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La dársena de A Coruña fotografiada por el luso Antonio Passaporte en algún momento entre 1927 y 1936

Martes 22 de enero de 1929. Amanece en la dársena de la ciudad coruñesa y los marineros del pesquero San José, allí atracado, se despiertan con una desagradable sorpresa. Se ha producido un robo. Alguien ha aprovechado la quietud de la noche para meterse en el buque y sustraer un reloj de bolsillo de plata y un pequeño cofre de madera. De nada se percataron quienes dormían a bordo. Con los primeros rayos el arca es encontrada flotando en el muelle, vacía a excepción del rol de tripulación. Contenía 400 pesetas y toda la documentación del barco.

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El diario coruñés El Orzán dedica apenas quince líneas al misterioso robo

El hurto no merecerá más allá de unas pocas líneas en la prensa. Al fin y al cabo, los pequeños sucesos son algo de lo más normal y la noticia comparte página en el rotativo El Orzán con otros acontecimientos locales del calibre del de una muchacha a la que hubo que atender en la Casa de Socorro por la mordedura de un perro o el de otra mujer que tuvo que ser asistida en esa misma instalación si bien esta vez fue ella quien clavó los dientes en el dedo de un guardia… El pan periodístico de cada día.

Sea o no relevante para el bien común, lo que está claro es que el mal trago no se lo va a quitar nadie al propietario de la embarcación: Manuel Brión Rodríguez, vecino nuestro, quien acaba de perder 400 pesetas y ganar un montón de papeleo y se persona en comisaría para presentar la denuncia que es trasladada a su vez a la Autoridad de Marina. Al día siguiente, don Manuel regresará con su barco a Corrubedo a la espera de que se produzcan avances en las pesquisas.

Pero no. No va a esperar. Porque el sábado 26 a las seis de la tarde el señor Brión vuelve a acudir ante las fuerzas de seguridad movido por una sospecha. Esta vez cruzará las puertas de la Comandancia de la Guardia Civil de Riveira al objeto de manifestar que uno de sus tripulantes, Manuel Vidal Gude, paisano suyo de 21 años, anda «de juergas y meriendas» cuando ni a él ni a su familia les sobra el dinero. El hombre está persuadido de que su joven convecino es el autor del robo y pide que se diligencie una investigación.

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El desenlace del caso fue explicado por El Pueblo Gallego hace hoy 88 años

Dicho y hecho. A nosotros nos suena un poco a coña marinera, pero lo que sucede supuestamente a continuación lo hemos podido leer el 1 de febrero en El Pueblo Gallego. Escuchadas las conjeturas del armador, el comandante de la Benemérita Lorenzo López se sube expeditivo a un automóvil y pone rumbo a Corrubedo acompañado del guardia Amador Muiños y del celador de puerto Nicolás Filgueira. Eran las seis y media de la tarde cuando partieron de la localidad.

La noticia afirma que el coche se adentró en la parroquia con los faros apagados para no alertar a su presa (qué lejos quedaban aún las campañas de seguridad vial) y que tras iniciar la búsqueda del presunto ladrón lo encuentran sentado tranquilamente en una piedra en el frente de un bar, ignorante de ser vigilado desde un auto en la oscuridad. Y por fin llega la hora de enseñar las cartas.

El trío sale del coche y el chico reacciona arrojando al suelo lo que el periódico dio en llamar «el cuerpo del delito»: un billete de cien pesetas, cuatro de cincuenta y un reloj. Lo interrogan y el sospechoso acaba por cantar de plano, enterándonos así por fin de cómo se produjo el robo.

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Miguel de Cervantes en un billete de cien pesetas de aquellos lejanos tiempos

Que fue como sigue. A las diez de la noche de lunes 21 de enero Manuel Vidal Gude se subió al San José acompañando a otro marinero que se encontraba embriagado. Lo puso a dormir la mona en el departamento de la tripulación, donde ya había otros dos hombres pernoctando, y después se dirigió al cuarto de máquinas con un plan en la sesera. El candado de la estancia estaba abierto así que entró, cogió la caja, cogió el reloj y saltó de nuevo a tierra.

Estrelló el arca contra el empedrado del muelle para romper la cerradura. Sacó el dinero y arrojó el cofre al mar junto con la documentación. Luego se marchó al Salón París, en la cercana calle Real, donde ocupó una butaca para ver una película. ¿Cuál? Nos hemos tomado la molestia de consultarlo: Novios en cuarentena, una comedia romántica de 1925 interpretada por la flapper Bebe Daniels y, aunque suene a cachondeo, Harrison Ford.

La entrada le costó 0,75 pesetas. Eran otros tiempos.

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Una antigua foto del edificio del Cine París cuando aún era una casa de modas. Ha vuelto a sus orígenes: hoy es un Pull&Bear.

Tras su confesión el chico fue puesto a disposición del ayudante de marina de Santa Uxía de Riveira junto con el reloj de bolsillo y los billetes, amén de otras diez pesetas en monedas de plata que le fueron confiscadas tras ser registrado. No sabemos cuál fue la pena que se le impuso, pero esperamos que no fuera mucho más allá de una buena reprimenda y que el chaval hubiera recapacitado y aprendido la lección… Después de todo, aquella mala obra tiene toda la pinta de ser el resultado ocasional de un lunes de andar de parranda por A Coruña.

Que la fuerza le acompañe.

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Novios en cuarentena, película muda protagonizada por Bebe Daniels y, sí, Harrison Ford