Y tanto.
En Corrubedo ya se contrabandeaba con él en el siglo XVII.
Lo vemos.

La primera vez que supimos de esto que os vamos a contar fue por un artículo que, con el título «El fraile contrabandista de Vilanova», salió publicado en tres partes los días 26, 28 y 29 de abril de 1992 en la edición de Arousa de La Voz de Galicia. Lo escribió el cacereño José Ramón Alonso de la Torre después de hacerse con la fotocopia de una recóndita revista asturiana de reducida difusión [recordamos: aquí Internet en aquellos tiempos aún era ciencia ficción] en la que el catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Oviedo, Baudilio Barreiro Mallón, daba cuenta del contenido de unos curiosos documentos recién hallados en el Archivo Histórico Nacional. Diecisiete años más tarde, este profesor se animó a hacer de ello un libro: El tabaco y el incienso. Un episodio compostelano del siglo XVII, editado por el sello Nigra Trea.
Al calor del fenómeno Fariña que a tantos nos tiene encandilados, el portal web GCiencia rescató la anécdota el pasado 21 de marzo en un estupendo post titulado «Frei Gregorio Balboa, o primeiro contrabandista galego», obra de Manuel Rey [abajo dejaremos el enlace]. Se nos han adelantado, pues, en plasmar la idea, pero seguimos con nuestra teima por una contundente razón.
Ni Vilanova. Ni Cambados. Ni A Illa. Ni Vilagarcía de Arousa… Corrubedo fue, en aquellos oscuros años de fines del siglo XVII, el lugar predilecto de los contrabandistas para las descargas de tabaco.
Así como suena.
Empezaremos la delirante historia casi por el final…

I
Ruido de pasos en el monasterio compostelano.
Se acerca la medianoche de un lunes de abril de 1694 y lo que debía ser remanso de paz monacal que precede a maitines está siendo trastocado por aquel trote intempestivo producido por tres monjes noctívagos. Los rondadores irrumpen en una celda. Dentro hay otros tres individuos. Uno es un hombre mayor. Los otros son dos muchachos. Amortiguadas por el grosor de las paredes, se desarrollan en el interior escenas de crispación impropias de un lugar consagrado a la oración y a la vida recoleta.
El hombre mayor está muy enfermo. Padece una grave dolencia urinaria y, alegando este mal, se aparta un momento hasta la ventana para vaciar su vejiga en un orinal. Al poco, desde la calle, suena un chasquido metálico que provoca que los invasores salgan de la estancia a fin de averiguar el origen de aquel sonido.
El ínterin es aprovechado por el hombre mayor para improvisar una cuerda a partir del colchón y cordeles de su ajuar. Después, ordena a uno de los muchachos —su asistente personal, un vilagarciano de unos doce años llamado Jacinto Fasán—que baje por la ventana. El mozo se resiste, pero su superior le obliga a punta de navaja. Muerto de miedo, el chaval se descuelga por el muro del convento mientras el endeble vejestorio agarra del otro extremo de la soga. Están a más de 30 metros de altura.
Las cosas, sin embargo, no salen del todo bien. El criadillo es descubierto en la oscuridad de la noche temblando en un rincón de la calle de la Azabachería, aturdido, desnortado y con la cuerda aún atada a la cintura. En su mano, un objeto… Aquello que el hombre mayor le había mandado localizar… Lo mismo que los tres monjes andaban buscando allá arriba…
Un talego de monedas.
La bolsa es llevada hasta Juan de Landa, el severo abad de San Martín Pinario, quien manda desatar sus exquisitas trenzas de estopa y…. Ahí está. La prueba del delito. La evidencia de que, pasándose por el forro su voto de pobreza, el muy truhán había urdido un plan para enriquecerse. Ante los inflexibles ojos del clérigo relumbran 239 doblones de oro. Una fortuna. Un dineral que el granuja, en un intento desesperado de sustraerlo a la vista de los tres monjes, había arrojado por la ventana. Resulta que lo tenía escondido en el orinal.
