
El metro vaga en sueños
por el calcetín eterno
Un tipo escurridizo este Emilio Mosteiro del que vamos a escribir hoy aquí. Alguien debería emplearse a fondo en armar una biografía. Lo pensamos sinceramente. Porque cuanto más indagamos en la vida de este poeta olvidado —picoteando un dato aquí, otro allá— más nos cautiva hasta el punto de tensar los límites de nuestra capacidad de asombro.
Poeta precoz. Ascua de última hora en la fogata ultraísta. Si lo traemos al blog es porque uno de sus poemas, Alalás do mar, canta desde las vanguardias al faro de Corrubedo.

Lo primero, una aclaración. La mayoría de los (contados) sitios que aluden a su lugar de nacimiento lo sitúan en Fonmiñá —A Pastoriza, Lugo— en 1907… Y no. Emilio Mosteiro Fernández era de Madrid y en Madrid creció.
El dato no es trivial. En un café de esta ciudad, el Colonial, en el número 3 de la calle de Alcalá, se celebraba hace un siglo una tertulia liderada por un escritor y hebraísta llamado Rafael Cansinos Assens. Se iniciaba cada sábado a medianoche y concluía al amanecer. Xavier Bóveda, Cesar A. Comet, Fernando Iglesias, Guillermo de Torre, Pedro Garfias… son nombres que nos dicen poco o nada pero que fueron asiduos a aquellas veladas en las que nació el ultraísmo, la última y la más hispana de las vanguardias de Entreguerras. A principios de los años veinte se unió a aquellos encuentros un joven bonaerense infectado por la enfermedad de la literatura. Un día se le ocurrió acercarse a otra tertulia rival: la que Ramón Gómez de la Serna presidía en el café Pombo, en el número 4 de la calle de Carretas. Se sintió un traidor. Su sitio estaba en el Colonial, al lado de Cansinos Assens y del resto de contertulios. «Fue mi punto de partida», declararía muchísimos años después, cuando aquel muchacho se había convertido ya en un anciano solemne de pelo níveo y ojos ciegos… Aunque no tan ciegos como los de los señores suecos que le negaron el Nobel en lo que constituye el más sonrojante desatino de este premio junto a olvidarse de James Joyce. Aquel mozo argentino era, ni que decir tiene, Jorge Luis Borges.
Quien no debió de asistir a la tertulia de don Rafael fue nuestro Emilio Mosteiro puesto que por aquellas fechas sería poco más que un niño. Pero a ciencia cierta sintió su influjo, decantándose por la metáfora antes que por la rima, por la concisión antes que por la floritura superflua, por el nervio ultraísta antes que por la laxitud modernista que gozara tiempos mejores en vida de Rubén Darío. Y así, en 1926, sacó a la luz su primer poemario: Ancla. Tenía (o no, porque lo de que haya nacido en 1907 tampoco está nada claro) diecinueve años.

El volumen, de 96 páginas, fue recibido con críticas no entusiastas pero sí positivas. Por ejemplo, la Revista Hispanoamericana de Ciencias, Letras y Artes, en su edición de mayo de 1926, manifestaba que «el libro es bello y emociona sinceramente», mientras que el matutino brasileño O Paiz destacó su «amor aos rhythmos novos e exquisitos» [edición de 12 de septiembre de 1926].
Ancla nunca ha sido reeditado y hoy es casi imposible de encontrar. Hemos localizado un ejemplar en una tienda online para coleccionistas que lo califica como «uno de los libros más raros e interesantes de la vanguardia española». Lo vende al precio de 325 euros y está reservado.
La obra contenía una pequeña curiosidad: toda ella estaba compuesta en castellano salvo un poema que, bajo el título de Morriña [a él pertenece la cita con que abrimos nuestra entrada], finaliza con dos versos en gallego:
O derradeiro ronsel
morría no vermouth
Deducimos que esta breve pero hermosa inmersión en la lengua de sus ancestros pesó a la hora de que otro juglar, Xosé Otero Espasandín, se decidiera a escribir lo siguiente en el número 51 de la célebre revista Nós, publicado el 15 de marzo de 1928:
«Emilio Mosteiro, ainda que nacido en Madrí, é un galego cortado a pico. Fillo de galegos, os nosos hourizontes devandaron as súas olladas máis agudas e sostidas.
