
Hace hoy un año, el 10 de febrero de 2018, comenzábamos a narrar una de las historias que más nos impactaron desde que iniciamos la andadura de este blog allá por julio de 2016. El episodio estaba completamente olvidado, si es que alguna vez nuestros antepasados supieron siquiera de las auténticas circunstancias que, un ventoso jueves de 1887, condujeron a tres marineros a la costa de Corrubedo a bordo de un enclenque bote de seis metros de eslora.
En el primero de los tres posts que dedicamos a relatar aquella aventura nos centramos en lo que sostuvo la prensa gallega de la época (la poca que informó), que los supuso náufragos de algún barco inglés que se habría hundido aquí cerca… Y no. La realidad era infinitamente más demencial.
Ingvald Nilsen, Bernhard Nilsen y Zephanias Olsen. Tales eran los nombres de nuestros misteriosos visitantes según averiguamos en una investigación afortunada. Noruegos, no británicos. Tres escandinavos que habían estado probando suerte en Sudáfrica pero que, desilusionados, sin dinero y sedientos de latitudes nórdicas, construyeron una modesta embarcación a la que llamaron gráficamente Homeward Bound, esto es, Regreso a Casa. La fabricaron cuatrocientos kilómetros tierra adentro y la transportaron a uña de buey hasta el puerto de Durban, a orillas del Índico, desde donde zarparon con la intención de llegar a Londres en un viaje descabellado de ocho mil setecientas millas. Como de aquí a La Habana… dos veces.
Poco les faltó para palmarla al intentar doblar el cabo de Buena Esperanza [esto lo relatamos en nuestro segundo post]. Pero lo consiguieron, y llegaron a Ciudad del Cabo cuando allí ya les daban por muertos. Inauguramos el tercer capítulo con el bote ascendiendo por el océano Atlántico entre olas descomunales que barrían la comida del plato y tiburones poco amistosos que querían convertirlos en cena. Tocaron Santa Helena. Tocaron isla de la Ascensión. Tocaron San Miguel en Las Azores. Y tocaron Corrubedo, donde un grupo de vecinos ofrecieron si nos atenemos a la versión autóctona una ayuda que los tripulantes declinaron. De aquí navegaron a Dover y allí un periodista escribió con elocuencia: «El Homeward Bound parece cualquier cosa menos una embarcación capaz de realizar semejante viaje —de hecho, a juzgar por su apariencia, muy pocas personas salvo las de carácter más aventurero confiarían en sí mismas en una embarcación de su tamaño con una brisa ordinaria». Y para terminar, Londres, final del trayecto, donde el barco fue exhibido como una atracción de feria en el rutilante Crystal Palace mientras el capitán Ingvald Nilsen declamaba ante la audiencia los emocionantes pormenores de aquella suicida odisea en la que tres vikingos modernos desafiaron a los dioses y los dioses hincaron la rodilla y los proclamaron dignos herederos del legendario Erik el Rojo, el intrépido explorador de Groenlandia casi un milenio antes.
Y bueno. Antes de dar por rematada esta maravilla de historia, escribimos que el capitán había publicado en la editorial Champan & Hall —sello habitual de Charles Dickens— el cuaderno de bitácora de la travesía con el título de Leaves from the log of the ‘Homeward Bound’ or Eleven months at sea in an open boat, y que por alguna azarosa razón que se nos escapa había sido reeditado en 2011 por la Biblioteca Británica. En el momento de despedirnos, el libro ocupaba el puesto 4.690.242 entre los más vendidos de Amazon.

Pues bien. No nos pudimos resistir. Puede que espoleados por el deseo de ayudar a Jeff Bezos a sobrellevar los costes de su divorcio, adquirimos un ejemplar importado directamente desde Gran Bretaña [pese a nuestro desembolso ha caído al puesto 5.953.857] y en cuanto aterrizó en nuestras manos nos abalanzamos sobre él resueltos a indagar si había alguna anotación sobre Corrubedo. Y sí: sí la había, dejándonos en evidencia cuando opinamos hace un año que muy probablemente nunca supo el nombre de nuestro pueblo el barbado marino (aunque no nos equivocamos del todo… ya lo comprobaréis). Y cuál fue nuestra sorpresa cuando, al avanzar por las páginas de aquel volumen facsimilar de la (¡segunda!) edición de Chapman & Hall, descubrimos que la estancia del Homeward Bound en nuestra costa, lejos de ser un visto y ni visto, se prolongó por más de dos semanas en las que el autor dejó constancia escrita de las experiencias vividas.
He aquí el valor de este nuevo post: el de las impresiones reflejadas por el capitán acerca del cabo y su gente. Un fresco de Corrubedo en 1887 a los ojos [al ojo, en realidad, pues Ingvald estaba tuerto… aunque peor lo tenía su hermano Bernhard, prácticamente ciego] de un extranjero que cuando atracó en nuestro litoral llevaba 12.000 kilómetros de agua salada entre pecho y espalda y podía olisquear la meta. No os escandalicéis demasiado por el arranque del texto. Sus líneas destilan el avinagrado mal genio del capitán y sus prejuicios contra los españoles, prejuicios que irán flaqueando en su contacto con nuestros paisanos. Antes de jurar que no descansaréis hasta encontrar su tumba para escupir sobre ella, procurad leer un poco más. Empezamos:
Jueves, 10 de febrero, desde el mediodía hasta la tarde del mismo día.
