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Corrubedanos posando con el yate inglés tras consumar con éxito el arriesgado rescate

Las crónicas dicen que en las horas que precedieron al amanecer de aquel miércoles de octubre hubo una gran borrasca. Esto en Corrubedo significa cuatro cosas: lluvia, viento, frío y un mar que mete miedo hasta de lejos. Y en una playa apartada como A Ladeira también significa una quinta: oscuridad… una oscuridad densa y húmeda como boca de lobo. Sin embargo, aquel miércoles de octubre aún hubo algo más. Un elemento extraño en la arena, ilógico como un nenúfar flotando en el desierto. Porque en medio de la noche oscura, junto al frío, la lluvia, el viento y la ira del mar, en la playa de A Ladeira sonó un llanto. El llanto de un bebé. Y ese bebé, Thomas, corría peligro.

Al viajero que al callejear por Corrubedo pase por delante de la iglesia quizá le llame la atención un monolito situado allí donde el ábside y el transepto del templo se dan la mano por su parte izquierda. En la estructura, una estela de piedra conmemorativa, destacan dos años (1960-2010) y dos dibujos en relieve. Una rápida lectura a la inscripción nos da una idea de su objeto: recordar la concesión de la medalla que la Sociedad Española de Salvamento de Náufragos otorgó al pueblo en 1961. Pero, ¿cuál fue el motivo por el que una comunidad entera mereció tal distinción? Eso es lo que nos hemos propuesto explicar y, para ello, debemos viajar atrás en el tiempo. Así que nada. Montad en el Delorean de Marty McFly y fijad la fecha en el 26 de octubre de 1960. Arrancamos.

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Foto muy reciente del mar de A Ladeira con A Ferreira al fondo. Así se pone aquello en días de temporal.

Dicen que el primero que lo vio fue Manuel Alvariza. Tras dar la voz de alarma, las campanas de la iglesia tocaron a rebato y un numeroso grupo de corrubedanos se precipitó hasta allí. Un yate había encallado en la playa de A Ladeira, cerca de A Ferreira. Al llegar los vecinos descubrieron algo más. Un agujero excavado en la arena y, metidos dentro de él, un hombre y una mujer que trataban mal que bien de protegerse del frío. Con ellos había un bebé: una criaturita de menos de un año. También un perro. Estaban desorientados. Ateridos. Y eran extranjeros.

Alejandro Reino, albañil, tomó la iniciativa. Se sacó la chaqueta y envolvió con ella al bebé para arroparlo y darle calor. Después llevó a los náufragos a su casa donde, con el auxilio de su mujer, María Enríquez, les prestó cobijo y alimento. No hablaban el mismo idioma pero y eso qué importa.

Resuelto lo esencial, quedaba otro asunto acuciante. Librar la maltrecha embarcación de los embates del mar. Y es aquí donde la hazaña adquiere dimensiones épicas pues cuentan que todo el pueblo (unas quinientas personas, se dijo) participó en el rescate: una operación que los vecinos encararon armados de su ingenio, su valor y esa fuerza imbatible pero rara que surge cuando medio millar de corazones laten a la vez por una misma causa.

Fue un entonces joven Gerardo Diz, Gerucho da Forneira, quien en un alarde de osadía nadó hasta el yate y lo sujetó con unas amarras para poder tirar de él. Aún hubo más. Con el fin de facilitar la movilidad del buque (nueve toneladas de buque) tuvieron una idea: construir una plataforma de madera que colocaron bajo el casco con la ayuda de unos gatos ferroviarios. Y también recurrieron a la tracción animal: la proporcionada por 40 vacas procedentes de dos familias labradoras del pueblo (los Barreiro y los Vizcaya) y de otras aldeas cercanas como Teira, Olveira y Seráns. Las crónicas afirman que en plena maniobra se desató un fuerte temporal de viento y a punto estuvieron de perecer cuatro marineros.