No libro «Ancla» —libro d’adolescente, conocido de tod’a mocedade de Galicia— ferven escumas do noso mar e cambian sutiles saúdos os faros galegos.
Hoxe escomenza a sua pelegrinaxe pol-a lengoa dos seus maores. Ô dal-a notiza, sentimos íntima seguranza de qu-a nosa lírica —¡tan cativa e avellucada!— s’ha d’estremecer con arelas de virxe ô sentil’a apreixa da man moza d’este poeta.»
Unos meses después de este artículo nos encontramos con un fragmento de Alalás no Mar —o sea: del poema que justifica este post— en otra revista de referencia de la intelectualidad gallega: Céltiga, editada en Buenos Aires bajo la dirección literaria de Eliseo Pulpeiro, Ramón Suárez Picayo y Eduardo Blanco Amor, la misma que el 25 de julio de 1927, día de Galicia, había publicado Tríadas no mar e na noite de Fermín Bouza Brey [puede que el título no os diga nada, pero contiene los versos más famosos sobre el faro de Corrubedo que se han hecho jamás].
En 1929 la versión completa de Alalás do Mar salió en el segundo libro de Emilio Mosteiro: Poemas Sincopados, que, al igual que Ancla, nunca ha sido reeditado y el precio del único ejemplar en venta que hemos encontrado dista bastante de la holgura de nuestros bolsillos [485 euros en Iberlibro]. Gracias a que Francisco Sánchez Fraga lo transcribió en su Corrubedo en verso y prosa también nosotros lo vamos a poder reproducir:
I
CANTA o anceio na tua sombra
canta a i-auga do mar
A aldeia náufraga aboia.
II
LAIA a gaita no teu lombo
pol-os sonos d’ista aldeia
que salouca nos meus ollos
aparellados de néboa.
III
A muiñeira desarbola
o anceio nos teus zapatos.
O mar cautivo salouca
pol-as olleiras do faro.
IV
DOS teus cabelos collidos
—camiño acarón da ria—
xiran ô vento os meus bicos.
V
CAMIÑO do mar en festa
boga a lua nos teus beizos
No teu van rema o meu brazo
pol-a auga do deseio
VI
DE tanto que agarda en van
xa sabe o faro chorar
Sangra o relembro ferido
por algún golpe de mar.
E nos ollos do torreiro
—o ronsel do teu cantar—
voa o faro terra adentro.
VII
POL-A sombra dos meus bicos
treme a chuvia nos teus beizos.
O ar esquence a miña voz
entre os brazos do cruceiro.
VIII
POL-O serán no teu colo
pacen rebaños de aldeias.
Abalan ôs teus deseios
na noite as miñas mans cegas
Camiño do porto amigo.
—mañan do lonxincuo mar—
naufragarán os teus bicos.
IX
A muiñeira canta e ri
nos teus zapatos de festa.
Pol-a noite, rio abaixo,
vai a tua ledicia acesa.
Pra arrolar a tua tristura
o vento na costa axexa.
X
O coro das prayas canta.
Bótase o faro a nadar
co teu relembro â deriva
e o degaro na alta mar.
A ria ten nos seus beizos
a escuma do meu cantar.
XI
O faro de Corrubedo
dirixe e leva o compás
ô cortexo das tuas verbas
e âs vagas da pleamar.
XII
VOAN pra ver o naufraxio
do teu adeus derradeiro
todas as fiestras do porto
collidas na man do vento.
XIII
HOXE tan soio o desfile
dos teus relembros en cross;
probe piloto do taxi
ou torreiro d´un farol.
El influyente periódico madrileño El Sol hizo una crítica bastante buena del lanzamiento («Poemas sincopados se estremece en cada frase, como si cada frase tuviese una eléctrica tensión vital») y dedicó elogiosas palabras a su creador («poeta de dicción propia», «joven cargado de futuro») concluyendo con una oración que, a la luz de lo que iba a ocurrir después, se nos antoja imantada de involuntaria ironía:
«La última frase: «El fonógrafo ha muerto con una aguja atravesada en la garganta», no rige para un poeta cuya obra tiene tan espléndida iniciación» [El Sol, 25 de mayo de 1929]
Involuntaria ironía, sí… Porque, como el fonógrafo asaeteado, también la inspiración del autor murió con una aguja atravesada en la garganta: Poemas sincopados fue el último libro de Emilio Mosteiro.