Temporal del nordeste, con cielo despejado y alta mar. A las dos de la tarde, cuando las luces de Cabo Corobeda apuntan este cuarta al nordeste, mantuve [la embarcación] derecha, cerca de la punta, dentro de las islas, donde el mar rompe fuertemente a ambos lados de nosotros. A las tres de la tarde un pailebote apareció y quería hacerse cargo del Homeward Bound. Pensó que pertenecíamos a la tripulación de un barco naufragado y que, por lo tanto, ganaría mucho dinero, pero el Homeward Bound no era tan fácil de pillar. Según la costumbre española, gritaban como locos, alborotando, sacudiendo y tironeando, y todos hablaban al mismo tiempo hasta que tuve la impresión de que nos habíamos topado con un montón de lunáticos. Cuando pensé que había llegado el momento adecuado, solté el ancla y aparejé las velas rápidamente, sin prestar atención a los españoles, y ellos, avergonzados y decepcionados, solo pudieron quedarse quietos y mirar. El pueblo, Corobeda, aparentemente está habitado solo por pescadores. Las casas están construidas sin la más mínima consideración de apariencia, y son pequeñas y miserables. Evidentemente, habían sido encaladas, pero hacía mucho tiempo, y ahora se veían tan sucias y vergonzosas como esto es posible.
Viernes, 11 de febrero.
Viento y tiempo como ayer. A las once en punto aparecieron muchos botes pequeños que contenían ancianos, mujeres y niños procedentes de la localidad, para ver qué clase de gente éramos.
Sábado, 12 de febrero.
Brisa ligera de este-sur-este, con cielo nublado. Pasé el día reparando nuestras vestimentas. A las cuatro de la tarde, un piloto apareció y quiso cambiar el bote a otro fondeadero, ya que el sitio donde estábamos, según su criterio, no era muy bueno. Tras una larga conversación, que fue llevada por señas, le dejé cambiar de bote, por lo que pidió medio dólar. Después de que estuvo anclado, fuimos a la orilla con él y fuimos tratados de la manera más hospitalaria.
Domingo, 13 de febrero.
Fuerte brisa del este, con cielo nublado. A las tres de la tarde, fui llevado a tierra por el piloto. En la playa nos esperaban muchas personas (en su mayoría mujeres y niños), quienes nos siguieron hasta el faro, al que nos asomamos por primera vez. El farero, un anciano muy amable, nos mostró todo en derredor, e incluso encendió la linterna para dejarnos ver el invento. Después de una hora y media de estadía nos abrimos paso, acompañados por la multitud, de regreso al pueblo, donde nos refrescamos con pescado, pan y una copa de conja, antes de volver a bordo.
Lunes, 14 de febrero.
Calma todo el día, con lluvia. Por la tarde fuimos visitados por muchos españoles, entre ellos dos sacerdotes, que nos llevaron a tierra y nos obsequiaron con vino, conja y comida. Los habitantes, aunque tan miserablemente pobres, eran muy amables y amigables, y se esforzaron por hacernos sentir cómodos.
Por la tarde escribí una carta al cónsul escandinavo en Vigo (que el piloto se comprometió a entregar), pidiéndole que me ayudara con las provisiones, ya que estábamos muy necesitados.
Sábado, 19 de febrero.
Brisa ligera del nordeste, con cielo nublado. Tuvimos muchos visitantes otra vez. Los pescadores nos regalaron algunas sardinas frescas, que disfrutamos inmensamente. Una goleta llegó esa noche y ancló cerca del Homeward Bound. Me congratulé porque ahora había alguien con quien podía hablar y cuyas respuestas podía entender, pero quedé desilusionado. Todo lo que pude sacar de los recién llegados fue el invariable «no comprend».
Domingo, 20 de febrero.
Viento ligero y variable todo el día. Hicimos una larga excursión por la tarde alrededor de las montañas. El piloto trajo una respuesta del cónsul en Vigo, quien me escribió una carta muy amable y me dijo que había un cónsul inglés en Coril que, sin duda, me ayudaría, pero ofreciéndome su asistencia si quisiera venir a Vigo.
Lunes, 21 de febrero.
Tranquilo, con cielo nublado. El camino a Coril, que ahora empecé en compañía de mi hermano Bernhard y el piloto, era muy pesado e irregular, y estaba completamente deshecho. Tuvimos que atravesar planicies arenosas, donde nos hundimos a cada paso hasta los tobillos, y altas colinas, donde tuvimos que saltar de una roca a otra como gamuzas. Sobre las diez llegamos, después de cuatro horas de caminata, a un pueblo, Santa Ocania, a medio camino entre Corobeda y Coril. Desde Santa Ocania tuvimos que coger un barco, por lo que pidieron dos dólares. En el estado de entonces de mis finanzas, esto provocó una gran brecha en mi bolsa. A las dos de la tarde llegamos a Coril con la firme esperanza de obtener lo que necesitábamos, pero al ver al cónsul se disiparon las esperanzas, ya que no podía hacer nada en absoluto. Por lo tanto, tuve que dejar que el resto regresara al barco mientras yo seguí camino para ver al cónsul en Vigo.
