
Cabo Corrubedo. Latitud 42º 34,60N. Longitud 009º 05,40W. Este saliente de piedra ha sido doblado a lo largo de la historia por artefactos marítimos de todo pelaje y condición: gaulos fenicios, galeras romanas, drakkars vikingos, galeones ingleses, carabelas españolas, steamers franceses, submarinos alemanes… No quedaba otro remedio. Esto es un confín en la tierra pero un hito estratégico en las rutas por mar: tanto las que unen Europa con América como las que zurcen el Mediterráneo con el Atlántico norte están condenadas a atravesarlo. Maniobra complicada, con bajos traicioneros que incluso navegantes curtidos no han sabido interpretar. Miles de cadáveres tienen su sepultura aquí, frente a este risco apartado, dejando una tumba vacía en un cementerio erigido en algún lugar.
Hoy sin embargo —es el signo de los tiempos— recibe la visita constante de los francotiradores de la belleza. Elocuente paradoja de nuestra era: en un mundo digital e interconectado, surcado de cables oceánicos capaces de resistir las dentelladas de los tiburones para que nunca nos falle internet, perseguimos los lugares menos manoseados por la zarpa del hombre. Aquí vienen coleccionistas de selfies, observadores de tormentas, adoradores de las puestas de sol, prosélitos del océano, vigilantes de estrellas en un cielo sin más contaminación lumínica que la de un faro que, de tan viejo —tiene más de 150 años—, ha sido indultado de su condición de producto humano.
El signo de los tiempos, sí. Lo que antes estaba alejado e infundía temor hoy es atracción turística.
Y que así sea.
















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