Tenía (o no) veintidós años.

Entonces… después, ¿qué?
Después localizamos datos a cuentagotas. En algún momento indeterminado entre 1932 y 1935 se halla en Santiago de Compostela en compañía de su amigo el pintor Carlos Maside mientras visitan en su taller de la rúa do Sar al escultor compostelano Xosé Eiroa. Allí se tomó la fotografía con la que principiamos este artículo: de izquierda a derecha —descontando al desconocido chaval del fondo— Mosteiro, Maside y Manuel Álvarez González, médico personal de este último.
En noviembre de 1935, el expoeta se divorcia de una tal Emilia Gayoso Besteiro apelando a la causa 12 del artículo tercero de la ley de 2 de marzo de 1932 («la separación de hecho y en distinto domicilio, libremente consentida durante tres años»). Así lo refleja el Boletín Oficial de la Provincia de Madrid:

Y también averiguamos algo sobre su profesión en el lugar más inverosímil que uno pueda imaginar:
Relaciones diplomáticas hispano-croatas en el siglo XX, escrito por Karlo Budor, catedrático de Lengua Española de la Universidad de Zagreb. Al pie de la página 17, comentando la situación en que quedaron los representantes del régimen de Franco en los Balcanes tras formarse un gobierno comunista en los meses finales de la Segunda Guerra Mundial, escribe esto:
«José María Marchesi Fernández (1903-2000), secretario de la Legación de la España Nacional de Yugoslavia, era formalmente encargado de negocios del Consultado en Belgrado (mayo de 1941 – 31-12-1944), aunque Emilio Mosteiro Fernández (nacido en 1905), ex canciller de la Legación de la República Española en Belgrado, quien se había pasado al bando Nacional al estallar la Guerra de España, actuaría en efecto como encargado de negocios del Consulado en Belgrado, hasta octubre de 1944 y la llegada de las tropas yugoslavas y soviéticas, no pudiendo volver a España antes de agosto de 1945.»
Suficiente para dejarnos atónitos.
Arthur Rimbaud abandonó para siempre la poesía a los diecinueve años y después corrió una vida aventurera de explorador, mercader, soldado, intérprete en un circo y traficante de armas en la África colonial hasta que una sífilis mal curada se lo llevó por delante. Lo de Mosteiro no llega a tanto, pero tampoco está nada mal renunciar a la versificación y encontrarse tres lustros más tarde como agregado diplomático en Belgrado mientras el ejército soviético y los partisanos de Tito entran victoriosos en la capital serbia tras liberarla de la Wehrmacht nazi.

Última parada en la vida de Emilio Mosteiro: su muerte.
Francisco Fernández del Riego, el que fue presidente de la Real Academia Galega, remite el 18 de marzo de 1959 una carta al pintor Luis Seoane en el que entre algunos hechos mundanos le informa del reciente fallecimiento del escritor/diplomático. La causa, cáncer de próstata.

Acabamos como empezamos. Sosteniendo que alguien debería armar una biografía sobre él y tal vez descubramos un vínculo con Corrubedo que se nos escapa. También creemos que habría que reeditar su obra, pues es complicado encontrar creaciones suyas en libros actuales. Hay siete poemas en Las cosas se han roto. Antología de la poesía ultraísta, publicado por la Fundación José Manuel Lara (2012). Y hay uno en Sementeira de ronseis: cinco poetas de vangarda, de Espiral Maior (2000). Poco más.