La escena merece por nuestra parte una pausa y una reflexión. En un tiempo de escasez, hombres, mujeres, niños, reses y un improvisado artefacto de madera trabajando dura, acompasadamente, arriesgando incluso la vida, hasta conseguir salvar las pertenencias de unos completos extraños sin esperar nada a cambio.

La proeza voló a las redacciones de los periódicos y en los días siguientes una bandada de reporteros acudió hasta el pueblo para narrar esta historia. Una historia que era una demostración de generosidad sin límites y una lección de trabajo en equipo, porfía y superación. Ya lo predijo Adidas cuarenta años después. Impossible is nothing.

Gracias a aquellas noticias hoy podemos reunir un buen fajo de datos sobre los tres naufragados. Él era William O. Davis, de 39 años, californiano y ex combatiente mutilado de la guerra de Corea. Ella era su esposa Heather, de 25 y nacionalidad británica. El pequeño era el hijo de ambos, Thomas, de solo nueve meses. Y el yate era el Debonair (o sea Elegante), una embarcación de finales del XIX y bandera inglesa que se movía a vapor y a vela. Del perro ignoramos el nombre.

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El suceso en el barcelonés La Vanguardia cuando se llamaba La Vanguardia Española

La familia había zarpado del puerto de Farmouth, en el vértice inferior izquierdo de la isla reinada por Isabel II (han cambiado muchas cosas desde entonces pero esta no está entre ellas) rumbo a las Bahamas, donde a William le esperaba o tenía expectativas de conseguir trabajo en una factoría dedicada a la construcción y reparación de barcos de recreo. Lo avalaba su experiencia en la Marina, donde había servido como mecánico especializado durante 18 años.

La madrugada del 26 una galerna se cruzó en su camino. El californiano hizo todo lo posible por mantener el rumbo y encontrar un puerto donde refugiarse, pero un golpe de mar rompió la caña del timón y los condenó a la deriva. No sabemos cuántas horas pasarían a merced de las olas, pero sí que la marea terminó por abocar el Debonair a la playa de las dunas (desde nuestro punto de vista tuvieron suerte, se libraron de zozobrar en los bajos). Los tripulantes decidieron arrojarse al agua.

Cuentan que fue Heather la primera en lanzarse con la intención de explorar la zona en mitad de la tormenta nocturna. Y que después ayudó a su marido William, cojo y ex combatiente en Corea, a saltar del barco. Y que en el afán de salvar a su hijito, lo metió en una bolsa de lona que sujetó con los dientes (¡con los dientes!) mientras bregaba por llevarlo a la playa. Y que a continuación fue a por el perro. Y que ya en la arena, extenuada, fue ella quien cavó el agujero con sus manos, pues William había sumado nuevas heridas a sus secuelas de guerra, primero en el intento de conducir el yate bajo el temporal y después en su lucha por tocar tierra. Heather es, sin duda, la otra gran heroína de esta historia.

La estancia de los náufragos en casa de los Reino se prolongó. Allí recibieron todo tipo de cuidados, sobre todo de sus anfitriones, María y Alejandro, que los trataban como tres más de la familia en compañía de sus hijos. Allí acudió gente de otros núcleos que chapurreaba el inglés para darles conversación. Allí celebró el rubio Thomas su primer cumpleaños. Desde allí salieron de excursión a Santiago. Y hasta allí se debieron de dirigir, creemos, los cónsules de Estados Unidos y Reino Unido que, al decir de la prensa, ofrecieron una ayuda que los Davis declinaron pues todas sus necesidades estaban siendo cubiertas por el vecindario del pueblo. Es más. Ni siquiera gastaron los 500 dólares a que ascendía el (magro) monto de su capital.

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Los Reino echan una mano a los Davis en la alimentación del joven Thomas

Cuatro meses después, llegó la hora de la partida. El fin del invierno se estaba acercando a esta parte de Poniente y, pasado lo peor, la idea era navegar hasta un astillero de Vigo para reparar el barco. Había que sacarlo por tanto de nuevo al mar.