Por de pronto, el hombre mayor es encerrado bajo llave en su celda a la espera de ulterior decisión. Fray Gregorio de Balboa, se llama. Es el Sito Miñanco [¿o Terito?] de esta aventura.

II
Algunos trazos históricos de brocha gorda. En el siglo XVII, abadías benedictinas como San Martín Pinario obtenían cuantiosas rentas en especie gracias a sus derechos feudales sobre los campesinos por lo que, al objeto de administrarlas de cerca, tenían repartidos unos cuantos prioratos o pequeños monasterios satélite por sus áreas de influencia. Aunque decir pequeños es quedarse corto. Solían estar ocupados por un solo fraile, con lo que, para evitarles la soledad y las tentaciones del desarraigo, sus ocupantes eran relevados con bastante frecuencia. Cuatro años era lo habitual.
Uno de esos minimonasterios estaba situado en Vilanova de Arousa, tierra de vino y cereales. Y hasta allí fue destinado en 1689 fray Gregorio de Balboa, monfortino de turbio pasado que había mantenido reiteradas desavenencias con sus hermanos de orden en sus destinos anteriores, incluyendo una estancia en Alemania en la que fue calificado por sus colegas de «mal religioso, indigno y perverso» además de otras lindezas tales como que «no es amigo del coro, ni de clausura; de dinero sí, aunque sea ageno».
A diferencia de San Martín Pinario, donde se seguía a rajatabla [es un decir] la Regla de San Benito, los monjes ubicados en estos prioratos territoriales gozaban de considerable libertad, ya que, por sus obligaciones mercantiles, tenían que alternar con gente de todo pelaje en el afán de exportar sus rentas agrarias allí donde el mercado ofreciese el mejor dividendo. En el caso de la comarca de Arousa, hablamos de trigo, maíz, mijo, centeno y aceptables caldos blanco y tinto que eran transportados por vía marítima a Asturias, Cantabria, Vizcaya o Lisboa: puertos donde los beneficios eran reinvertidos en hierro, acero y barriles vacíos (pipas, es el vocablo adecuado) que se estibaban en el mismo barco para traerlos de vuelta. Un fecundo negocio por la gracia de Dios.
Durante su etapa como prior en Vilanova, fray Gregorio de Balboa no se desvió de este patrón de conducta… salvo por un detalle: las pipas no siempre venían vacías.

III
Mucho habían cambiado las cosas desde que Rodrigo de Xerez, quien en 1492 había acompañado a Colón a bordo de la Santa María, escandalizó al vecindario de su Ayamonte natal cuando, a su regreso en otra carabela, la Niña, exhibió su facultad de expulsar humo por la boca. La demoníaca aberración —las malas lenguas dijeron que lo había denunciado su esposa— le valió una condena a siete años de cárcel por la Santa Inquisición.
Dos siglos después, la Corona ya sabía sopesar muy bien el valor que para las arcas reales tenían aquellas lanceoladas hojas importadas de América. Pocos se resistían a su embriagante adicción y, a partir de 1636, los Austrias detentaron el monopolio de su venta, transformando como por alquimia un vicio a repeler en una feracísima fuente de ingresos que había que gestionar y defender con garras y dientes.
Pero claro… no todos estaban dispuestos a acatar las reglas. Estamos en el país del Lazarillo de Tormes, donde la picaresca es virtud, y algunos olisquearon pronto que bajo el aroma acre del tabaco se escondía un sugestivo perfume a dinero.
Entre aquellos precoces traficantes se encontraba fray Gregorio de Balboa. Es más, hasta donde tenemos noticia protagonizó el primer caso de contrabando en España que está perfectamente documentado. El pater tejió un entramado tal que ya quisiera para sí Laureano Oubiña, extendiendo sus tentáculos por Arousa, Barbanza y Asturias y articulando una red de contactos que incluía clérigos, marineros, hidalgos, lacayos y burgueses como si disfrutase de cuenta premium en el LinkedIn.