En tanto nadie nos haga caso vamos con una rareza como viático. Nos la encontramos en Personas y personajes. Memorias informales de Alfredo Marquerie (1907-1974), dramaturgo, ensayista, poeta y, sobre todo, crítico teatral tan respetado como temido que trató a Emilio Mosteiro en su juventud. A él le dedicó un capítulo que aborda o toca de pasada algunos de los momentos vitales que hemos narrado: el lanzamiento de sus dos poemarios, su amistad con Maside, su divorcio [o los motivos que condujeron a él en unas líneas nada complacientes con la corrección política por no decir otra cosa], su estancia en los Balcanes o su enfermedad terminal. También otras anécdotas y vivencias en las que no tenemos muy claro si el memorialista utilizó ese recurso literario llamado hipérbole o exageración o si lo hiperbólico/exagerado era el carácter del bardo. En todo caso, vale la pena leer el texto porque con él nos hacemos una idea mucho más esclarecedora que con cuanto hemos escrito hasta ahora acerca de la estrambótica forma de ser de nuestro autor… Alguien de quien, por alguna razón que ignoramos (y a diferencia del resto de personas y personajes que pueblan el libro tales como Antonio Machado, Jacinto Benavente, Luca de Tena o Valle-Inclán), Marquerie no quiso citar su nombre. Lo llamó, simplemente, «el poeta M.O.»:
El Poeta M.O.
No puedo recordar cómo trabé conocimiento con el poeta M.O. Tal vez fuese en alguna de aquellas tertulias literarias que se reunían en los cafés de Madrid, la mayoría desaparecidos, y en los que ahora se llama «felices veintitantos». Lo cierto es que nos hicimos grandes e inseparables amigos. No reunimos todas las tardes y juntos recorríamos la ciudad para descubrir sus más íntimos rincones, sin olvidar el pintoresquismo de los barrios bajos como Embajadores y Chamberí. Íbamos al cine, al teatro, o durante el verano nos dedicábamos a lo que M.O. llamaba «inspección de horchaterías». Abundaban mucho en aquel tiempo los establecimientos con frescura de valencianas esteras o los puestos al aire libre donde ofrecían el dulce zumo exprimido de las chufas, y M.O. se empeñaba en averiguar cuál era la horchata mejor. Así nos trasladábamos de un extremo a otro de Madrid, con tal de que no se nos escapara ningún fabricante del citado líquido. M.O. graduaba y puntuaba escrupulosamente en un cuadernito la calidad, la densidad, el dulzor y otras características para decidir quién podía ostentar la primacía. Ingerí horchata en tales cantidades que, desde entonces, no la he vuelto a probar.
M.O. era un hombre joven, muy atildado en el vestir, con una calvicie prematura que se empeñaba en disimular cuidadosamente, haciendo verdaderas filigranas con el peine, y con unos ojos de ligero estrabismo, que chispeaban siempre de ingenuo asombro detrás de las gafas de ancha montura.
Había cursado varias carreras universitarias, dominaba por igual las ciencias y las letras, pero su auténtica vocación era la poesía. Publicó primero un libro en el que se advertían notorias influencias de Antonio Machado y de Juan Ramón Jiménez, pero, después, se pasó decididamente a las filas del surrealismo y sus ídolos eran Breton, Aragon y Paul Éluard.
Ya en esa nueva línea dio a la imprenta un raro y original volumen, incluido de lleno en esta tendencia, con la particularidad de que todos sus raros poemas tenían una clave, que por supuesto sólo conocía el interesado. La estrofa de uno de sus versos decía: «He cruzado la calle sin miedo a los pianos». (Y él lo explicaba diciendo que enfrente de su casa, vivía una señorita que se dedicaba a martillear horriblemente las teclas, razón por la cual cada día al salir del portal de su domicilio y pasar a la otra acera tenía que hacer acopio de impavidez al sufrir en los oídos el horrísono e inarmónico martilleo.) El libro de M.O. fue muy celebrado. A una de las tertulias literarias a las que acudíamos, eran sus asiduos escritores y artistas gallegos simpatiquísimos, entre ellos el gran dibujante Maside, que un día al sentarse tropezó con la nuca en el espejo del café y se volvió muy serio diciendo a su propia imagen:
—Caballero: usted perdone.
Lo más acentuado y personal de M.O. era la extraversión de su alegría, su risa incontenible cuando algo le hacía gracia de veras. Una noche fuimos al ya desaparecido Romea, donde actuaba como excéntrico aquel gran cómico Lepe, de gesto serio y de voz cavernosa, que empezaba sus discursos diciendo «queridos europeos»… M.O. estalló en tales carcajadas que el acomodador del teatro se creyó en el caso de advertirle que no se riera tan estentóreamente, pero este incidente provocó en mi amigo un nuevo acceso de hilaridad, tan descomedido, que le expulsaron del local.