Otra vez el pueblo hizo gala de su talante humanitario. En la tarea de remolcar el Debonair mar adentro colaboraron tres embarcaciones: los racús Pinocho y Rápido (de tío Higinio y José do Son, respectivamente) y una baca de Os Agudos de Aguiño. Podemos tratar de imaginarlo. Los tres tripulantes haciéndose más y más pequeños hasta perderse de vista en su camino hacia Vigo, donde el yate se lamerá las heridas para reanudar su rumbo lento y transoceánico en dirección a las Bahamas: las islas donde William Oscar Davis esperaba vivir su sueño antillano perfumado por el calafate de los barcos de recreo.

Aquel fue un adiós sin retorno.

La historia no acaba aquí, por supuesto. Pocos meses después, al principio del verano, Corrubedo será distinguido con la medalla de la Sociedad Española de Salvamento de Náufragos: institución fundada en 1880 por un hijo de Madrid con apellido gallego, Martín Ferreiro Peralta, a imagen y semejanza de la muy británica Royal National Lifeboat Institution y que desempeñó un valioso labor hasta 1971, año en que se diluyó en la nueva Cruz Roja del Mar. Cuentan, pero no sabemos si es cierto, que la enseña fue entregada por el mismísimo ministro de Marina (que si wikipedia no falla fue un tal Felipe José Abárzuza, almirante que, mira tú por dónde, representó al estado español en la boda de Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia en Atenas 1962).

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Monolito promovido en el año 2010 por el Club de Jubilados de Corrubedo

Donde sí estamos seguros de que hubo autoridades (municipales, alcalde incluido) fue en la inauguración en 2010 del monolito de piedra con relieve de bronce situado junto a la iglesia: acto central de entre los promovidos por el Club de Pensionistas y Jubilados para homenajear el medio siglo del épico rescate (quede constancia aquí del autor de la obra: Jontxu Argibay, joven escultor de la zona con poképarada en Castiñeiras). Los fastos conmemorativos también incluyeron la publicación de un libro: Corrubedo, Lenda e Cultura, escrito por José Romay Brión, José de Valiño, antiguo cartero del pueblo. Tenía 27 años en el momento del naufragio y tras 78 primaveras mucha vida que contar. De hecho, José de Valiño había sido llamado por una periodista de Faro de Vigo para que rememorara el suceso, al igual que le ocurrió a Agustín Reino, hijo del ya fallecido Alejandro, que en su caso fue reclamado por La Voz de Galicia.

De una y otra noticia, de unos y otros recuerdos, hemos sacado provecho. Y hay algo que nos ha llamado la atención. El leve tono de decepción, de tibio reproche, que destilan ambas entrevistas hacia los náufragos, que nunca más volvieron ni se interesaron por quienes con tanto cariño y a costa de tanto esfuerzo les habían cuidado.

Pero aquí lo dejamos [por cierto, ¿sabéis dónde está ahora la medalla? otro día lo contamos]. Ponemos punto y final a esta hazaña increíble que hemos intentado relatar lo mejor que pudimos y de la que tanto orgullo sentimos los corrubedanos.

Y decimos adiós para siempre a la familia Davis: a William, a Thomas y a la valiente Heather, a quienes despedimos marchándose en su yate, en ese Debonair/Elegante que ya es un poco de todos, alejándose, empequeñeciéndose, desapareciendo, legándonos únicamente la estela, solo eso, una estela cada vez más tenue… más y más tenue. Hasta no quedar rastro.

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¿Seguro?

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No

[Algunas fuentes consultadas: Corrubedo, Lenda e Cultura (José Romay Brión), Santa María del Cabo de Corrubedo y coto del mismo nombre (Francisco Sánchez Fraga), La Vanguardia Española (ediciones de 4 de noviembre de 1960, 5 de noviembre de 1960, 13 de enero de 1961 y 19 de enero de 1961), ABC (4 de noviembre de 1960),  La Voz de Galicia (25 de enero de 2009) y Faro de Vigo (13 de abril de 2009)]