La trama funcionaba así. El género era adquirido en Bilbao, puerto franco adonde no alcanzaban las manazas monopolizadoras de la realeza. El alijo venía escondido en los mismos barcos que habían surcado el Cantábrico para comerciar con las rentas del priorato. Una vez de vuelta en Galicia, llegaba el momento más delicado: la descarga, maniobra en la que era preciso rehuir a los siempre ojoavizores funcionarios de la Renta del Tabaco.
Por eso, fray Gregorio escogió un lugar alejado del foco de sus intrigas, pero lo suficiente próximo como para poder acercar luego sin contratiempos el material. Un sitio, además, en el que contaba con tres influyentes aliados. Hablamos por supuesto de Corrubedo y hablamos [no es coña] de los curas de las parroquias de Olveira, Artes y Oleiros. En especial los últimos —Francisco Arias Salgado, sobrino de Balboa, y Fernando Antonio de Quiroga— eran dos pájaros de cuenta que no tenían ningún reparo en poner sus casas rectorales a disposición de la facinerosa causa. Allí ocultaban la mercancía hasta que llegaba el momento de transportarla a Arousa, donde un grupo de personas de confianza se ocupaba de trapichear con ella y la vendían por libras a los miembros de la pequeña nobleza que veían en el gesto de fumar un signo de distinción pero no tenían cuartos bastantes para comprar el artículo regio.
Inevitablemente, aquellos tejemanejes empezaron a dar que hablar. Los murmullos fueron en aumento y esto acabó por poner al fraile en la diana de los vigilantes del tabaco, que empezaron a marcarle de cerca. Fue así cómo detectaron una fraudulenta operación que a punto de estuvo de meter al religioso en la trena.

IV
Pontevedra. 9 de junio de 1692. Gregorio de Balboa ha llegado a la ciudad para firmar la constitución de una compañía en comandita con un marinero asturiano, Pedro Blanco Inclán, propietario de una chalupa bautizada como Espíritu Santo. En virtud del contrato, el navegante se compromete a transportar trigo, centeno, maíz, mijo, orjo y vino a los mercados de Asturias, Cantabria y Vizcaya. Después, el producto de la venta será reinvertido en «duela, pipas vassías, hierro, acero y otros quelesquiera xéneros que sean convenientes y traerlos en retorno».
Hasta ahí, todo correcto. El buque se hace a la mar en los primeros días de julio y tarda tres meses en llegar a Bilbao. Vende su mercancía, carga otra y vuelve por Asturias, donde hace escala en Luanco —allí se embarcan dos portugueses enfermos de saudade que habían abortado un viaje por el Báltico— y San Juan de La Arena. Pasados unos días el Espíritu Santo zarpa de nuevo poniendo la proa a Galicia.
Pero falta un pasajero: Domingo González, criado de Balboa, quien hasta entonces había formado parte de la expedición para inspeccionar el cumplimiento de las transacciones comerciales. Ha partido a caballo adelantándose al navío. ¿La razón? Recabar cuanta información sea posible para estudiar lugar, día y hora de la descarga clandestina, que viene oculta en las pipas, y dar las consiguientes instrucciones al barco. Salvo los portugueses, todos están conchabados.
Las autoridades les esperan. Están al tanto de sus intenciones y han montado un tinglado para atraparlos. Durante julio y agosto, una chalupa se ha estado dedicando a patrullar las costas de Arousa, Muros y O Son. Un poco pronto: el Espíritu Santo aún iba camino de Bilbao. Después, se vieron obligados a prescindir de los servicios de la nave porque los fondos se acaban. Pero no cejan. Si no pueden vigilar por mar, lo harán por tierra.