Alguna vez M.O. me confesaba con aire misterioso:
—Hoy no podemos vernos, porque tengo cierta reunión particular.
Intrigado por el hecho le interrogué de qué se trataba y me aclaró que solía acudir a determinadas sesiones de espiritismo. Pregunté si yo podría presenciar alguna y, efectivamente, me llevó con él al estudio de un pintor, quien habitaba una destartalada buhardilla del viejo barrio de los literatos madrileños, allí donde moraron los famosos del siglo XVII: Lope, Cervantes, Quevedo y otras figuras gloriosas.
Al estudio se ascendía por desgastadas e inacabables tramos de escaleras. Allí nos reunimos con el pintor y un hermano suyo, M.O. y yo, además de otros caballeros serios y solemnes, que de un modo desconcertante parecían creer a pies juntos en todas esas paparruchas.
Como es habitual en tales casos la luz fue velada discretamente, pusimos todas las manos en cadena sobre el velador de tres patas, y el tablero comenzó a oscilar. El espíritu que comparecía no quiso dar su nombre, pero a través de las letras del alfabeto y de los golpes convenidos afirmó tajantemente que aunque el extramundo ectoplasmático solía desinteresarse de los asuntos terrenales, excepcionalmente se veía obligado a decir que uno de los presentes le estaba engañando en aquel momento su mujer.
Antes de que nos diera tiempo de reponernos de la consiguiente sorpresa M.O. se levantó y exclamó a grandes gritos:
—¡Ese soy yo…! ¡Eso me pasa a mí!
Sin que pudiéramos impedirlo salió disparado escaleras abajo, tomó un taxi, se personó en su domicilio y, como había predicho y delatado el velador «chivato», sorprendió a la esposa en total y flagrante delito de adulterio.
M.O. no hizo escenas. Preparó su maleta, se mudó a una pensión, y entabló la correspondiente demanda de separación conyugal. Al día siguiente fui a verle entre temeroso y desvergonzado, pero él me recibió no sólo tranquilo, sino alegre y satisfecho. Me explicó que había conocido en la universidad a la que luego sería su mujer, que se había fijado en ella porque era la más torpe, la más fea, la más canija de todas sus condiscípulas y que, movido por un extraño sentimiento de piedad, caridad o compasión, que había confundido con el amor, se casó con ella.
—Lo que no concibo —dijo— es que nadie se haya sentido atraído hacia ella y mucho menos el hombre con quien me engañaba, que es un personaje importante… Es tonta de remate y carece del menor atractivo físico… No entiendo «al otro».
—Pero ¿y lo de la mesa espiritista? —le pregunté.
—¡Bah! —contestó—. Eso fue sin duda obra de algún amigo que lo sabía y quiso prevenirme por tal medio.
Me explicó que luego le entusiasmaba haber recobrado su libertad, porque estaba enamorado locamente de una guardabarrera a la que había visto varias veces desde la ventanilla del tren que hacía el recorrido Madrid-Segovia. Y durante mucho tiempo se dedicó a efectuar ese viaje casi todos los días, siempre con el deseo de atisbarla un instante con las desnudas piernas morenas debajo de una sucia bata de percal y la banderola en la mano.
—¡Pero si no la conoces! —le decía yo— ¡Si no has hablado nunca con ella…! ¡Si será, sin duda, una chica tosca y analfabeta!
—Eso ¿qué importa? —respondía—. Cuando uno se enamora es por el flechazo, por el coup de foudre, ¿sabes…? Todo lo demás es mentira. Y cuando pasa el tren, yo saco la cabeza por la ventanilla, miro fijamente y ella me responde con otra mirada y con una sonrisa, porque ya me conoce y además adivina o sabe que sólo viajo para verla.
Al extraño amor hacia la guardabarrera, que acabó porque la muchacha dejó de salir a la vía y fue sustituida por su madre, sucedió otro enamoramiento de M.O. hacia la camarera de una cafetería. Todas las tardes teníamos que ir al establecimiento —salvo los días en que la chica tenía la jornada libre—. La camarera era un ser insignificante, una rubia triste y escuálida. Pero M.O. se la comía con los ojos, procuraba entablar conversación con ella y un día la esperó a la salida del trabajo, la abordó y le confesó su pasión avasalladora. La camarera reaccionó muy sensatamente. «¿Qué ha visto en mí? —le dijo—. Yo no valgo nada, no estoy a la altura de la educación y de sus conocimientos, y aunque le aceptara siempre me sentiría en situación de inferioridad y usted no podría ser feliz conmigo.»