Martes, 22 de febrero.
Una miserable mañana fría y húmeda. Comencé mi viaje a Vigo. La primera parte del trayecto fui en diligencia, y luego en tren. El viaje fue muy desagradable, ya que no entendía el idioma español; y un caballero me hizo suponer que tenía que bajar del tren en una estación que, después de que el tren se hubiera ido, descubrí que estaba a diez millas de Vigo. Por lo tanto, tuve una larga caminata antes de alcanzar mi destino a las diez de la noche.
Miércoles, 23 de febrero.
Tiempo más o menos igual. Me levanté muy temprano, pero descubrí que tenía que esperar hasta las diez antes de que se abriera la oficina del cónsul, y después de eso tuve que esperar hasta las doce antes de poder ver al propio caballero. Si quedé decepcionado en Coril, la decepción fue doble en Vigo, ya que nunca imaginé que un hombre pudiera desdecirse tan completamente de su palabra, y eso que tenía su propia carta conmigo. Me remitió a su hermano, el cónsul inglés, pero él también rechazó ayudarme, por lo que todo lo que pude hacer fue dar las gracias a ambos por su generoso trato y sacudir el polvo de mis pies. No obstante, me las arreglé lo bastante para marchar de vuelta junto a un caballero llamado Mr. Mulder, pero como era demasiado tarde para partir esa noche, tuve que pernoctar en Vigo.
Jueves, 24 de febrero.
Tormenta del sur con lluvia. Me levanté temprano otra vez, pero tuve que esperar hasta las doce para un tren, y como solo tenían vía férrea hasta Ponto Vedro (una ciudad a medio camino entre Vigo y Coril), tuve que dormir en el antedicho lugar.
Viernes, 25 de febrero.
Otra mañana fría y miserable. La diligencia partió a las siete de la mañana y llegó a Coril a la hora de la cena. Allí tuve que esperar nuevamente al barco de vapor, que zarpó a las cinco de la tarde, y crucé el río hasta llegar a un pueblo llamado Poblo, a unas cinco o seis horas a pie desde donde se encontraba el Homeward Bound.
Sábado, 26 de febrero.
Comencé mi marcha temprano, antes de que saliera el sol. Aunque hacía buen tiempo, y había tenido un muy buen descanso nocturno, no tenía el mejor de los temperamentos. No sin dificultad, llegué a la hora de la cena, cansado y hambriento, al anclaje del Homeward Bound, donde lo encontré todo tal y como lo dejé al partir, excepto que en mi ausencia habían tenido un temporal muy fuerte. Para pagar las pequeñas deudas en las que había incurrido en mis viajes por tierra (cinco dólares, equivalente a poco más de 20 chelines de dinero inglés), tuve que separarme de un rifle Martini-Henri que costaba 14 libras y 14 chelines, un revólver que costaba 4 libras, un telescopio por el cual se pagaron 3 libras y 15 chelines y varios artículos de ropa. Los samaritanos no son numerosos en España, pero he padecido este trato principalmente a las puertas de los cónsules noruego e inglés en Vigo, que negaron deliberadamente ayuda de cualquier clase.

Hasta aquí.
Al día siguiente, frustrados, los viajeros abandonaron «Corobeda» a bordo del Homeward Bound rumbo al norte. El 4 de marzo hicieron escala en Camariñas [«Camerina»], donde Ingvald pudo practicar su inglés con un viejo capitán español jubilado, quien, en el momento de zarpar dos jornadas más tarde, los despidió desde el balcón de su casa agitando un pañuelo blanco mientras los gentiles vecinos se apiñaban en el muelle para decirles adiós y ellos correspondían a tanta hidalguía inclinando la bandera [«dipping the ensigne», un ceremonial náutico en señal de saludo arraigado en algunos países anglosajones] .
Buenas vibraciones que se diluyeron con la visita de los agentes de aduanas en busca de material de contrabando. Vinieron el 10. Vinieron el 11. Y habían prometido venir el 12 cuando los noruegos, hasta las pelotas, enfilaron el Cantábrico sin mirar atrás.
Tras su estela nos dejaron un revólver, varias prendas, un telescopio, un rifle Martini-Henry y la extraña pronunciación de nuestros pueblos: Corobeda por Corrubedo, Coril por Carril, Santa Ocania por Santa Eugenia, Ponto Vedro por Pontevedra, Poblo por Puebla…
¿Y qué carajo será conja?
¿Coñac?

10/02/2019 at 14:05
Extraordinarios locos, extraordinarios personajes, extraordinaria aventura. Enhorabuena por esta publicación.
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