Esta historia tiene su Sito Miñanco y también su Tristán Ulloa: se llama Francisco Enríquez Navarro y es administrador adjunto de la renta, un obstinado luchador contra el fraude fiscal que aposta su punto de observación cerca de la ría de Muros. Y al fin, un rastro. La descarga va a tener lugar en el puerto de Corrubedo. Enríquez pone rumbo a nuestro cabo y en compañía de sus hombres intercepta el buque asturiano. Lo registran y, junto a la carga legal, la tripulación asturiana y los dos atribulados portugueses, descubren envueltas en telas 24 libras de tabaco…
Una fruslería. Alguien se la ha clavado bien.
Y ese alguien es Domingo González, que lo había visto venir [en este relato todos espiaban a todos] y, en connivencia con Balboa, cambió en el último momento el punto del desembarco. Había tenido lugar la noche anterior en una cala apartada. No sabemos cuál, salvo que estaba orientada a la ría de Muros y desde ella se divisaban tres casas pequeñas [¿Balieiros? ¿Espiñeirido? ¿Seráns? ¿As Furnas?… quién sabe]. Mientras se descargaba el alijo, González se ausentó y regresó a las tres horas en compañía de unos señores encapotados que cogieron la mercancía y la trasladaron a la casa rectoral de Oleiros. A modo de señuelo, se decidió dejar 24 libras y continuar hasta Corrubedo, esperando que con este modesto éxito contra el contrabando los guardias del fisco se dieran por satisfechos.
Pero no. Francisco Enríquez y sus cuates no tragaron el anzuelo. Estaban seguros de que el barco transportaba entre 40 y 60 costales de tabaco [a razón de 100 libras por costal: de 4.000 a 6.000 libras], así que se incautaron de la chalupa, requisaron la carga y condujeron a los ocupantes —portugueses incluidos— a la cárcel de Rianxo. Y fue en este punto de la narración cuando Domingo de Balboa estuvo cerca de dar un paso en falso. Tremendamente alterado, el prior cruzó la ría y se encaró en A Pobra con Enríquez Navarro, a quien le profirió todo tipo de amenazas. Este no se amilanó y le apercibió de que cuidado con lo que «decía y hazía», porque como no se sosegase iba a llamar al licenciado Antonio Jacinto de Ocampo [el delegado del arzobispo… palabras mayores]. El fraile se la envainó pero tuvo otra idea: marchar a San Martín Pinario en busca de apoyo. Sin embargo, el escándalo ya estaba circulando de boca en boca y, ante lo embarazoso de la situación, los benedictinos decidieron extender sobre él un manto de silencio. Alcanzaron un arreglo con las autoridades del rey: el pago de una multa de 600 reales y la entrega de seis costales de tabaco a cambio de la liberación de los tripulantes y la devolución del barco.
Mientras duraban las negociaciones, los ocupantes del Espíritu Santo habían sido trasladados a la cárcel de Santiago… todos menos los compungidos portugueses que, tras explicar su situación, pudieron aspirar ansiosos nuevas bocanadas de libertad.

El gigantesco Triunfo de la Orden Benedictina, apodado Cuadro del Diablo [alejaos y lo veis]
V
De momento, Balboa se había librado de la mayor, pero no pudo evitar que el recién nombrado abad, el navarro Juan de Landa, con el que había mantenido agrias diferencias en el pasado, abriese una investigación interna.
En 1693, el de Monforte regresó a San Martín Pinario tras concluir su mandato como prior de Vilanova y tenía la obligación de presentar una declaración de bienes. La suya fue tan rácana e inverosímil que su jefe lo puso debajo de un diente: ambos revivieron antiguos encontronazos. Por si estos reveses fueran pocos, a fray Gregorio se le acababa de diagnosticar el mal de orina [una «gran herida en el caño de la vejiga», según la literatura médica de la época] y, como medida paliativa, hizo los preparativos para tomar las aguas de Melón, en Ribadavia. Fue justo la noche antes de la fecha de la partida —prevista para el 13 de abril de 1694— cuando, siguiendo instrucciones del desconfiado Landa, tres monjes irrumpieron en su celda en busca de indicios de su enriquecimiento ilícito, lo que desencadenó la esperpéntica escena descrita en la parte I.