M.O. con este segundo fracaso perdió su alegría y dedicó a dilapidar la fortuna que había heredado de sus padres, empleando para ello medios enloquecidos e insensatos. Primero fundó una academia y alquiló un piso en la Gran Vía, que le costaba un dineral. La academia tuvo apenas alumnos y liquidó enormes pérdidas. Después se hizo copropietario de una granja avícola, pero los socios le engañaron miserablemente, las gallinas no pusieron huevos y todo se vino abajo.
—No hagas eso …le decíamos los amigos—. Tenías una bonita fortuna y te estás quedando sin un céntimo.
—Eso es precisamente lo que quiero —respondía M.O.
—Pero ¿por qué? —le preguntábamos.
Y él contestaba:
—Porque necesito verme verdaderamente arruinado para cambiar de vida y seguir otros rumbos.
Y así fue. Cuando ya no le quedó nada en su cuenta corriente se marchó de lector a una universidad extranjera y luego le destinaron como agregado a una embajada balcánica. Allí conoció, por lo visto, a otra de esas raras mujeres que tanto le llamaban la atención. Según me contaron amigos comunes, la muchacha estaba tuberculosa y M.O. tuvo que vivir con ella su larga agonía. Seguía escribiendo poemas surrealistas de claves íntimas y coleccionaba discos de jazz, música por la que sentía una pasión avasalladora. La segunda Guerra Mundial lo sorprendió en circunstancias dramáticas y pasó por apuros espantosos, pero al fin logró salvarse.
Hacia 1950 me dijeron que le habían traído a Madrid atacado por un cáncer incurable. Quise ir a verle para recordar muchas cosas que tan asociadas estaban a los años de mi juventud y también para que me contara con detalle la segunda parte de su vida de la que, como queda indicado, sólo poseía vagas referencias. Pero todos mis intentos de ir a visitarle al sanatorio del que era paciente se estrellaron contra el orden y la decisión tajantes que había dado de no recibir a nadie, excepto a los médicos. «Sabe que va a morir sin remedio —me explicaron— y ha dicho que desea evitar a todos el espectáculo de su derrumbamiento físico. Pero —añadieron— para usted ha dejado un recado especial. «Díganle únicamente —rogó— que si recuerda cuando nos echaron del Romea por reírnos a carcajadas con la gracia de Lepe».»
¿Cómo iba a olvidar tal episodio ni la «inspección de horchaterías», ni tantas y tantas aventuras más…? Le escribía una carta explicándoselo con todo detalle y también suplicando que me dejara pasar con él un rato, para entregarnos a tantas evocaciones y nostalgias de horas insensatas, disparatadas y dichosas.
Me devolvieron la carta desde el sanatorio porque M.O no había podido leerla. Murió en soledad y silencio, pensando quizás en aquellos tiempos en que «cruzaba la calle sin miedo a los pianos».

[Algunas fuentes consultadas: «Emilio Mosteiro (1907-1059)» (Consello de Cultura Galega), «Ancla» (Barleby & García), Obra Galega (Xosé Otero Espasandín), «Gallegos de tres mundos, una vasta galería de sombras» (José Manuel Bouzas, A Galicia Moderna 1916-1936), La Voz de Galicia, 24 de septiembre de 2017), Relaciones diplomáticas hispano-croatas en el siglo XX (Karlo Budor), «Café Colonial y el Ultraísmo» (Antiguos cafés de Madrid y otras cosas de la villa), «Borges considera que la tertulia madrileña de Cansinos-Assens significó su «punto de partida»» (El País, 9 de junio de 1985)]
02/12/2018 at 23:52
Sorpresivo, ciertamente, pero muy interesante e ilustrativo porque nos permite profundizar en la vida de los que fomentaron la cultura de nuestro pueblo galaico, desde la diáspora.
Moi bo traballo!
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