
Caramba. Lo que se aprende.
Lejos de la idílica imagen a que nos tienen acostumbrados juguetes y dibujos de la tele, parece que no es oro todo lo que reluce. Un animal de mirada angelical, sí; una sonrisa encantadora, también; el mejor amigo marino de los niños después de Nemo y la ballena Wally, muy probable… Pero un cabrón de tomo y lomo.
En el ánimo de explorar las entretelas de lo que nos disponemos a contar hemos descubierto algo impactante: si los pastores tienen su lobo para enturbiarles el sueño y los agricultores su jabalí, el némesis de los pescadores se pronuncia delfín. Y es que pese a su simpático aspecto resultan ser unas criaturas bastante torvas movidas por una fijación: sabotear las redes y aparejos de los barcos y comerse sus peces… todo ello mientras brincan sobre el agua para dirigir a los marineros una mueca desafiante.
De eso trata nuestra historia de hoy. De un ataque cetáceo. Los hechos ocurrieron allá por el año 1889…

Pero antes de meternos en harina (en realidad, el suceso que vamos a relatar es bastante corto) no nos resistimos a rememorar un par de anécdotas surrealistas que, aunque acaecidas en otras latitudes, nos dan una idea de hasta qué punto estas alimañas habían rebosado el vaso de la paciencia de los marineros.
La primera sucedió en la localidad asturiana de Candás en el siglo XVII. Era tal la desesperación de los mareantes de ese puerto ante las tropelías de los delfines rasgamallas —concretamente, los de una variedad llamada calderón— que el cura de la parroquia, Andrés García de Valdés, decidió presentarles un pleito ante el obispo de Oviedo. En vez de reclamar los servicios de un loquero la querella prosperó y se designó como fiscal a un catedrático universitario llamado Martín Vázquez y como abogado defensor a un tal Juan García Arias de Viñuela.
Los tres —García de Valdés, Martín Vázquez y García Arias— embarcaron el 8 de septiembre de 1624 en un navío y pusieron rumbo a una zona frecuentada por estos animales en compañía de un miembro de la Santa Inquisición —el dominico fray Jacinto de Tineo—, del notario Juan Valdés y de varios testigos. Y allí, en alta mar, se escenificó un juicio con sesudas intervenciones de fiscal y abogado defensor. Ganaron, cómo no, los humanos, así que el clérigo de la Inquisición, hisopo en mano, conminó a la parte perdedora a desistir de sus ataques y a abandonar aquellas aguas so pena de arder para siempre en el infierno.
La verídica historia acabó siendo conocida como «pleito de los delfines» e inspiró al escultor Vicente Menéndez-Santarúa una estatua que hoy se puede ver en el parque Maestro Antuña de Candás.

Lo otro que os queremos contar toca más cerca: en la ría de Pontevedra, donde en el siglo XIX se hicieron muy populares las «corridas de arroaces» (arroaz: así llamamos por aquí al delfín mular o Tursiops truncatus, el más común y conocido de todos). Se organizaban en agosto coincidiendo con los festejos de la ciudad. Y sí: el nombre responde a la añeja tradición taurina de la urbe.
El proceso era como sigue. Se extendía una gran red de un extremo a otro de la ría, cuyos diversos tramos eran sujetos por medio de unas estacas clavadas en el limo. A medida que la marea subía, el aparejo era izado por los pescadores, impidiendo la vuelta al mar de los cetáceos que se habían adentrado. Acto seguido, los comparecientes usaban arpones, palos, piedras y hasta armas de fuego para lacerar hasta la muerte a los animales atrapados.
Hacia 1859 las corridas dejaron de hacerse. En la ría ya no había delfines que matar…
Y ahora vamos con lo nuestro.

Sucedió así. Estando pescando el vecino de Noia Ignacio Millara Arofe junto con otros compañeros a bordo de una lancha frente a las costas de Corrubedo, los tripulantes se vieron asediados por un gran número de arroaces que destruyeron sus redes.
Los mamíferos porfiaban en sus acometidas y la lancha corría riesgo de irse a pique. En vista de ello, los marineros determinaron arrojar algunas bombas (esto es, dinamita) para alejar a los animales. El tal Ignacio, un padre de familia, tuvo tan mala suerte que uno de los explosivos le explotó destrozando completamente su mano derecha.
En fin. El infeliz fue conducido a Santiago y atendido por un tal señor Lonzós tras ser ingresado en el Hospital Real.

Y bueno… el duelo continúa. En pleno año 2017 los marineros de las islas Eolias, archipiélago situado al nordeste de Sicilia, se declararon en huelga para protestar ante la voracidad y mala sangre de los malditos bichos: «O loro o noi».
«O ellos o nosotros.»

[Algunas fuentes consultadas: Pescadores y delfines en el norte de España. Historia de su interacción desde la Edad Media hasta el siglo XX (Felipe Valdés Hansen), «Los delfines que fueron juzgados» (www.cornisa.net), «I pescatoria delle Eolie in sciopero contro i delfini: «O loro o noi»» (Palermo, 21 de marzo de 2017), «En guerra contra los delfines» (La Vanguardia, 12 de abril de 2017)]
05/06/2017 at 19:08
Hoy contáis unas historias que, en la actualidad, serían consideradas como «políticamente incorrectas»; sin embargo fueron realidad, no me cabe duda.
Pero, en Corrubedo, enfrente de la puerta de vuestro bar, cuando allí no existía ni la famosa taberna de «tío Juan», y aún no existía la actual rampa, o muelle, en cuya ausencia era usada como tal la pequeña rampa que da acceso a lo que era el «almacén de Paz», y tampoco existía el «murallón» o rompeolas actual, en el espacio de agua que limitaban la orilla de la playa y los «concheiros» piedras de las cuales el «de fora» aún es conspicuo, y llamado Concheiro como vosotros escribís y fotografiáis en vuestros tweets, se daban verdaderas batallas de arroaces contra pescadores.
Famoso se hizo uno, jefe de la manada, al que reconocían por su aleta dorsal cortada, quién entraba y salía de A Robeira con redes y pescado en el morro, «por el morro».
Esto lo sé porque lo he oído relatar en casa infinidad de veces, pues a los nuestros, mi abuelo y mis tíos, les tocaba bregar con el bicho y reparar las redes cada vez que estos animales aparecían.
Yo recuerdo ver, cuando niño, las manadas entrar al puerto y cazar, formando círculo, tal y como ahora vemos en los documentales de la dos.
Pero nunca oí que se les acorralase para matarlos en la orilla; cierto que muchas veces los barcos los capturaban y los traían a la «rambla» donde la gente los descuartizaba, llevándose algunos trozos grandes para comer como filetes de vaca, y otros, aprovechando su grasa, de la dermis y del hígado, para hacer «saín», o sea, aceite, una vez derretido el tejido adiposo y el hígado.
Una vecina, de la que guardo buenos recuerdos, utilizaba ese aceite para alumbrarse con candiles, en las noches en las que tenía que trabajar en su taller de cordelera.
Que tiempos¡
Saludos.
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05/06/2017 at 19:42
Increíble. Está claro que las mejores historias no están en los papeles sino en la tradición oral!
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