El 30 de noviembre de 1694, el abad general de la orden, el aragonés fray Íñigo Royo, dictó sentencia. Un año entero de cárcel sin salir de ella salvo los viernes, día en el que debía recibir un «juicio en carnes» [esto es: tenderse a la puerta del refectorio mientras le pasan por encima sus hermanos de congregación, azotes en la espalda desnuda…] amén de besar los pies a sus compañeros de convento. La resolución también preveía la retirada de ciertos privilegios y el alejamiento del reo de los lugares de sus chanchullos.
Balboa consideró la decisión una represalia orquestada por Juan de Landa [él y Royo estaban en la misma onda] y removió Roma con Santiago para que gente de su confianza tramitara la apelación. Entretanto, su enfermedad se iba agravando. Por eso, tras mucho intentarlo y a pesar de la condena a presidio, consiguió autorización para ir a tomar las ansiadas aguas en Melón. Eso sí, acompañado de otro monje que lo vigilase y volviendo sin demora. Salieron el 9 de julio de 1695 y al poco Balboa se las ingenió para despachar a su centinela. De Melón huyó a Artes a casa de su sobrino el cura. Entremedias se desvió a Marín, donde convenció para que lo acompañase a un médico y herbolario, viejo conocido suyo, que atendía al profético/acojonante nombre de José de la Tocha [«¡la fariña es el futuro!»].
Enterados de la espantada, en San Martín Pinario no se quedaron quietos. Juan de Landa había fallecido a finales de 1694, pero su sucesor, Isidoro de Arriaga, ordenó traer al fugitivo de vuelta «muerto o vivo» en una silla de manos. Balboa, cada vez más débil, pudo zafarse. Cuando los secuaces del abad llegaron a la rectoral de Artes [hoy centro de día para mayores, justo al lado del museo del grabado] él ya estaba escondido en otro lugar. A continuación inició los preparativos para el más difícil todavía: viajar a Madrid, un viejo anhelo de aquel moribundo.
Lo logró y aún tuvo oportunidad de escuchar en la Villa y Corte cómo la revisión de la sentencia suavizaba notablemente su condena. La oyó quince días antes de morir, el 3 de noviembre de 1696, en la ciudad donde reinaba Carlos II, el Hechizado, el último Austria. Sus bienes, tasados en 204 reales, fueron destinados a misas por el eterno descanso de este ególatra, bribón, intrigante, embaucador y macarra antihéroe que un día pensó que a través de los riscos de Corrubedo podía apañárselas para bañarnos a todos en nicotina.
Se dieron por su alma 135 misas. Deseamos de corazón que le hubiesen bastado.
[Algunas fuentes consultadas: El tabaco y el incienso. Un episodio compostelano del siglo XVII (Baudilio Barreiro Mallón), «El fraile contrabandista de Vilanova» (La Voz de Galicia, 26, 28 y 29 de abril de 1992) y «Frei Gregorio Balboa, o primeiro contrabandista galego» (GCiencia)]
24/05/2018 at 12:42
Excelente trabajo periodístico, un deleite leeros!
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29/04/2018 at 17:04
Buenisimo articulo y ahi descubro porque mi abuelo Salvador Moreira nacido en la casa Faro de Corrubedo el 10/12/1879 muchos años despues emigro aca a Uruguay y fue el primer repartidor de T abacos de la empresa J. Mailos…
Lo que nunca ejercio fue como benedictino je. Y ademas era legal el reparto..
Fascinante la historia y relacionada a mi vida y flia. Ahora yo vivo en el Faro del Cabo Sta. Maria en Lapaloma Rocha-Uruguay. Luego de haber visitado nuestro Faro de Corrubedo en octubre 2017 sintiendo las maravillas de ese puerto y pueblo y sus rias…anhelando volver pronto
Los saludo confoto desde mi ventana y a ese bonito Bar Pequeño
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