidad. Que no siempre el hombre es un lobo para el hombre.

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Camariñas vista por la fotógrafa norteamericana Ruth Matilda Anderson

Pero todo fue inútil. No había rastro de los náufragos ni de la embarcación… Hasta que el jueves 4 de julio a las cuatro de la madrugada —hora fatal en esta historia— tuvo lugar un hallazgo que confirmó la desgracia: el de los restos de la lancha. Las olas habían arrastrado los pedazos a la playa de Moreira, cerca de cabo Touriñán y su solitario primer faro encendido en 1898.

En el momento de salir la noticia no habían aparecido los cadáveres. Después, simplemente los diarios dieron paso a otros sucesos, a otras tragedias cotidianas que contar. Y Corrubedo se quedó en su sordo dolor afligido por la pérdida.

El patrón de la Encarnación se llamaba José Franco Arcos. Llevaba consigo a Emilio y Juan Franco Arcos, a José Samas Mariño y José Franco, alias Castrelo, solteros todos ellos; y a José Martínez Mariño, casado y padre de tres hijos.

Que en paz descansen allí donde estén.

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Touriñán, durante dos tramos del año el último sitio del continente europeo donde se pone el sol